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“Ya no estoy aquí”
Cuando el cine es arte.
Monterrey, Nuevo León es una de las ciudades más grandes de la República mexicana, una ciudad gigantesca cuya extensión se pierde
a lo lejos en el horizonte y cuyas fronteras con el resto de ciudades del estado se difuminan, creándose una mega urbe de más de
cinco millones de habitantes. Una ciudad que se construyó en las laderas de una cordillera eterna y en el que el Cerro de la silla emerge
otorgando de una majestuosidad silenciosa a la ciudad norteña. Monterrey presume de ser uno de los centros económicos más pujantes
de América latina siendo sus ciudadanos (los regios) gente amable y trabajadora cuyo día a día siempre gira en torno al trabajo o a una
carne asada. Y sin embargo, de toda metrópoli excesiva siempre hay un submundo oculto, una subcultura lejos de los fastos de los que
presumen sus habitantes, con realidades que les son ajenas a gran parte de ellos. Fernando Frías de la Parra nos lo ha mostrado con una
belleza y una crudeza que han hecho de “Ya no estoy aquí” uno de los trabajos más llamativos de los últimos meses.
Frías de la Parra se maneja en una línea
difusa entre la película y el falso documental.
Trabaja con actores no profesionales y los
diálogos escasean a lo largo del metraje. Y
sin embargo, ninguno de estos aspectos le
resta capacidad de transmitir al conjunto de la
película. “Ya no estoy aquí” cuenta la historia
de Ulises Samperio, un joven de apenas
dieciséis años que pertenece a una banda
llamada los terkos, caracterizada por su pasión
por la música colombiana, de la que hacen algo
identitario, asentado en un lenguaje donde los
coloquismos locales (“sobre”, “simón”…) hacen
que a veces sea casi imposible entenderles y,
sin embargo, se hacen fundamentales a la hora
de comprender la historia. La acción, como
decía, transcurre en Monterrey, territorio casi
fronterizo con Texas, norteños orgullosos con
influencia absoluta del pragmatismo protestante
y la cultura del cowboy. Ciudad fuertemente
industrial desde el comienzo fue la primera urbe
mexicana que se alimentó de la migración de
otras zonas, migrantes que se asentaron en
las colinas creando un submundo que es ajeno
a la mayoría de los regios. “Esa gente fue la
que conectó con unos códigos musicales de la
cumbia colombiana no tanto por los ritmos sino
por las letras, especialmente las de acordeón,
que dicen es la voz del lamento y la nostalgia”,
comenta el director en La Vanguardia.
Ambientada a finales de los 90 en plena
guerra abierta del entonces presidente
Felipe Calderón con los narcos, Frías de
la Parra consigue presentar una realidad
que para muchos pasa inadvertida pero que
trasciende el relato local hacia algo universal:
la pertenencia, la pérdida, la injusticia y el
desarraigo. En este caso son las drogas,
la lucha entre narcos, la falta absoluta de
esperanza... los elementos que subyugan a
aquellos que se crían en los asentamientos
irregulares de la ciudad y donde, por culpa
de un incidente entre bandas locales,
Ulises tiene que huir a Estados Unidos. Y
no es una elección gratuita, el país vecino
del norte es un país idealizado como una
tierra prometida por los mexicanos en
general y los regios en particular pero que,
sin embargo, los tritura sin compasión
alguna, exprimiéndolos a través de la
desnaturalización del ser humano, que pierde
la referencia y las raíces, como reflejan Los
Tigres del Norte en su famosa “Jaula de oro”:
“Mis hijos no hablan conmigo,
otro idioma han aprendido,
y olvidado el español.
Piensan como americanos,
niegan que son mexicanos
aunque tengan mi color”.
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Rock Bottom Magazine