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Mis recuerdos de vigilia y procesión<br />
Por Diego Ceano González<br />
Tradicionalmente, la Semana Santa, ha hecho que adoptemos una nueva manera de comer, sobretodo<br />
en esos días que llamamos de vigilia.<br />
Cuando hablamos de la grandeza de nuestra Semana de Pasión, no podemos por menos que reconocer,<br />
que al margen de esa dignidad que les imprime las manifestaciones barrocas a los tronos o a otras<br />
expresiones del arte religioso, existen otros elementos que son también muy característicos y con una<br />
trascendencia muy importante dentro de las múltiples muestras cristianas que se viven en estas fechas.<br />
Una de estas costumbres tradicionales, no es otra que la práctica de mantener, como manda la Santa<br />
Madre Iglesia, en estos viernes de Cuaresma, la obligada vigilia. Es decir en estos viernes de Cuaresma,<br />
se nos impone a los creyentes, el no comer carne, cosa que cada vez tiene menos arraigo, o se sigue con<br />
un cierto relajo que mucho nos hace pensar e intuir cómo van cambiando los tiempos.<br />
Pero esto que comenzaba, hace tanto<br />
tiempo, que nuestra memoria no alcanza a recordarlo<br />
y lo hacía como una penitencia, ahora<br />
se ha convertido, para los que seguimos estos<br />
preceptos, en un cambio festivo en nuestras<br />
dietas y si en esos días nos privamos de comer<br />
carne, ni falta que nos hace, lo solemos suplir<br />
con otras viandas igualmente apetitosas y ricas<br />
de nuestro voluminoso recetario gastronómico<br />
<strong>malagueño</strong>.<br />
Los potajes, pasan a ser igualmente ricos,<br />
aunque suprimamos la morcilla, el chorizo<br />
o cualquier tipo de carne, porque ahora es el<br />
tiempo de las ricas acelgas, espinacas o el exquisito<br />
bacalao. Las chuletas las cambiamos por<br />
algo tan nuestro como es el pescado y por si<br />
todo esto fuera poco, en estos días, comemos<br />
con profusión dulces de todas las clases, entre<br />
los que caben destacar las ricas torrijas. <strong>El</strong>ementos<br />
que se convierten en esos días protagonistas<br />
absolutos de nuestras mesas.<br />
¿Quién no se ha estado tomando un caldito<br />
de pintarroja, al tiempo que escuchaba de<br />
lejos los pausados sones de los tambores de Cristo de la Sangre – Fotografía de Gonzalo Martínez<br />
cualquier procesión?<br />
De chico, las balconadas de la casa de mis padres en la calle Dos Aceras, se abrían de par en par,<br />
para ver pasar a las distintas procesiones que por allí solían discurrir, veíamos con emoción contenida a:<br />
mi Santísimo Cristo de la Sangre y a su Santa Madre, la Virgen de Consolación y Lágrimas, o el de la<br />
Pollinica, o la Servita, etc. Todos competíamos por hacernos un hueco, en las estrecheces de los balcones<br />
que se veían abarrotados entre familiares y amigos, los que para ver los desfiles que por allí discurrían se<br />
concentraban en los salones de mi casa.<br />
Mi madre como buena anfitriona, disponía en el salón, donde estaban las balconadas, una opulenta<br />
mesa con la que agasajar a amigos y familiares. Aquella gran mesa lucía un pulcro mantel blanco con<br />
letras primorosamente bordadas, las letras M y L, unas letras que según le diera “la picá” a mi añorada<br />
madre, significaban Manuel y Luisa (los nombres de mis padres) o, si en el momento que se le preguntaba,<br />
había tenido algún enfadillo con mi padre, ella decía que esas letras eran las de su nombre: María Luisa<br />
y todos nos reíamos.<br />
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