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enero 2016<br />
<strong>nº</strong> 2 (invierno)<br />
Destacamos en este<br />
número:<br />
Viajeros ilustrados en<br />
*<br />
el Burgos del s. XVIII<br />
Carpeta artística de<br />
*<br />
Fernando Renes<br />
Cómic de Eloy Luna<br />
*
El valor de cambio aparece en principio como una relación de cantidad, en la que<br />
los valores de uso se intercambian los unos con los otros. En esta relación, representan<br />
una misma cantidad de uso. Así, un volumen de Propercio y 8 onzas de tabaco pueden<br />
tener el mismo valor de cambio, a pesar de la diferencia de valores de uso del tabaco y<br />
de la elegía. Como valor de cambio, un valor de uso vale como otro si son cambiados en<br />
proporciones exactas. El valor de cambio de un palacio puede expresarse en un cierto<br />
número de cajas de betún. Los fabricantes de betún londinenses han expresado el valor<br />
de cambio de sus múltiples cajas de betún en sus palacios. Así, pese a su carácter<br />
particular, y sin atender a la naturaleza específica de la necesidad a la cual sirven de valor<br />
de cambio, las mercancías, consideradas en ciertas cantidades, son iguales unas a otras,<br />
se reemplazan mutuamente en el intercambio, aparecen como equivalentes y presentan,<br />
pues, no obstante su aspecto abigarrado, una común unidad.<br />
K. Marx<br />
¡Más madera!<br />
G. Marx<br />
Agradecemos a Myriam de Miguel que nos haya proporcionado las imágenes de sus pinturas,<br />
merced a lo cual hemos podido iluminar el presente número.<br />
Catálogo de exposiciones y concursos en los que ha participado la pintora:<br />
http://www.laventanadelarte.es/exposiciones/sala-de-exposiciones-del-arco-de-santamaria/burgos/myriam-de-miguel<br />
Cul ura es un empeño de: Fernando Ortega, Fernando Arnaiz, José Mª Izarra, Alfonso Hernando, Jesús<br />
Borro, Jesús Pérez, Luis Carlos Blanco y Félix J. Alonso, entre otros.<br />
©de los textos (faltas de ortografía incluidas), ilustraciones y fotos, los respectivos autores.<br />
©del logo, grafismo y maquetación: el maquetista.<br />
Contacto: culdbura@gmail.com
Sumario<br />
Viajeros ilustrados en el Burgos del siglo XVIII, Leonardo Romero Tobar ................. Pág. 5<br />
Diario de un hombre de barro, Carlos de la Sierra ..................................................... 11<br />
Nuestra ciudad / Hombrelobo, Montserrat Díaz Miguel ............................................... 13<br />
Historia increíble, pero…, Luis Carlos Blanco Izquierdo ............................................... 17<br />
El forastero que vino a casarse, Félix J. Alonso Camarero .......................................... 21<br />
Isósceles, Jorge Saiz Mingo ................................................................................... 25<br />
Viernes Santo, Sonia Martínez ............................................................................... 31<br />
Historia de la fama imperecedera, Alfonso Hernando ................................................. 37<br />
¡Bulevar es robar!, Lino Varela Cervino ................................................................... 41<br />
Carpeta de Fernando Renes, Esther Rojo Hernández ................................................. 45<br />
Me han llamado a existir durante un rato, Antolín Iglesias Páramo .............................. 51<br />
Página3<br />
Seré tu sombra, Luis C. Montenegro ....................................................................... 53<br />
Horizonte, Carmen Martínez Alonso ........................................................................ 55<br />
Cuando se oculte el sol recogeré, Merche Rodrigo ..................................................... 57<br />
Meditación, Soledad Medina .................................................................................. 59<br />
El Relojerico, Rocío de Juan Romero ....................................................................... 61<br />
Cetmen C, Jesús Borro Fernández .......................................................................... 63<br />
