La Sucesión Presidencial - secom sa de cv

ecibir al caudillo victorioso. Desde la estación de Colonia hasta el
Palacio Nacional era una masa compacta. Aquella multitud rugiente,
como las olas del mar, levantaba un murmullo sordo e interminable.
Las aceras, los balcones, las azoteas, los árboles, las estatuas, estaban
pletóricos de gentes que anhelaban contemplar y aplaudir a Madero.
Es indescriptible la manifestación estruendosa, con que esta ciudad
recibió al caudillo de la Revolución de 1910. Ni la entrada del Ejército
Trigarante, ni el recibimiento que se le tributó a don Benito Juárez
después de haber vencido a la Intervención y al Imperio, pueden
compararse con el férvido homenaje tributado al hombre que se le
enfrentó al coloso. Los gritos de vivas a Madero se escuchaban por
todas partes y sin cesar un momento. Yo creo que es el grito que más
profundamente ha penetrado el alma del pueblo.
A las dos de la tarde hizo su entrada triunfal el señor Madero.
Iba acompañado de su esposa, en un coche descubierto. Los aplausos
y los vítores encendían el entusiasmo y el frenesí de las multitudes.
Permanecía de pie en el coche, con su cabeza descubierta y saludando
cariñosamente a aquella multitud frenética, que no cesaba de
aplaudirlo y de vitorearlo hasta el delirio.
Es muy difícil sacudir y conmover el alma del pueblo, como Madero.
Se necesita tener un don especial que no podríamos definir. La
sencillez y la dulzura de un niño, la bondad de su mirada, la sonrisa
afable de sus labios, todo contribuía a despertar ese fervor popular.
El señor Madero llegó hasta el salón de Embajadores del Palacio Nacional
para saludar al presidente interino, licenciado Francisco León
de la Barra. La plaza mayor era un océano de gente. Las torres de la
Catedral, los edificios adyacentes parecían unas formidables fortalezas
erizadas de cabezas humanas. Un espectáculo único, sorprendente.
Un sordo rumor se elevaba hasta el cielo, como si surgiera de las olas
enfurecidas del mar. Los repiques sonoros de las campanas de las iglesias,
los silbatos de las fábricas y de las locomotoras, eran opacados
por el clamor frenético de aquella muchedumbre rugiente, que se
desbordaba por todas partes como la corriente impetuosa de un río.
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