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Eduardo Galeano - Bocas Del Tiempo

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<strong>Eduardo</strong> <strong>Galeano</strong><strong>Bocas</strong> del tiempo–Bueno. Ya es hora.A Héctor le daba pena el buen hombre, y él mismo se daba pena.Decidió que las cosas no podían seguir así.Desde entonces, a media mañana, mientras el tren lo llevaba desde Cercedilla hastaMadrid, Héctor iba inventando buenas historias para contar. Y apenas se echaba en el diván, semontaba en el arcoiris y disparaba sus cuentos de montañas embrujadas, ánimas que silbaban enla noche, luces malas que hacían casa en la niebla y sirenas que templaban guitarras a la orilladel río Yala.El naufragioAlbert Londres había viajado mucho y había escrito mucho. Había escrito sobre loshervideros de furia de los Balcanes y de Argelia, las trincheras de la primera guerra mundial, lasbarricadas de Rusia y de China, la trata de negros en Dakar y la trata de blancas en Buenos Aires,las penurias de los pescadores de perlas en Adén y el infierno de los presos en Cayena.Una noche serena, cuando caminaba por las calles de Shangai, algo como un rayo lo golpeócon la violenta luz de la revelación.Algún dios, supongo, le hizo ese favor, por gentileza o crueldad.Desde entonces, no pudo comer ni dormir.Todas las horas de su vigilia y de su sueño fueron consagradas a crear un libro que iba aser el primero, aunque ya llevaba veinte libros publicados. Empezó a trabajar encerrado en suhabitación de un hotel del puerto y continuó su tarea, fiebre sin pausa, metido en su camarote deun buque llamado Georges Philippar.Al llegar a las aguas del mar Rojo, el buque se incendió. Albert no tuvo más remedio quesalir a cubierta y a los empujones fue arrojado a un bote salvavidas. Ya el bote se estaba alejandodel naufragio, cuando Albert se golpeó la frente, gritó imi libro! y se echó al agua. Nadando, llegó.Trepó como pudo al buque en llamas y se metió en el fuego, donde su libro ardía.Y nunca más se supo de ninguno de los dos.Elogio de la prensaAlberto Villagra era un glotón del diario. A la hora del desayuno, las noticias, recién salidasdel horno, le crujían en las manos.Una mañana, juró:–Alguna vez voy a leer e! diario arriba de un elefante.Rosita, su mujer, lo ayudó a cumplir. Juntaron dinero, hasta que pudieron viajar a la India yAlberto se sacó las ganas. No consiguió desayunar a lomo de elefante, pero pudo hojear un diariode Bombay sin caerse de allá arriba.Helena, la hija, también es diariómana. El primer café no tiene aroma, sabor ni sentido, si nollega acompañado por el diario. Y si el diario no está, de inmediato aparecen los primerossíntomas, temblores, mareos, tartamudeos, del síndrome de abstinencia.El testamento de Helena pide que no le lleven flores a la tumba:–Llévenme el diario –pide.50

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