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EL ÚLTIMO ENIGMA JOAN MANUEL GISBERT

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MISTERIOSA CONVERSACIÓN DE MADRUGADA<br />

Cuando regresaba a la posada, Ismael tuvo una sensación de lo más extraña.<br />

La ciudad dormida y tenebrosa le pareció de pronto un gran cementerio con tumbas y<br />

sepulcros gigantescos. Cada uno de los edificios era un panteón siniestro.<br />

La oscura catedral, como si fuese la gran capilla de aquel cementerio imaginario, alzaba<br />

sus ventanales a la noche como ojos ya sin lágrimas.<br />

El muchacho apresuró sus pasos para sacudirse aquellas oscuras impresiones. No quería<br />

ideas de muerte, sino de vida. Lo único que le importaba era el viajero llegado aquella<br />

noche a La Encrucijada.<br />

Cuando ya alcanzaba a ver la posada, observó un movimiento sospechoso entre los<br />

arbustos del bosque cercano, como si alguien estuviese allí acechando.<br />

Para evitar un posible mal encuentro, apretó el paso. Le faltaba muy poco para llegar a La<br />

Encrucijada.<br />

Vio una luz moviéndose tras los cristales de la planta baja. Eso lo alivió. Significaba que<br />

uno de los mozos andaba aún por allí. Podría franquearle la puerta enseguida. No tendría<br />

que esperar un largo rato fuera con la espalda desguarnecida.<br />

Golpeó varias veces en las ventanas. El mozo acudió a abrirle.<br />

- ¿De dónde vienes tan tardísimo? -preguntó asombrado el hombre.<br />

- Mi tío el canónigo me mandó llamar. Quería hablar conmigo -mintió Ismael, empleando<br />

a Leiden como escudo.<br />

- Pues vaya, a qué horas tan raras -dijo el mozo sin creérselo del todo.<br />

- Gracias por abrirme. Buenas noches -cortó el muchacho para evitar nuevos comentarios.<br />

Mientras, la persona agazapada entre los arbustos, que casi había sido descubierta por<br />

Ismael, continuó su acercamiento a la posada.<br />

Pero no se dirigió a la puerta de entrada, sino que dio un rodeo y fue hacia la fachada<br />

trasera. Una vez allí, esperó junto a un cobertizo que estaba adosado al cuerpo principal<br />

del edificio.<br />

Al poco rato, alguien hizo señales con una vela desde una de las ventanas de la primera<br />

planta. Enseguida, la figura furtiva trepó al techo del cobertizo, se encaramó a una cornisa,<br />

anduvo unos pasos por ella con cuidado, llegó a la ventana de donde habían partido las<br />

señales, que se abrió, y se introdujo con sigilo. Momentos después, la ventana se cerró.<br />

Algo más tarde, Ismael subió a investigar cerca de la habitación que le había sido asignada<br />

al misterioso viajero. Sabía muy bien cuál era porque lo había averiguado antes de ir a<br />

hablar con el canónigo.<br />

Daba a una de las galerías. Ismael se aproximó cautelosamente. Por debajo de la puerta no<br />

se venía ningún resplandor. Todo aparecía en calma, pero, remoto, apagado, el rumor de<br />

una voz se propagaba por el aire. Y salía precisamente de aquella estancia.<br />

Se aproximó aún más procurando no hacer crujir el suelo de madera. La voz seguía<br />

oyéndose. Por lo demás, el silencio era absoluto en toda la posada.<br />

El muchacho, con el oído pegado a la puerta, reconoció a quien hablaba. Era el recién<br />

llegado, el viajero que tanto le interesaba. El timbre de su voz, aunque a bajo volumen,<br />

resultaba inconfundible. “¿Estará hablando solo, para sí? ¿En sueños o despierto? ¿O

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