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lo largo del metraje la película no peca de
sentimentalismo fácil al colocar al personaje
ante el espejo de su pasado que para él sigue
presente, sino que muestra lo humano de su
recelo, lo anacrónico pero racional de su miedo
a volver a ver una luz del día que finalmente le
resulta fatigosa y cegadora.
Precisamente durante la Guerra Civil y sus
postrimerías sitúa Alejandro Amenábar
(Santiago de Chile, 1972) su última apuesta
cinematográfica. “Mientras dure la guerra” ha
sido una de las películas más diseccionadas de
la temporada. Lejos de su encomiable factura,
el mar de fondo en este caso arrastraba
ciertas reticencias acerca de la equidistancia
o asepsia ideológica con la que Amenábar
trata el conflicto y sus personajes. Valiéndose
aquí de nuevo de dos inmensos actores (un
preciso, contenido Karra Elejalde dando vida
a Miguel de Unamuno y el contrapunto fuerte,
duro, de Eduard Fernández en la piel de
ínclito Millán Astray), asistimos a un autentico
duelo político, social entre intelectualidad y
militarismo. En el seno de una institución tan
atemporal como la Universidad de Salamanca,
Elejalde/Unamuno asiste atónito a su propia
perplejidad ante los acontecimientos que con
mayor o menor rigor histórico se nos cuentan.
En cualquier caso, asistimos una producción
soberbia, en la que la bella Salamanca envejece
ochenta años, con su ajardinada Plaza Mayor
y lustrosa Universidad, territorio unamuniano
inconfundible. Guion potente y bien
estructurado, con una precisa presentación de
personajes que van encajando como piezas
de un puzle cuyo resultado se conoce pero
que deposita su fuerza en las ideas y venidas
ideológicas de Don Miguel, atrapado entre la
razón y el sentimiento, entre las ideas opuestas
que le provocan complicadas cavilaciones,
mas aun cuando las consecuencias del nuevo
régimen comienzan a afectar a lo que es su
cuadrilla personal. Un guion que no necesitaba
de todos modos desbordarse en lo ficticio,
que partiendo de una historia bien conocida,
ahonda en sus fundamentos y consecuencias;
resulta por tanto un magnifico tratado sobre la
duda y la conveniencia, sobre la honestidad y
la brutalidad, contrapuestas en ese duelo que
propicia el personaje de Millán-Astray, un tipo
que merecería para él no ya una película sino
toda una saga.
Y llegamos al final del repaso, atisbando en
el último rellano del escalafón de directores
al que menos presentación necesita, Pedro
Almodóvar (Calzada de Calatrava, 1949,
¿alguien precisa aun ese dato?), director al
que personalmente siempre le guardo una
especie de rencor afectuoso, por ser capaz de
ofrecer, bajo mi punto de vista, un cine siempre
personal pero a veces un tanto irritante. Nunca
dejo de acercarme a cada nueva película del
manchego, sabiendo que puedo terminar
bostezando o aplaudiendo, pero nunca seguro
de si se va a dar lo uno o lo otro, tenga o no
referencias críticas que rara vez coinciden con
mi posterior apreciación. Tal vez precisamente
al saberme soldado que lucha contra ese
escepticismo con el que me acerco a cada
nueva obra suya, con todas las reservas con
las que encaro el visionado de sus películas
(o precisamente debido a ellas), en esta
ocasión, y sin esperar mucho de “Dolor y
gloria”, el resultado me ha sabido a producto si
no redondo, si cercano a los mejores tiempos
de Almodóvar. Partiendo de que ya sabía que
en esta ocasión Pedro redundaría de manera
más directa en su propia historia (algo que
anteriormente iba cincelando con referencias
aisladas), la cinta me supuso una excelente
demostración de pulso, tanto en lo puramente
cinematográfico como en el desarrollo
de una historia que si bien no responde
completamente a lo que Almodóvar es hoy
sí arroja ciertas sensaciones que el director
alambica y pone de manifiesto a través de su
alter ego en la panta, un esta vez comedido
Antonio Banderas que borda un papel que,
desarrollado justamente delante de en quien
está basado, y que a la vez te está dirigiendo,
debió suponer un autentico reto para el
malagueño. Relato, como sabemos, de claros
rasgos autobiográficos en los que conocemos
dos escenarios vitales entrelazados, un pasado
luminoso y rural, de señoras de pueblo que
lavan y cantan arrodilladas en un riachuelo,
y un presente crudo, doloroso y confuso, el
de un protagonista que es de nuevo puesto
ante su propio reflejo, al que la gloria pasada
parece molestar, queriendo vivir un presente
menos reconocible, y que, sin embargo, no
puede oponerse al reconocimiento de sí mismo
como acreedor de un pasado que vuelve
para intentar hacer tambalear los cimientos
del presente. Excelente trabajo de un Pedro
Almodóvar que con este giro demuestra
tener aun unos cuantos ases escondidos en
la manga y cuya potencia visual es en este
trabajo más evidente que nunca, fusionado
con claroscuros, alimentado de agua y noche;
de exterior, la vida e interior, el personaje, en el
que atisbamos a un ya veterano director que
esta vez, sí, acierta de pleno conjugando un
cine magistralmente honesto, merecedor esta
vez de reconocimiento y aplauso.
Jesús Sánchez
Rock Bottom Magazine 49