¡Que yo no me llamo Claustro!, José María Izarra ..................................................... 67<br />
El regalo, Pedro Olaya .......................................................................................... 69<br />
Teófilo, amigo de la infancia, Eloy Luna ................................................................... 71
Página4
VIAJEROS ILUSTRADOS EN EL BURGOS<br />
DEL SIGLO XVIII<br />
La ciudad que, desde los orígenes de la imprenta, había sido uno de los focos de<br />
producción impresa importante, tanto en cantidad como en calidad, experimentó un<br />
retroceso llamativo en el siglo XVIII por la reducida actividad de muy pocos talleres<br />
tipográficos que imprimieron un centenar de obras en el curso de la centuria. Los<br />
escritores burgaleses notorios de este tiempo ejercieron su actividad fuera de la ciudad;<br />
por ejemplo, el P. Enrique Flórez elaborando su España Sagrada en distintos lugares de<br />
la Península y Gaspar Zavala y Zamora escribiendo para el teatro de la Corte.<br />
Precisamente la vida teatral sufrió también una penosa detención al procederse en 1755<br />
a la demolición del teatro público. De forma que lo que en el siglo XVIII estaba siendo el<br />
tiempo de las iniciativas ilustradas sobre progreso y la actividad cultural, la de Burgos<br />
había descendido llamativamente en relación a lo que había sido durante los siglos<br />
anteriores y sólo se mantenía en pie el conjunto de monumentos religiosos y civiles que la<br />
decadencia local no había demolido.<br />
Página5<br />
Las valoraciones estéticas de estos monumentos fueron los efectos más<br />
percutientes en las consideraciones que distintos viajeros ilustrados registraron en sus<br />
impresiones, además de, claro está, las páginas que redactaron los viajeros interesados<br />
en la descripción técnica de edificios, documentos históricos o reconstrucciones del pasado<br />
histórico. En contraposición con esta tendencia de atonía cultural, el siglo XIX volvería a<br />
vivir el auge de las imprentas y la creatividad literaria como han mostrado Luisa Cuesta,<br />
Justo García Morales, Martínez Añíbarro y Ortega Barriuso en sus respectivos trabajos<br />
sintéticos de la historia editorial y literaria de Burgos.<br />
Enrique Flórez resumió abundante información sobre iglesias, monumentos y<br />
documentación de valor histórico en su obra monumental y Antonio Ponz en su Viaje de<br />
España dedicó casi todas las cartas de un tomo de su obra a la descripción de muchos de<br />
estos lugares, sin olvidar el lamento por el aire de decadencia que observa en el mal<br />
estado en el que se conservaban cuando él los visitó:<br />
El castillo no pudo dejar de ser de los más inaccesibles y<br />
fuertes, y habiéndose conservado casi hasta nuestros días daba<br />
a la ciudad una cierta majestad de que ya está privada; gran
desgracia que se experimenta en todas nuestras provincias,<br />
cuyas eminencias se veían hermoseadas a cada paso de estos<br />
suntuosos edificios, que no podían menos de dar al reino<br />
notable majestad y mucho placer a los que transitaban por él.<br />
Todo esto se abandonó, se destruyó y se acabó, y si algo queda<br />
se acabará presto sin ninguna esperanza de reedificación para<br />
en adelante 1 .<br />
Isidro Bosarte compendiaba sus noticias en el tomo 1º (1804) de su Viaje<br />
artístico a varios pueblos de España 2 en una reiteración de las penosas impresiones<br />
que habían registrado los viajeros que le habían precedido. Pero el tono cambiará con el<br />
cambio de perspectiva estética que introdujo la sensibilidad emocional hacia los paisajes y<br />
lugares “sublimes” que se extendería a finales del siglo XVIII y que, para la ciudad<br />
burgalesa y sus proximidades geográficas, aplicarían los románticos del siglo XIX.<br />
Habrían de ser los viajeros del siglo XIX los que innovarían en la descripción de los<br />
espacios, bien en el dibujo de lugares impresionantes —como Richard Ford ayudado por<br />
Mariano José de Larra en su visión del desfiladero de Pancorbo 3 —, bien en la emoción del<br />
