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EL ÚLTIMO ENIGMA JOAN MANUEL GISBERT

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UN MUERTO MONTADO A CABALLO<br />

Ismael no disponía de cuarto propio en La Encrucijada. Sus catorce noches en el<br />

establecimiento las había pasado en un camastro metido en un estrecho desván que estaba<br />

entre la sala de los toneles y la despensa principal. La mezcla de aromas de vinos y<br />

comestibles flotaba siempre sobre su almohada como una nube sofocante.<br />

El posadero le había dicho que, si continuaba como mozo en la posada, acabaría por contar<br />

con una cama en el dormitorio de los criados. Pero el muchacho no tenía intención de<br />

quedarse para merecer tan raquítica ventaja.<br />

Aquella iba a ser su última noche en la casa; una noche en guardia.<br />

Hizo primero algo que consideraba indispensable: dejarle un mensaje a su tutor, el<br />

canónigo Sebastián Leiden. Toda inquietud inútil debía serle evitada.<br />

A la luz de un cabo de vela, en un reseco pergamino, escribió su comunicado:<br />

Las cosas, señor tío, van más deprisa de lo que esperábamos. Por una palabras que he cogido al vuelo<br />

sé ahora ya sin duda que el hombre del que os hablé es uno de ellos.<br />

Se propone llegar a Brujas cuanto antes. Para ganar tiempo, partirá de la posada antes del<br />

amanecer, y también, según yo creo, porque quiere guardar su anonimato y dejar la menor huella<br />

posible de su paso.<br />

Pues bien, sin que él lo sepa, no se irá solo de La Encrucijada. Lo seguiré a cierta distancia. Y, si la<br />

suerte me acompaña, encontraré un momento propicio para hablarle. Si me escucha, comprenderá<br />

que mi interés es verdadero. ¡Ojalá decida aceptarme!<br />

No podré contar con vuestra ayuda, y bien que lo siento. Vos mejor que nadie habríais podido<br />

convencerlo. Pero las cosas suceden de otro modo y ya no tiene arreglo. Espero ser capaz de<br />

conseguir por mí mismo lo que tanto deseo, o de intentarlo por lo menos.<br />

No os inquietéis por mí: sabré guardarme.<br />

Tan pronto como pueda os enviaré un mensaje.<br />

Ismael.<br />

Dejó el escrito sobre su jergón, en lugar muy visible. Por la mañana, cuando el canónigo<br />

llegase, lo encontrarían enseguida.<br />

Después, con mucho sigilo, se fue a las cuadras. Allí ardía una tea solitaria. Buscó el<br />

caballo del Maestro (ya lo llamaba definitivamente así en su fuero interno). Recordaba la<br />

descripción del animal que había hecho a su llegada: “pardo, con una mancha negra,<br />

alrededor del ojo izquierdo”.<br />

No le costó nada hallarlo. Tenía buena estampa. Pensó que el Maestro preferiría continuar<br />

con aquel animal antes que cambiarlo. Era difícil decirlo, pero no parecía muy cansado.<br />

Debía elegir uno para sí mismo y ensillarlo. Se decidió por uno de los que pertenecían a la<br />

posada, siempre listos para ventas y cambios. Era negro de arriba a abajo. Ismael no<br />

entendía gran cosa de caballos, pero aquel corcel le pareció fuerte y adecuado.<br />

Lo preparó para el viaje y luego lo llevó al extremo más escondido del establo. No quería<br />

que el Maestro se diera cuenta de que había allí un caballo listo para emprender la marcha<br />

en cualquier momento.

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