QUIZÁ NOS LLEVE EL VIENTO AL INFINITO.El personaje narrador es un espía que tiene la capacidad de transformarse encualquier persona. Deja a las personas sin voluntad, ni conciencia, mientras seadueña de sus cuerpos y sus recuerdos. Se considera un ser extraordinario.El amor por Irina lo transforma, le da una razón para vivir. Sin embargo,cuando ella muere en sus brazos, descubre que la agente de la KGB de la que sehabía enamorado es un robot. Irina no es un hombre, es una máquina creada yprogramada por alguien.Viaja a Rusia para buscar al creador de Irina, para comprender por qué ella seenamoró de él, por qué era capaz de escribir poemas, de sentir, de actuar comouna persona.La entrevista con el creador de Irina lo desilusiona. No encuentra las respuestasque buscaba. Una duda lo atormenta: si Irina era la mujer más extraordinaria quehabía conocido, y era un robot, ¿no será también él, un robot?48Mi apariencia es tranquila, e incluso simpática: la gente de aquí me estima y permiteque viva a mi aire. Sin embargo, desde que me marché de Rusia, desde que recobré aIrina y admití que no puedo desprenderme de su recuerdo, me oprime con insistenciala vieja idea de que también soy un robot, no sé cuál de ellos, no sé por quiéninventado, ni para qué. Mis facultades, carentes de explicación cuando se es hombre,no dejan de ser imaginables en un mecanismo inconcebible aún, pero posible. Mecuesta trabajo, incluso me entristece, pero tengo que aceptar que el que me hizo melanzó al mundo como experiencia, como burla o como juego. ¿Qué más da? No sele ocurrió pensar que me apeteciera ser feliz, como un hombre cualquiera. Me dio,en cambio, esta conciencia incansable en sus juicios, día y noche, que me coge, meenvuelve, me analiza y me pregunta: “¿Quién eres?” Si Irina me acompañase y ledijese: “¿Quién soy?”, ella respondería: “¡Qué pregunta tan boba! Pues, tú, ¿quiénvas a ser?” Aquí no tengo a nadie que, como Irina, me diga “tú”, de modo que estoya punto de dejar de ser yo. Mientras escribo, encima de mi mesa está con su brillomate el puñalito. Es casi un acto ritual que lo coja con la mano derecha, juegue aarrojarlo al aire, y, en un momento dado, me encuentre decidido a clavármelo y salirde la duda. Sé que lo haré una tarde. Pero, ¿y después?
A la vista de mi terraza, muy cerca, rompe la mar en una rocas cuya cima más alta nohe visto nunca barrida por las aguas, aunque sí por el viento, o levemente tocada porla brisa. Suelo sentarme allí para contemplar el horizonte, donde hay grises de platay púrpuras intensos. Lo que pienso es que, ese día, en esa cima de la roca, derramarélas cenizas de Irina y me trasmudaré en vilano, porque no hay nada más sutil en quepueda cambiarme. Lo haré un atardecer, cuando el aire se mueva. Si escojo bien elinstante, quizá nos lleve el viento al infinito.Salamanca, veintinueve de diciembre, 1983.GONZALO TORRENTE BALLESTER, Quizá nos lleve el vientoal infinito, Ed. Plaza y Janés, Barcelona, 1984, págs. 267-268.49