pasado histórico revivido en los viejos monumentos —Théophile Gautier, Richard Clifford<br />
y otros— que proyectarían un romanticismo intenso al contemplar las tierras de la<br />
provincia o los relieves arquitectónicos de la capital.<br />
Pero volviendo al siglo XVIII, podemos recordar cómo en obras de ficción la ciudad<br />
es presentada simplemente como un nudo más de las aventuras picarescas de Gil Blas<br />
de Santillana cuando, después de salir de la cárcel, fue recibido en Burgos por doña<br />
Mencía para vivir allí otra aventura en la que están ausentes los reflejos del paisaje y los<br />
edificios (caps. XIII a XV de la traducción efectuada por “un español celoso”, es decir el P.<br />
Isla, en 1715). Y con análoga indiferencia para los escenarios urbanos un ilustrado<br />
español de primera fila —José Cadalso— reconstruirá en un avance pre-noventayochista,<br />
lo que era el panorama humano y social de la vieja ciudad castellana. Es sabido que el<br />
regimiento de José Cadalso pasó por Burgos en 1764 como él mismo lo anotó en la<br />
“Noticia de las leguas que he andado por vía recta” de sus anotaciones autobiográficas.<br />
Esta experiencia o las de algún otro viaje Cadalso las debió de tener muy presentes al<br />
escribir sus Cartas Marruecas en las que caracteriza el modo de ser de los “castellanos”<br />
que conservan el viejo carácter español de gentes orgullosas y honradas (carta 26), y así<br />
lo refleja Nuño al hablar de la amiga de su hermana que vivía en Burgos (carta 35) o el<br />
caso de sus abuelos, vinculados a Burgos porque se habían conocido en un sarao<br />
celebrado en la ciudad (carta 11), y vuelve a subrayarlo al estimar que “las provincias del<br />
Página6<br />
1<br />
.- Antonio Ponz, Viaje de España…, 1788, vol. 12, p.20.<br />
2<br />
.- “La situación de Burgos es tan amena que parece dictada por los poetas, devotos siempre de los conquistadores.<br />
Porque los godos, a quienes no debía ser incómodo el rigor del clima de Burgos, hicieron en su eminente cerro una<br />
fortaleza que debiese custodiar las llanuras de las vegas; y los hombres de imaginación, atraídos por la feracidad de la<br />
tierra, de la prontitud con que en ella se crían los árboles y de la confluencia de las aguas, fueron haciendo Burgos bajo<br />
la tutela de las montañas, como si buscasen la comunicación del estómago con la cabeza” (*Viaje artístico…*, 1804, p.<br />
238).<br />
3<br />
.- Leonardo Romero Tobar, “Larra ante el paisaje sublime”, AA. VV., Letras de la España contemporánea-<br />
Homenaje a José Luis Varela, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1995, pp. 297-307.
interior de España, por su poco comercio, malos caminos y ninguna diversión (…)<br />
producen hoy unos hombres compuestos por los mismos vicios y virtudes que sus quintos<br />
abuelos” (carta 21).<br />
Ahora bien, serían los viajeros poseídos por aquel deseo del vagabundeo<br />
cosmopolita, como definió Friedrich Wolfzettel su interpretación de los viajeros franceses<br />
decimonónicos, los que dejarían en sus anotaciones una percepción más aguda y personal<br />
de su visión de la ciudad de Burgos. Leandro Fernández de Moratín, favorecido con una<br />
prestamera sobre el arzobispado de Burgos, debió de atravesar la urbe en el curso de su<br />
viaje a Francia de 1787 del que da cuenta en sus cuadernos de viaje y en cartas a<br />
Jovellanos del mismo año aunque no disponemos de las impresiones que esta visita pudo<br />
depararle. Por el contrario, un viajero procedente de las islas Canarias —José Viera y<br />
Clavijo— escribía en su “Diario” cómo su grupo de viajeros encaminados a Francia había<br />
salido de Lerma el día treinta de junio de 1777 para llegar a la ciudad, en la que<br />
permanecieron un solo día, y de la que ofrece estas impresiones:<br />
Llegamos a Burgos a las once y media no siendo muy<br />
ventajosa la casa de nuestro alojamiento. Es ciudad grande, de<br />
arquitectura gótica y anticuada con malas calles y algunas<br />
buenas fuentes. Su catedral es de las más bellas de España.<br />
