dulce como el amor 29/11/06 13 - Ministerio de Educación

DULCE COMO EL AMOR 29/11/06 13:15 Página 22
árboles azules y pájaros de colores que cantaban en los hombros de las
mujeres más hermosas. Pero cuando el sueño se extraviaba, caían del firmamento
haces de fuego, y los camellos y los hombres pisaban su sombra.
Y detrás de un día venía otro día, y detrás de la arena más arena, y había
muchos soles y el aire se asfixiaba, y detrás del día aparecía la noche de
aliento helado, y el silencio se poblaba de fuegos y el aire era un mar oscuro
con olas que iban y venían.
Una madrugada, aparecieron los chivos de paso temeroso, y los bueyes
de cuernos alzados, y los carboneros de rostro invisible, y los crispados
dedos del baobab. La ciudad se anunciaba en el semblante risueño de los
mercaderes que contaban y contaban las monedas y pasaban revista a las
alforjas.
Al caer de una tarde fatigada, llegaron a la ciudad donde los hombres
descansan a la sombra de árboles gigantes y las mujeres caminan descalzas,
moviendo, como un río lento y oscuro, las cinturas, los pechos
negros y grandes, sus largos cuellos de palmera. Y, en la gran ciudad, el sol
restallaba en el asfalto y las ratas recorrían las casas de uralita partida y
cañabrava; las moscas azules perseguían a los perros, y los perros a los
niños de vientre hinchado que jugaban con botes y raspas de pescado en
las entrañas de los basurales. En la ciudad vivía el gran Marabú que, con
eficacia y equidad, reinaba en la corte de muslos sin piernas, de carne
enjambre de gusanos y hormigas rojas. En el centro, donde habitaban los
blancos, mendigaban los leprosos que poseían el secreto de la compasión;
los muchachos que caminan en los muñones de los muslos recorrían los
bares, las entradas de los bancos y las piscinas de los grandes hoteles; la
calle de las Embajadas era el reino de los niños que aprenden el Corán, sintiendo
en la piel el fuego del hierro; y los ojos cosidos con tramilla de gusano
reposaban los bastones en el viento moribundo del aeropuerto. Cuando
la tarde se iba, la plegaria descendía de los alminares y todos los mendigos
regresaban al patio de arena donde el gran Marabú recogía el dinero. Previa
constatación de que nadie se había apropiado de la moneda más diminuta,
mandaba distribuir la ración de arroz, las hierbas olorosas y los palillos
para los dientes. Sólo Walid, el leproso, no aceptó la perfecta planificación
de la miseria. A pesar de los consejos, siguió viviendo de la piedad
que nacía de la herida de su cuerpo hermoso, del bronce de la piel, de la
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