<strong>Eduardo</strong> <strong>Galeano</strong><strong>Bocas</strong> del tiempoparedes, han invadido el patio y han tapiado las ventanas, por donde ya no entra ni un poquito deluz. El tupido ramaje sólo ha dejado una puerta abierta, para nadie, mientras día tras día se siguecumpliendo la lenta ceremonia de la devoración, un trabajo de siglos, ante la indiferencia o eldesprecio de los vecinos.El cuxínAllí había nacido, allí había dado sus pasos primeros. Cuando Rigoberta pudo regresar aGuatemala, años después, su comunidad ya no estaba. Los soldados no habían dejado nada vivoen la comunidad que se había llamado Laj–Chimel, la Chimel chiquita, la que se guarda en elhueco de la mano: mataron a los comuneros y al maíz y a las gallinas; y los pocos indios fugitivostuvieron que estrangular a sus perros, para que no los delataran los ladridos en la espesura.Rigoberta Menchú deambuló por su tierra alta a través de la niebla, montaña arriba,montaña abajo, en busca de los arroyos de su infancia, pero ninguno había. Estaban secas lasaguas donde ella se había bañado, o quizá se habían marchado lejos de allí.Y de los árboles más añosos, que ella creía alzados para siempre, sólo quedaban restospodridos. Esas ramas poderosas habían servido para atar las horcas, y esos troncos habían sidoparedones de fusilamiento; y después los árboles se habían dejado morir.Y siguió Rigoberta caminando en la niebla, niebla adentro, gota sin agua, hojita sin rama:buscó a su amigo el cuxín, lo buscó donde él vivía, y no encontró más que sus raíces secas alaire. Eso era todo lo que quedaba del árbol que en sus años del exilio la visitaba en sueños,siempre frondoso de flores blancas de corazón amarillo.El cuxín había envejecido en un ratito, y se había arrancado a sí mismo con raíz y todo.Árbol que recuerdaSiete mujeres se sentaron en círculo.Desde muy lejos, desde su pueblo de Momostenango, Humberto Ak´abal les había traídounas hojas secas, recogidas al pie de un cedro.Cada una de las mujeres quebró una hoja, suavemente, contra el oído. Y así se abrió lamemoria del árbol:Una sintió el viento soplándole la oreja. Otra, la fronda que suavecito se hamacaba. Otra, unbatir de alas de pájaros.Otra dijo que en su oreja Ilovia.Otra escuchó algún bichito que corría.Otra, un eco de voces.Y otra, un lento rumor de pasos.39
<strong>Eduardo</strong> <strong>Galeano</strong><strong>Bocas</strong> del tiempoFlor que recuerdaParece orquídea, pero no. Huele a gardenia, pero tampoco. Sus grandes pétalos, alasblancas, tiemblan queriendo volar, irse del tallo; y ha de ser por eso que en Cuba la llamanmariposa.Alessandra Riccio plantó, en tierra de Nápoles, un bulbo de mariposa, traído desde LaHabana. En tierra extraña, la mariposa dio hojas, pero no floreció. Y pasaron los meses y losaños, y seguía sin dar nada más que hojas cuando unos cubanos amigos de Alessandra llegarona Nápoles y se quedaron en su casa durante una semana.Entonces, en los alrededores de la planta, sonaron Sr resonaron las voces de su tierra, elantillano modo de aecir cantando: la planta escuchó esa música de las palabras durante siete díasy siete noches, porque los cubanos hablan despiertos y dormidos también.Cuando Alessandra dijo adiós a sus amigos, y regresó del aeropuerto, encontró en su casauna flor blanca recién nacida.El jacarandáEn las noches, Norberto Paso acarreaba bolsas en el puerto de Buenos Aires.En los días, lejos del puerto, levantaba esta casa. Blanca le subía los ladrillos y los baldesde mezcla, y las paredes iban creciendo en torno al patio de tierra.Esta casa estaba a medio hacer cuando Blanca trajo un jacarandá del mercado. Era unárbol chiquito, ella había pagado un platal, Norberto se agarró la cabeza:–Estás loca –dijo. Y la ayudó a plantarlo. Cuando terminaron esta casa, Blanca murió.Ahora han pasado los años, y Norberto sale poco. Una vez por semana, viaja unas horashasta el centro de la ciudad, y se junta con otros viejos que protestan porque la jubilación es unamierda que no alcanza ni para pagar la soga donde colgarse.Cuando Norberto regresa, tarde en la noche, el jacarandá lo está esperando.El plátanoSu maestro había muerto, de muerte infame, en una cruz de Jerusalén. Veinte siglosdespués, a Carlos Mugica una ráfaga de balas le partió el pecho en una calle de Buenos Aires.Orlando Yorio, su hermano en la fe, quiso lavar la sangre de Carlos. Trajo un balde de aguay una escoba; pero los policías no lo dejaron. Y Orlando se quedó parado ante la casa, escoba enmano, los ojos clavados en ese charco grande como sangre de muchos.Y de pronto se descargó la lluvia, sin aviso, a toda furia, y se llevó la sangre hasta el pie deun plátano. El plátano la bebió hasta la última gota.Diálogo verdeParecen inmóviles, pero respiran y andan, buscando luz.Y hablan. Poco se sabe; pero está probado, al menos, que cuando un árbol sufre golpes olastimaduras, se defiende transpirando veneno y lanza una señal de alerta a los árboles cercanos.40