Hay 14 parroquias y muchos conventos de frailes y monjas, con<br />
algunos hospitales. Cuando los señores viajeros fueron a ver la<br />
metropolitana, en el coche del arzobispo D. José Rodríguez de<br />
Arellano (quien los había cumplimentado) se tocó el órgano y la<br />
música de la capilla entonó un villancico. Después de haber<br />
registrado todo lo más notable del Templo, sacristía, claustro,<br />
aula capitular etc., fuimos unos al colegio llamado de Saldaña,<br />
para educación de niñas, y otros en coche al real convento de<br />
las Sras. Huelgas (sic).<br />
Página7<br />
El viajero ilustrado que integró la mejor información factual y sus impresiones fue,<br />
sin lugar a dudas, Gaspar Melchor de Jovellanos que estuvo en Burgos en dos ocasiones<br />
de las que deja constancia detallada en sus imprescindibles Diarios. Su primera<br />
permanencia en Burgos se verificó entre el miércoles 22 y el jueves 25 de abril de 1795.<br />
Jovellanos anotaba cómo en el amanecer de su primer día en Burgos “aún duran las<br />
nubes y el tiempo frío” para pasar inmediatamente a la visita a la catedral, de la que su<br />
primer comentario está referido a la modificación neoclásica que había sufrido su portada<br />
en años recientes: “A la catedral, grande, magnífica, renovada, una portada antigua con<br />
otra muy bella moderna pero que, por lo mismo, desdice”. Desde su buen conocimiento de<br />
los pintores y la arquitectura juzga negativamente la media naranja levantada en el<br />
siglo XVI sobre el crucero al par que valora y discute autorías de algunas pinturas de<br />
las capillas discutiendo las opiniones de Ponz, para pasar, sin transición alguna, a contar<br />
sus visitas a personas 4 y conventos de la ciudad, visitas en las que no podían faltar, la<br />
4<br />
.- Acerca de las obligaciones de los obligados encuentros de sociedad escribe al final del jueves: “Semejantes<br />
martirios de la razón y el gusto deberían desaparecer cuanto antes de la sociedad urbana. ¡Viva el retiro y la lisura<br />
aldeana! A casa, cenar y a la cama”.
Cartuja, las Huelgas, el Hospital Real donde se conservaban algunos cartularios<br />
medievales. Sobre su salida de Burgos el día 25 escribe que la “mañana (era) parda”.<br />
Síntesis de las impresiones y valoración jovellanista de la ciudad son los versos<br />
que leemos en su “Epístola a Poncio” (escrita también el año del viaje de 1795):<br />
Llegué a Burgos ¡Oh Corte derrotada!1<br />
Ya vuelve a ser ciudad. Planta, edifica,<br />
limpia, proyecta, pero ¿instruye? Nada.<br />
Aún la pereza allá se santifica<br />
y la ignorancia se regala (…).<br />
Su segunda estancia burgalesa fue mucho menos grata para él ya que corresponde<br />
a su traslado como detenido político desde Gijón hasta Barcelona camino de Mallorca<br />
donde sería recluido en la cartuja de Bellver. En este penoso recorrido llegó a Burgos el<br />
día 31 de marzo de 1801 de donde partió al día siguiente. Al entrar en la ciudad por el<br />
camino de Valladolid le llama la atención el feraz arbolado que la rodea y el nuevo paseo<br />
extramuros que sería conocido como el Paseo del Espolón:<br />
Al fin, los grandes plantíos de chopos de la vega de<br />
Burgos que la cubren y cruzan en varios sentidos y son<br />
muchos y magníficos. Muy plantado también el camino en las<br />
cercanías de la ciudad. El castillo la domina majestuosamente<br />
colocado sobre el cerro y parece bastante conservado.<br />
Entramos por la noche a la posada de la Vega, que es<br />
magnífica. (… Al día siguiente… se dirigieron) al puente, al<br />
nuevo paseo, que es magnífico, adornado con cuatro bellas<br />
estatuas de las de Palacio; asientos, respaldos de fierro,<br />
ánditos para la gente de a pie; todo lo cual, con los bellos<br />
edificios que hay a la parte de la ciudad, le hace agradable y<br />
majestuosa. Niebla espesa, fría y húmeda 5 .<br />
Página8<br />
Paseo del Espolón, acuarela de Telmo Hernández, 1802, Museo de Burgos<br />
5<br />
.- “Diarios”, en Obras vol. 86, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1956, pp. 41-46 y 255-258.
