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La Sucesión Presidencial - secom sa de cv

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erudito, no era escritor, pero sí un hombre, qué hombre tan alto y<br />

tan hondo, <strong>de</strong> los hombres que <strong>sa</strong>ben más y escriben mejor que los<br />

eruditos y los escritores; llegan arriba y a<strong>de</strong>ntro, al cielo y al corazón,<br />

él llegó a los <strong>de</strong>l pueblo. <strong>La</strong> jauría lo mordió, y él no tuvo más que<br />

compasión por la jauría: a mil codos <strong>de</strong> ella, no la temía sino la<br />

amaba, triste parte, pero parte, al fin, <strong>de</strong> la humanidad que era su<br />

arcilla.<br />

Alzó todo el país como sin esfuerzo, porque su fuerza era mágica.<br />

Con el <strong>de</strong>do meñique alzó un mundo, y le enseñó el camino. No<br />

perdió la sonri<strong>sa</strong> ni en la cárcel, ni en el sin<strong>sa</strong>bor <strong>de</strong> la política, ni en<br />

la <strong>sa</strong>ngre <strong>de</strong>l combate, ni ante la traición artera, ni aun en el mismo<br />

instante <strong>de</strong>l a<strong>sa</strong>lto por la espalda, ni cuando rindió el espíritu sobre<br />

el polvo mexicano que tanto amaba. El <strong>sa</strong>bio <strong>de</strong> la guerra lo quiso<br />

tanto como el rayo <strong>de</strong> ella. Juntaba a su <strong>de</strong>rredor a los hombres como<br />

sin darse cuenta, y los mandaba en voz baja que no parecía mando, el<br />

mando único y verda<strong>de</strong>ro, el mando que no siente, no imperativo,<br />

el aura y la seducción <strong>de</strong>l justo. Para bien <strong>de</strong>l pueblo voló a buscar,<br />

en medio <strong>de</strong> la tormenta, al hermano que se había hecho adver<strong>sa</strong>rio,<br />

porque <strong>sa</strong>bía que el pobre, aun en su ansia apresurada <strong>de</strong> justicia, tenía<br />

verda<strong>de</strong>s ocultas más vale<strong>de</strong>ras que las suyas, que había sido rico;<br />

y lo trajo otra vez a su regazo, le dio el <strong>sa</strong>nto y seña, ya no para que lo<br />

siguiera en la vida, sino tras <strong>de</strong> su muerte y hasta en la muerte.<br />

En ésta, en su hora, sus enemigos lloraron. Al hombre fuerte, al<br />

Dictador allá en su <strong>de</strong>stierro <strong>de</strong> París —cuenta quien allí lo oyó—,<br />

“sólo un suceso le merecía juicios en voz alta”, el crimen que abatió<br />

a su David. Su asesinato no sólo llenó <strong>de</strong> luto los corazones, sino los<br />

iluminó y los lanzó a caballo, <strong>de</strong>l Norte al Sur y <strong>de</strong>l Sur al Norte,<br />

en la batalla por cuanto él había creído y querido para México. Su<br />

entierro lo siguieron no sólo los Ángeles, sino los Villas <strong>sa</strong>lvados y<br />

sublimados por su luz, todos los hombres, todos, en los que él nunca<br />

<strong>de</strong>jó <strong>de</strong> ver y <strong>de</strong> sembrar y multiplicar lo angélico. <strong>La</strong> procesión no<br />

termina, y es el México <strong>de</strong> hoy, y no terminará hasta su más alto<br />

<strong>de</strong>stino.<br />

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