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Cuentos

EDITORIAL DIGITAL - IMPRENTA NACIONAL

costa rica

mirada triste. Se conjugaban en ella dos naturalezas totalmente opuestas, que se manifestaban

alternativamente, tanto en el aspecto físico como en el espiritual. Durante el día, la chiquilla que

trajera la cigüeña tenía la figura de su madre y el temperamento de su padre; de noche, en cambio,

su cuerpo recordaba el rey de la ciénaga, su padre, mientras el corazón y el sentir eran los de la

madre. ¿Quién podría deshacer aquel embrujo, causado por un poder maléfico? Tal pensamiento

obsesionaba a la mujer del vikingo, que, a pesar de todo, seguía encariñada con la pobre criatura.

Lo más prudente sería no decir nada a su marido cuando llegase, pues éste, siguiendo la costumbre

del país, no vacilaría en abandonar en el camino a la pobre niña, para que la recogiera quien se

sintiese con ánimos. La bondadosa mujer no podía resignarse a ello. Era necesario que su esposo

sólo viese a la criaturita a la luz del día.

Una mañana pasaron las cigüeñas zumbando por encima del tejado. Durante la noche se habían

posado en él más de cien parejas, para descansar después de la gran maniobra. Ahora emprendían

el vuelo rumbo al mediodía.

-Preparados todos los machos -sonó la orden-. ¡Mujeres y niños también!

-¡Qué ligeras nos sentimos! -decían las cigüeñas jóvenes-. Las patas nos pican y cosquillean, como

si tuviésemos ranas vivas en el cuerpo. ¡Qué suerte poder viajar por el extranjero!

-Manteneos dentro de la bandada -dijeron el padre y la madre- y no mováis continuamente el pico,

que esto ataca el pecho.

Y se echaron a volar.

En el mismo momento se oyó un sonido de cuernos en el erial; era el vikingo, que desembarcaba

con sus hombres. Volvía con un rico botín de las costas de Galia, donde las aterrorizadas gentes

cantaban, como en Britania: « ¡Líbranos, Señor, de los salvajes normandos! ».

¡Qué vida y qué bullicio empezó entonces en el pueblo vikingo del pantano! Llevaron el barril de

hidromiel a la gran sala, encendieron fuego y sacrificaron caballos. Se preparaba un gran festín. El

sacrificador purificó a los esclavos, rociándolos con sangre caliente de caballo. Chisporroteaba el

fuego, se esparcía el humo por debajo del techo, y el hollín caía de las vigas, pero todos estaban

acostumbrados. Los invitados fueron obsequiados con un opíparo banquete. Olvidándose intrigas

y rencillas, se bebió copiosamente, y en señal de franca amistad se arrojaban mutuamente a la

cabeza los huesos roídos. El bardo -una especie de juglar, que también era guerrero y había tomado

parte en la campaña en la que había presenciado los acontecimientos que ahora narraba- entonó

una canción en la que ensalzó los hechos heroicos llevados a cabo por cada uno. Todas las estrofas

terminaban con el estribillo: «La hacienda se pierde; los linajes se extinguen; los hombres perecen

también, pero un nombre famoso no muere jamás».

Entonces todos golpeaban los escudos y martilleaban con un cuchillo o con un hueso sobre la

mesa, provocando un ruido infernal.

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