Jovellanos sintetizó las que fueron impresiones de los viajeros ilustrados en su<br />
interés por los documentos conservados, en su atención técnica y artística a los edificios<br />
históricos y a la abundante riqueza botánica de las cercanías de la ciudad, una información<br />
a la que se solapa las poco agradables sensaciones térmicas del clima, el mal estado de<br />
algunos monumentos y la decadencia cultural que también habían señalado otros<br />
visitantes de la ciudad y que se podían fijar en la caída de la producción editorial o la<br />
interrupción de las actividades teatrales. Tendrían que venir otros tiempos para que se<br />
modificaran estas circunstancias y para que los nuevos viajeros percibieran otras<br />
impresiones de la vieja cabeza de Castilla.<br />
Leonardo Romero Tobar<br />
Página9<br />
Complacencia
Página10<br />
Inconformismo. El triunfo de los matices absorbe cierto nivel de esperanza frente al negro más absoluto<br />
Esperanza absurda. Descubrir la propia imagen ante el espejismo
Diario de un hombre de barro<br />
Hemos logrado darnos una apariencia física bastante humana (puede ser un error),<br />
utilizando el barro pegado a nuestros cuerpos. Ahora distingo con facilidad a mujeres y<br />
hombres; todos hemos perdido los restos de ropa que portábamos y somos esculturas<br />
desnudas que poseemos el don de caminar. Las articulaciones están húmedas y nos<br />
movemos con perfecta libertad. Es curioso, pero hasta aquí nos han seguido las taras<br />
físicas que padecimos en vida. Veo a cojos, mancos, cheposos, leporinos, encorvados,<br />
deformes, demediados, retorcidos, incompletos, siameses, abortos… Por suerte (creo) no<br />
distingo a los asesinos, dictadores, militares, ladinos, perros rabiosos, fascistas, nazis,<br />
sacerdotes, monjas, frailes, jesuitas, fariseos, hipócritas, mercenarios, falsarios,<br />
inquisidores, guardianes de la sabiduría, fanáticos, beatos bautizados, talibán, infalibles,<br />
papas, cardenales, economistas liberales, globalizadores, artistas con plumas de colores,<br />
creadores con plumas de carroñeros, generales, banqueros, políticos errantes, políticos<br />
errabundos, políticos vagabundos, políticos ensoberbecidos, más fascistas (especie<br />
bigotito, camisa vieja y corbata de diseño); puedo llenar un libro mencionado sólo su<br />
maloliente catadura humana. Supongo que todos ellos estarán aquí, y dudo que sean<br />
distintos a como fueron… ¡Pero no puedo evitarlos! Imagino que, además, estaré rodeado<br />
de los mejores entre todos aquellos que fueron (mujeres y hombres) los hermosos<br />
vencidos, los desarrapados, las víctimas, los vulgares, los comunes, las putas, los<br />
ladrones, los ajusticiados, los pobres, los odiados, los olvidados; aquellos que siempre<br />
quedaban aplastados por los terremotos, ahogados por las avalanchas de barro, asfixiados<br />
bajo toneladas de basura, hundidos en los mares, abrasados en los desiertos, arrasados<br />
por las necesidades de los países ricos, condenados al hambre, la enfermedad, las<br />
guerras, la muerte, el fracaso, la miseria desde las salas enmoquetadas del Fondo<br />
Monetario Internacional, desde las mesas de ébano del Banco Mundial. Ahora, ¿todos<br />
juntos?)<br />
Página11<br />
El suelo que pisamos ya no es barro; una fina capa de arena cubre la soledad que<br />
nos acoge.<br />
Carlos de la Sierra
Forma corporal del viento<br />
Página12
Nuestra ciudad / hombrelobo*<br />
*(Para ser leído en luna llena)<br />
No exagero ni miento cuando afirmo que en Burgos está enterrado un<br />
HOMBRELOBO.<br />
Según se entra en el cementerio, en la calle principal, a mano izquierda, caminando<br />
apenas unos pasos, se puede leer una inscripción en lo alto de una pared vertical. Claro<br />
que en ella no pone “aquí está enterrado un HOMBRELOBO”, allí está escrito el nombre del<br />
que lo representó, su nombre propio, el que le pusieron al nacer para que formara parte<br />
