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padre, por un lado. Por otro, una vez que comenzaba, mi<br />
conciencia desaparecía y me convertía en un animal incapaz de<br />
detenerse. Volvía en mí hasta que lo veía tendido en el suelo. Las<br />
culpas me destrozaban después; pero Cristian, lejos de odiarme,<br />
me admiraba. Así era él: en su mente, el temor se tornaba en<br />
respeto. La violencia le excitaba y solía asumir voluntariamente<br />
tareas de las que muchos escapaban, con la esperanza de que<br />
el príncipe lo notara. Esa tarde de invierno, logró su cometido,<br />
al fin.<br />
El caballo de manchas negras disminuyó su velocidad y su<br />
amo se dedicó a pasear por entre las estacas. Yo nunca lo había visto<br />
tan de cerca: ahora podía distinguir su rostro, su afilada nariz, sus<br />
grandes ojos, la textura brillante de su cabello. De cuando en cuando<br />
se detenía frente a uno de los infieles agonizantes y observaba con<br />
atención, con curiosidad, se podría decir. Parecía estar buscando<br />
la respuesta a alguna pregunta; intentaba comprender la naturaleza<br />
de la muerte. Como si se tratara de un espectáculo, de algo que no<br />
tenía que ver con él ni con sus órdenes explícitas.<br />
Los soldados estaban levantando sus armas del suelo con<br />
gran esfuerzo. La jornada había sido agotadora, todos ansiábamos<br />
lavarnos en el río helado y descansar. Yo necesitaba volver a ver el<br />
color de mi piel bajo toda esa sangre, dormir y tal vez soñar con<br />
la casa de mi padre, con los ojos de alguna muchacha del pueblo,<br />
con cualquier cosa. Pero nadie podía retirarse hasta que el príncipe<br />
lo indicara. Los gritos de dolor disminuyeron en intensidad poco<br />
a poco, se volvieron gemidos, plegarias que se quedaron en los<br />
labios, impronunciadas. En un día o dos todos morirían. Los<br />
pájaros vendrían a robarles trozos de carne seca con sus picos<br />
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