LA MANO DEL EMIGRANTEDos emigrantes gallegos que trabajan como camilleros en un hospital en Londres,vuelven a casa de vacaciones. Uno muere, y su compañero recibe tras el accidentesu mano tatuada con los paíños. Esta ave marina, la más pequeña de Europa, vivetodo el año en mar abierto, excepto en la época de la cría. En esta narración essímbolo de libertad y vida.60Londres dormía en un silencio aldeano, de farolas escasas. Después de tantos años,era la primera vez que nos coincidía ir juntos, pero ni siquiera eso comentábamos enla espera somnolienta y destemplada, en el portal de la torre Trellik. Con el tiempo,la emoción del retorno es un recuerdo. Al principio la maleta no pesa, por más quevaya llena. Pero luego, aunque el equipaje sea ligero, pesa lo que el hombre que lalleva. Castro era fuerte y, cuando llegó al taxi, cogió la suya y la mía para cargar enel maletero.El conductor resultó ser un joven de Cachemira. Nos trató de una forma muy cordial,como si viniese a recoger a unos parientes. Escuchaba en el radiocasete música de supaís, la voz de una mujer, un ir y venir melancólico que parecía conectado, en unaobsesiva danza, al movimiento del limpiaparabrisas. De vez en cuando, hablábamospor hablar. Castro, por ejemplo, le preguntó si en Cachemira había tomates. Y élsonrió y dijo que claro, que era un lugar con valles muy fértiles. Al poco tiempo miróde reojo a Castro, que iba en el asiento de delante. Su tono era serio: Disculpe, señor,¿por qué me preguntaba si había tomates? Sin esperar la respuesta, como quien hablapor una herida: ¿Piensa usted que somos un país muy pobre, de gente hambrienta?Pese a aquella extraña reacción Castro respondió con aplomo. La mano de los paíñoslimpió el vaho del cristal por su lado.En absoluto, dijo Castro. Se lo pregunté porque me gustan mucho los tomates.Donde se dan tomates se da de todo.El joven esbozó de nuevo una sonrisa.Así que la culpa debió de ser mía porque fui yo quien le preguntó, por preguntar, silas cosas le iban bien, si era feliz en Londres. Estábamos ya en el tramo de la autovíaque lleva a Heathrow. El joven no respondió. Sacudía la cabeza, para espantar elsueño o sabe Dios qué avería. Soltó la mano derecha del volante, abrió la guantera yllevó algo a la boca. Esculcaba en el pasadizo de la noche, con los faros de los otros
coches llameando en el agua. Como si le entrase una prisa súbita, sus facciones setensaron y comenzó a acelerar. Primero de una manera suave que parecía ir a la parde la música.Pero luego, a fondo, hasta que la aguja de la velocidad se puso a vibrar. Yo rumiabalo que había de error en mi pregunta, qué hilo de nervios llevaba de la cuestión bobade la felicidad a aquella aguja enloquecida. Castró le posó la mano de los paíños enel hombro. Tranquilo, hombre, tranquilo. Estamos en tiempo.Y aquella mano fue lo último que vi antes de que el auto patinase contra el pretilqueriéndose arrojar fuera de la carretera y del cantar de la mujer melancólicaMANUEL RIVAS, La mano del emigrante,Ed. Santillana, Madrid 2002, págs. 32-33.61Nota: Paíños: Pájaros que lleva tatuados en la mano.