de la sociedad. Me refiero aquí a él con gran respeto, ya que fue su voluntad personal ser<br />
enterrado en Burgos. Y algo tuvo que amar a la ciudad si quiso que así fuera, algo hubo<br />
de importarle en ella. Dejemos, no obstante, descansar sus huesos en la tranquilidad de la<br />
tierra.<br />
Página13<br />
Trascendió esta personalidad primeramente, hasta convertirse en un actor de cine<br />
de fama universal. El cine es la escenificación del cuento, la narración de la historia, la<br />
explicación del misterio… Por ello los actores se elevan por encima de la simple condición<br />
humana, se hacen mundialmente famosos, traspasando las fronteras. Y este hombre<br />
consiguió su puesto entre los grandes actores del cine clásico. Pero permitamos,<br />
asimismo, que el actor moreno de grandes ojos negros siga mostrando su rostro serio y<br />
sereno en las pantallas de todo el mundo.<br />
Ambos nombres están escritos en esa pared vertical del cementerio.<br />
Volvió a trascender su personalidad una tercera vez, ya que, en muchas ocasiones,<br />
encarnó al mito del HOMBRELOBO. Y lo hizo tantas veces, que su mirada triste tuvo, por<br />
fuerza, que rozar su alma.<br />
Al contrario que los hombres, los mitos no mueren. Se renuevan, se hacen<br />
perennes. Hechos de arena o espuma, permanecen vagando eternamente por la tierra,<br />
alrededor nuestro.<br />
No ha de haber sido difícil para ese lobo dar el salto desde el cementerio hasta el<br />
cerro que se eleva en sus inmediaciones. Sólo un salto de animal para superar la<br />
carretera, y ya encontrarse en la gran explanada semisalvaje que domina, por un lado, a<br />
la ciudad; por el otro al cementerio y al campo abierto.
Si en esos montecillos no se hace extraña la figura solitaria de un hombre paseando<br />
en soledad, tampoco habrá de serlo la silueta de un Lobo, ni tampoco la de su unión, el<br />
HOMBRELOBO; si un hombre puede caminar embebido en sus pensamientos, también<br />
podrá desarrollar los suyos el mito; si éste puede vagar con la carga de sus pesares, lo<br />
podrá hacer de igual forma si se piensa un lobo.<br />
En la noche, sorberá el aire por todos los costados del cerro abierto, o recorrerá<br />
inquieto los infinitos vericuetos que se internan en los pinares sombríos, con su suelo<br />
cubierto de agujas, aullando confusamente junto al viento, a la par, en un dúo<br />
sobrecogedor.<br />
Cuando llueve pueden verse unas huellas extrañas impresas en el barro de algún<br />
camino. No quiere infundir miedo; sólo desea asombrar a los buscadores de fábulas.<br />
Sueño o delirio, el HOMBRELOBO recorre la explanada las noches de luna llena; y, si no<br />
hay luna, la recorre igualmente; tampoco le importa si es de día, o si, en el atardecer,<br />
agazapado en un extremo de la planicie, desea contemplar quietamente la puesta de sol.<br />
No tiene barreras, ni metas, ni cadenas. Es nuestra expresión libre y salvaje. Es como<br />
nosotros. Somos nosotros, además de algo extraño que puede que nos haga mejores.<br />
Tendido en la hierba silvestre de la llanura, dejará descansar la inmortal cabeza,<br />
mostrará sus dientes agudos, cerrará los enrojecidos ojos. Se empapará con el agua del<br />
rocío. Quizás se aleje alguna vez hacia las sierras; quizás baje a la ciudad, paseando su<br />
esencia pura de animal, cauto y curioso, sin deseo de compañía, y cuya sombra<br />
monstruosa puede sobrecoger a los insomnes. Quizás, de vez en cuando, se acerque al<br />
tranquilo y solitario cementerio, salpicado de pequeños cipreses, para, cuando esté<br />
bañada por la luz de la luna, lamer la tumba del hombre que lo amó.<br />
Página14<br />
Luego regresará al cerro. En él tiene su hogar ese HOMBRELOBO que llegó a<br />
Burgos de la mano de un actor. Él lo trajo, él nos lo entregó, sencillamente porque,<br />
cuando sintió próxima la muerte, quiso que lo enterraran en Burgos.<br />
