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RockBottomMagazine.Numero.17.Julio.2020

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“Ya no estoy aquí”

Cuando el cine es arte.

Monterrey, Nuevo León es una de las ciudades más grandes de la República mexicana, una ciudad gigantesca cuya extensión se pierde

a lo lejos en el horizonte y cuyas fronteras con el resto de ciudades del estado se difuminan, creándose una mega urbe de más de

cinco millones de habitantes. Una ciudad que se construyó en las laderas de una cordillera eterna y en el que el Cerro de la silla emerge

otorgando de una majestuosidad silenciosa a la ciudad norteña. Monterrey presume de ser uno de los centros económicos más pujantes

de América latina siendo sus ciudadanos (los regios) gente amable y trabajadora cuyo día a día siempre gira en torno al trabajo o a una

carne asada. Y sin embargo, de toda metrópoli excesiva siempre hay un submundo oculto, una subcultura lejos de los fastos de los que

presumen sus habitantes, con realidades que les son ajenas a gran parte de ellos. Fernando Frías de la Parra nos lo ha mostrado con una

belleza y una crudeza que han hecho de “Ya no estoy aquí” uno de los trabajos más llamativos de los últimos meses.

Frías de la Parra se maneja en una línea

difusa entre la película y el falso documental.

Trabaja con actores no profesionales y los

diálogos escasean a lo largo del metraje. Y

sin embargo, ninguno de estos aspectos le

resta capacidad de transmitir al conjunto de la

película. “Ya no estoy aquí” cuenta la historia

de Ulises Samperio, un joven de apenas

dieciséis años que pertenece a una banda

llamada los terkos, caracterizada por su pasión

por la música colombiana, de la que hacen algo

identitario, asentado en un lenguaje donde los

coloquismos locales (“sobre”, “simón”…) hacen

que a veces sea casi imposible entenderles y,

sin embargo, se hacen fundamentales a la hora

de comprender la historia. La acción, como

decía, transcurre en Monterrey, territorio casi

fronterizo con Texas, norteños orgullosos con

influencia absoluta del pragmatismo protestante

y la cultura del cowboy. Ciudad fuertemente

industrial desde el comienzo fue la primera urbe

mexicana que se alimentó de la migración de

otras zonas, migrantes que se asentaron en

las colinas creando un submundo que es ajeno

a la mayoría de los regios. “Esa gente fue la

que conectó con unos códigos musicales de la

cumbia colombiana no tanto por los ritmos sino

por las letras, especialmente las de acordeón,

que dicen es la voz del lamento y la nostalgia”,

comenta el director en La Vanguardia.

Ambientada a finales de los 90 en plena

guerra abierta del entonces presidente

Felipe Calderón con los narcos, Frías de

la Parra consigue presentar una realidad

que para muchos pasa inadvertida pero que

trasciende el relato local hacia algo universal:

la pertenencia, la pérdida, la injusticia y el

desarraigo. En este caso son las drogas,

la lucha entre narcos, la falta absoluta de

esperanza... los elementos que subyugan a

aquellos que se crían en los asentamientos

irregulares de la ciudad y donde, por culpa

de un incidente entre bandas locales,

Ulises tiene que huir a Estados Unidos. Y

no es una elección gratuita, el país vecino

del norte es un país idealizado como una

tierra prometida por los mexicanos en

general y los regios en particular pero que,

sin embargo, los tritura sin compasión

alguna, exprimiéndolos a través de la

desnaturalización del ser humano, que pierde

la referencia y las raíces, como reflejan Los

Tigres del Norte en su famosa “Jaula de oro”:

“Mis hijos no hablan conmigo,

otro idioma han aprendido,

y olvidado el español.

Piensan como americanos,

niegan que son mexicanos

aunque tengan mi color”.

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