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Cuentos

EDITORIAL DIGITAL - IMPRENTA NACIONAL

costa rica

-¡Quiero subir al coche! -gritó la pequeña salvaje, y hubo que complacerla, pues era malcriada y

terca como ella sola. Ella y Margarita subieron al carruaje y salieron a galope a campo traviesa. La

hija de los bandoleros era de la edad de Margarita, pero más robusta, ancha de hombros y de piel

morena. Tenía los ojos negros, de mirada casi triste. Rodeando a Margarita por la cintura, le dijo:

-No te matarán mientras yo no me enfade contigo ¿Eres una princesa, verdad?

-No -respondió Margarita, y le contó todas sus aventuras y lo mucho que ansiaba encontrar a su

Carlitos.

La otra la miraba muy seriamente; hizo un signo con la cabeza y dijo:

-No te matarán, aunque yo me enfade; entonces lo haré yo misma.

Y secó los ojos de Margarita y metió las manos en el hermoso manguito, tan blando y caliente.

El coche se detuvo; estaban en el patio de un castillo de bandoleros, todo él derruido de arriba

abajo. Cuervos y cornejas salían volando de los grandes orificios, y enormes perros mastines,

cada uno de los cuales parecía capaz de tragarse un hombre, saltaban sin ladrar, pues les estaba

prohibido.

En la espaciosa sala, vieja y ahumada, ardía un gran fuego en el centro del suelo de piedra; el humo

se esparcía por debajo del techo, buscando una salida. Cocía un gran caldero de sopa, al mismo

tiempo que asaban liebres y conejos.

-Esta noche dormirás sola conmigo y con mis animalitos -dijo la hija de los bandidos.

Le dieron de comer y beber, y luego las dos niñas se apartaron a un rincón donde había paja y

alfombras. Encima, posadas en estacas y perchas, había un centenar de palomas, dormidas al

parecer, pero que se movieron un poco al acercarse las chicas.

-Todas son mías -dijo la hija de los bandidos, y, sujetando una por los pies, la sacudió violentamente,

haciendo que el animal agitara las alas-. ¡Bésala! -gritó, apretándola contra la cara de Margarita-.

Allí están las palomas torcaces, las buenas piezas -y señaló cierto número de barras clavadas ante

un agujero en la parte superior de la pared-. También son torcaces aquellas dos; si no las tenemos

encerradas, escapan; y éste es mi preferido -y así diciendo, agarró por los cuernos un reno, que

estaba atado por un reluciente anillo de cobre en torno al cuello-. No hay más remedio que tenerlo

sujeto, de lo contrario huye. Todas las noches le hago cosquillas en el cuello con el cuchillo, y tiene

miedo.

Y la chiquilla, sacando un largo cuchillo de una rendija de la pared, lo deslizó por el cuello del

reno. El pobre animal todo era patalear, y la chica venga reírse. Luego metió a Margarita en la

cama con ella.

-¿Duermes siempre con el cuchillo a tu lado? -preguntó Margarita, mirando el arma un si es no es

nerviosa.

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