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Descargar en formato PDF (e-book) - Leonides Alonso

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Cuando el carro ya estaba cargado con los víveres, la ropa, los<br />

ut<strong>en</strong>silios de labranza, los animales pequeños y los niños; se abría la<br />

puerta del establo y, con la ayuda del perro, se desalojaban de él los<br />

rebaños de cabras y ovejas que atolondradas aún por haber sido<br />

interrumpido su sueño y su l<strong>en</strong>to rumiar, se resignaban a empr<strong>en</strong>der<br />

una larga caminata. Las más viejas ya sabían el camino y las que aún<br />

no t<strong>en</strong>ían un año de vida se dejaban guiar por sus madres, sus tías y<br />

sus abuelas.<br />

Pero los que lo pasaban peor eran los cerdos sed<strong>en</strong>tarios, paticortos y<br />

rechonchos por naturaleza. Los cerdos aguantaban poco el picor del<br />

sol <strong>en</strong> su piel banca. Acostumbrados solam<strong>en</strong>te al aire de la pocilga<br />

corrían el peligro de quemarse, por eso había que salir muy temprano<br />

para alcanzar, antes que los rayos de sol, el alto donde com<strong>en</strong>zaban a<br />

brotar las fu<strong>en</strong>tes y se hacían grandes charcos de lodo donde podía<br />

revolcarse e hidratar su delicada piel.<br />

Desde el alto empezaba a divisarse Campo del Agua, primero la<br />

iglesia situada <strong>en</strong> el cotarro más alto, y las montañas salpicadas de<br />

blancos pedruscos acechantes, las p<strong>en</strong>elas, como blancos titanes,<br />

temibles para el forastero, cómplices para el que cada año, repetía el<br />

mismo gesto.<br />

La brisa se convertía <strong>en</strong> caricia fresca al llegar allí arriba, una caricia<br />

familiar que despertaba a los niños e infundía <strong>en</strong> sus corazones una<br />

alegría incontrolada, desbordante, que profetizaba un tiempo de<br />

verano, feliz, <strong>en</strong> libertad. Atrás, quedaban las noches largas del<br />

invierno, el humo del hogar, el manto blanco de la nieve que se hacía<br />

aburrida de tanto contemplarla, y Aira da Pedra <strong>en</strong> ese valle estrecho,<br />

donde los peñascos oprimían el pecho de juntos que estaban. Sin<br />

embargo, Campo del Agua, se abría a las nubes, al vi<strong>en</strong>to, al cielo y<br />

coronaba el mundo, desde allí se divisaban muchos pueblos de la<br />

comarca, se podía ver hasta el humo de la chim<strong>en</strong>ea de la térmica de<br />

Cubillos.<br />

Las pallozas, cuyos tejados el vi<strong>en</strong>to había despeinado con sus caricias<br />

y <strong>en</strong> arrebatos apasionados había levantado la paja, despertaban con<br />

el bullicio, porque el sil<strong>en</strong>cio se transformaba <strong>en</strong> griterío, los aullidos<br />

de los lobos daban paso a los ladridos de los perros, los cantos de los<br />

pájaros al cacarear de las gallinas y los quejidos de los fantasmas a la<br />

risa de los niños.<br />

Las pallozas no eran mansiones confortables sino caserones de<br />

gruesas paredes de granito que aislaban del frío y del calor, <strong>en</strong> cuyo<br />

interior habitaban seres humanos y animales, escasam<strong>en</strong>te separados<br />

por tabiques de madera, donde se <strong>en</strong>c<strong>en</strong>día un fuego c<strong>en</strong>tral que<br />

servía para cal<strong>en</strong>tarse y para cocinar.<br />

El confort interior carecía de importancia <strong>en</strong> los meses de verano<br />

cuando la vida se hacía fuera de casa porque era necesario pastorear<br />

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