Descargar en formato PDF (e-book) - Leonides Alonso
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consejos y ayudaban a tomar decisiones a los vacilantes retoños que<br />
ponían <strong>en</strong> peligro la honra o la prosperidad de la estirpe.<br />
Las montañas altas, de un verde insultante, salpicadas por <strong>en</strong>ormes<br />
peñascos cono estatuas de sal, miraban con sus infinitos ojos y<br />
am<strong>en</strong>azaban con fauces invisibles. En ese mom<strong>en</strong>to s<strong>en</strong>tí que todo lo<br />
que hasta <strong>en</strong>tonces había apr<strong>en</strong>dido no me serviría para nada, que<br />
mis años de estudio, que todo lo que había apr<strong>en</strong>dido <strong>en</strong> los libros, el<br />
tiempo <strong>en</strong> el seminario y mis concepciones teológicas acababan de<br />
derrumbarse sepultando todo mi mundo. La naturaleza se impuso<br />
ante mí con tal fuerza que s<strong>en</strong>tí un escalofrío y un nudo <strong>en</strong> la garganta<br />
me dejó mudo durante largo rato.<br />
¡Qué difer<strong>en</strong>te era de cómo me lo había imaginado todo!. ¡Que distinto<br />
a mi Salamanca, tan civilizada, donde las piedras las había tallado la<br />
mano del hombre! Esas figuras perfectam<strong>en</strong>te definidas, esas<br />
formas int<strong>en</strong>cionadas no golpeaban ninguno de mis s<strong>en</strong>tidos con<br />
tanta int<strong>en</strong>sidad como aquellas formas difusas que la naturaleza<br />
caprichosam<strong>en</strong>te había creado; tal vez para divertirse, tal vez para<br />
impresionar. El triunfo de Dionisos sobre Apolo se manifestaba <strong>en</strong> un<br />
s<strong>en</strong>timi<strong>en</strong>to de sublimidad.<br />
Me hubiera arrodillado ante tanta belleza <strong>en</strong> un arrebato de fervor<br />
sino fuera porque temeroso de of<strong>en</strong>der a Dios recobré la cordura.<br />
El agua era abundante se escapaba de las grietas de las rocas <strong>en</strong><br />
forma de c<strong>en</strong>telleantes y pequeñas cascadas que, a veces, nacían de<br />
cristalinos carámbanos que aún no habían t<strong>en</strong>ido tiempo de derretirse<br />
a pesar de que la primavera se dejaba notar con normalidad. Por<br />
doquier aparecían riachuelos limpios como el diamante y cantarines<br />
como pajarillos. El río trem<strong>en</strong>do, am<strong>en</strong>azante, se desbordaba de sus<br />
cauces, transportaba troncos y animales muertos y rugía como un<br />
tigre <strong>en</strong>furecido, dejando notar la fuerza del caudal de agua, fruto del<br />
deshielo y de la nieve de las montañas que, por fin <strong>en</strong>tonaba su canto<br />
de despedida.<br />
La tierra negra, húmeda, profunda, abierta, rasgada por la azada se<br />
dejaba manipular. Un anciano octog<strong>en</strong>ario inclinado sobre la azada<br />
daba golpes certeros sobre ella, se hundía <strong>en</strong> ella con rítmica armonía,<br />
l<strong>en</strong>tam<strong>en</strong>te, <strong>en</strong> perfecta comunión.<br />
Durante largo rato observé aquella imag<strong>en</strong> y no advertí el m<strong>en</strong>or<br />
cambio de ritmo, ni un solo fallo de sincronización. Primero el golpe y<br />
la azada se hundía, luego emergía, la tierra caía hacia atrás, el<br />
anciano daba un paso hacia adelante y vuelta a empezar, sin perder<br />
ni un instante el contacto con la tierra. Parecía que las manos secas<br />
del anciano no necesitaban hacer ninguna fuerza sobre la azada, ni la<br />
azada sobre la tierra, como si una cosa fuera prolongación de la otra,<br />
como si estuvieran unidos por algún lazo invisible.<br />
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