Estudios Revista Ecléctica. Número 159 - Christie Books

«Yo también, joven, fui antimilitarista, pero
cuando llegué a la edad en que no podía ser movilizado
comprendí que era necesario defender
a la patria...»
En amor ocurre lo mismo; al quedar impotente
el hombre háeese virtuoso y la cortesana, devota.
El diablo, al envejecer, se hizo ermitaño.
¡ Viejos que ya no podéis amar: dejad al menos
amar a los demás!
Estoy, pues, por la libertad.
Por la completa libertad del hombre y de la
mujer.
A la libertad debían las democracias antiguas
su prosperidad (verdad es que, entre los antiguos,
los dioses tenían las mismas pasiones que
los hombres...).
Reciprocidad. En nombre de la equidad hay
que reivindicar para un sexo lo que reivindicamos
para otro. Hombres y mujeres tienen los
mismos derechos. Deben ser considerados como
iguales. Pero bien entendido que ni la moral, ni
la religión, ni, sobre todo, la ley, tiene nada que
ver en ello.
« ¡ No legalicéis nada! —escribe Leo Poldes—.
La ley mata todo lo que toca, materializa todo
lo que acuerda, deshonra todo lo que autoriza.»
Y Henri Barbusse:
«Está fuera de duda que en un orden social
inteligente y justo, la ley no tendrá que dirigir,
como lo hace ahora, sus órdenes intempestivas y
absurdas en la cuestión de las relaciones sentimentales
entre el hombre y la mujer. Debe instituirse
la libertad siempre que no haya inconveniente
para el interés general. La monogamia
impuesta tiene algo de inmoral y además incita
a la hipocresía. Ha sido escandaloso durante mucho
tiempo pronunciar el divorcio. El abuso, no
por ser menos brutal y menos perentorio, deja
de ser un abuso, puesto que no sirve, lo repito,
más que para mantener con la mediación de
gendarmes y jueces la integridad de ciertos prejuicios
sociales exclusivamente materiales y económicos.»
La legalización sexual, por otra parte, no impide
nada. Quizá todo lo contrario si se tiene en
cuenta la reacción que la falta de libertad provoca.
Charles-Henry Hirsch ha dicho:
«El amor es ciego en lo que se refiere a los
códigos y a las costumbres. Pero es clarividente
para su propia satisfacción inmediata. Por esto
una mujer seductora tendrá siempre a más de
uno suspirando cerca de ella, y un hombre arrogante
tendrá un coro de admiradoras dispuestas
a dejarse querer. Ni los legisladores, ni los curas,
ni los filósofos podrán impedir que las cosas ocurran
así.»
* • *
Es el matrimonio el que provoca el adulterio.
«El honor de una muchacha le pertenece a
ella —decía Mercier—. Tendrá, pues, gran cuidado
en defenderlo. El honor de una mujer casada
pertenece a su marido, por lo tanto ella se
preocupará menos.»
© faximil edicions digitals 2006
Y Montesquieu afirmaba que si «los maridos
no hablan casi nunca de sus mujeres es porque
temen hablar de ellas ante gente que las conoce
mucho mejor que ellos mismos».
¿Se formará algún día, dentro de
mucho tiempo quizá, una raza de
hombres extremadamente civilizados
y refinados para los cuales la
traición de la mujer no será más
que un pequeño incidente sin interés,
por el cual no sufrirán lo más
mínimo, y que no ejercerá ninguna
influencia sobre las relaciones sociales?
VII
ALFRED CAPUS
Si los humanos no han esperado a que la poligamia
y la poliandria fuesen oficialmente admitidas
para practicarlas, es porque éstas responden
a una necesidad profunda e irresistible del
instinto. La poligamia y la poliandria son naturales
y justas, puesto que no causan perjuicio a
nadie, sino al contrario, le favorecen.
Un hombre puede tener varias mujeres y una
mujer varios hombres.
El rey Salomón, cuya reputación de legendaria
sabiduría ha llegado hasta nosotros, a pesar de
los treinta siglos que de él nos separan, ofrécenos
un ilustre ejemplo. Tenía setecientas mujeres.
Diderot, que no conocía aún las láminas inoxidables,
decía: «Vale más gastarse que enmohecerse.»
¿Y el propio Jesús de Nazareth no prometió
que sería perdonado aquel que hubiese amado
mucho?
Si su gusto, su fantasía, su deseo, su sensibilidad,
su curiosidad, su coquetería, su sensualidad,
su necesidad de variación, su capricho, hacen
que un ser humano no se satisfaga con una sola
pareja, ¿qué hay en ello de reprensible? ¿Con
qué derecho y en nombre de qué se le debe condenar?
Esta no es una cuestión de moral, es una cuestión
de temperamento.
Lo que yo critico a los orientales no es el hecho
de tener un harén, sino que lo tengan custodiado
por eunucos.
Monsieur De la Palisse, dando una nueva
prueba de su buen sentido, afirmaría que si todo
el mundo fuese cornudo, dejarían de haber cornudos,
puesto que todos lo serían.
«¡Esto es caer en la animalidad!», exclamarán
los puritanos.
Pero yo me río de todo lo que los puritanos
puedan decir de mí.
Sin embargo, he aquí, para su ilustración, esta
magnífica frase de Senancour:
«Si el hombre teme que el placer le aproxime
a las bestias, que se separe de ellas en todo.
Aquella baronesa que tenía vergüenza de comer
porque también «la gentuza» comía, paréceme
más consecuente. Me choca únicamente que