Tras intentar seguir las huellas por las arboledas del castillo de ese imaginario<br />
HOMBRELOBO, debo expresar mi gratitud y admiración hacia Jacinto Molina, Paul Naschy,<br />
nombre con el que se hizo actor. Sin él no hubieran sido posibles estas ensoñaciones.<br />
Burgos Noviembre 2015<br />
Montserrat Díaz Miguel
Alucinación verídica<br />
Página15
Vínculos. Guarda el barro el calor del sol, y los ojos el calor humano<br />
Página16<br />
Opuestos inseparables
historia increible, pero…<br />
...tan cierta para el hombre que la gozó o<br />
padeció —según la interpretación de su<br />
lectura— como veraz es que al<br />
protagonista no le quedó resuello para<br />
contarla. Su corazón dejó de latir.<br />
El hombre murió sin hablar, así<br />
que pondré fe en la ciencia y en mi propia<br />
ingenuidad-ficticia, o al revés, según me<br />
convenga en cada línea y párrafo, para<br />
narrar lo ocurrido.<br />
El hombre se dijo, después de<br />
asombrarse por la luminosidad de artificio<br />
que anunciaba el solsticio de invierno,<br />
que era el momento idóneo para hacer un<br />
chantaje emocional a la humanidad;<br />
procurar, por así decirlo, alivio para sus<br />
muchas hambres atrasadas y sentir,<br />
mientras restaurase su cuerpo, un poco<br />
de calor aunque éste fuese desprendido<br />
por una estufa eléctrica, ya que ésta<br />
concede la caloría más parecida al calor<br />
humano, aunque la factura de aquella sea<br />
feroz e inhumana.<br />
La aldaba de la puerta elegida le<br />
pareció de mucho peso, de bronce<br />
macizo, como si la hubiesen puesto,<br />
intencionadamente, con el fin de romper<br />
la voluntad de llamar.<br />
El hombre pensó que siendo así<br />
el aldabón, si la proporcionalidad se<br />
ajustaba a la lógica, los dueños tendrían<br />
una conciencia susceptible a la emoción y<br />
lo admitirían para invitarlo a su mesa.<br />
El hombre se embargó en la<br />
aventura y el esfuerzo que le suponía<br />
tañer un aldabonazo, único, pues las<br />
escasas energías disponibles en su alma y<br />
cuerpo le impidieron repetir la llamada.<br />
La espera resultó corta: cinco<br />
minutos de cierto anhelo incierto. La<br />
puerta se abrió con lentitud y alguna<br />
queja oxidada de sus goznes.<br />
—¿Qué desea? —pregunto la voz<br />
de una singular especie de mayordomo.<br />
Y lo juzgo raro por la toba que<br />
bruñía el atavío del sirviente, ya que por<br />
la misma vestimenta era de suponer que<br />
el caserón que gobernaba, tal personaje,<br />
tenía podridas las entrañas estructurales,<br />
como si éstas se hundieran poco a poco,<br />
igual que se vislumbraba, en el cuello<br />
negruzco de su camisa, el lodo económico<br />
de sus dueños.<br />
El albedrío caritativo está por<br />
ver, debió pensar el hombre, ya que sus<br />
dos únicas palabras, disminuidas por la<br />
impresión de lo visto, se acogieron a lo<br />
imprevisto:<br />
—Tengo hambre.<br />
El mayordomo franqueó el paso<br />
al hombre y, abriendo una puerta<br />
aledaña, le ofreció pasar a un amplio<br />
recinto. Después cerró la puerta y se fue,<br />
no sin antes decirle, con voz apática, que<br />
esperase mientras anunciaba su<br />
Página17
presencia y la necesidad de comer que<br />
traía.<br />
Aquel espacio, aposento de<br />
todos los fríos y saturado de penumbra,<br />
parecía ser el taller de un pintor, a juzgar<br />
por las emanaciones que surgían de<br />
aguarrás y pinturas.<br />
El hombre logró adaptarse a la<br />
luz, distribuida ésta por rayos celestes<br />
que se introducían a través de pequeñas<br />
ventanas, tupidas éstas, en parte, por<br />
cuartillos atorados; esto debido a la<br />
herrumbre de sus charnelas.<br />
La escasa luminosidad parecía<br />
dispuesta con el propósito de descollar<br />
los lienzos. Éstos semejaban descolgarse,<br />
agotados por el paso de los tiempos, tal<br />
si pretendiesen huir de las gruesas<br />
arañas que se intuían, ocultas, entre los<br />
recovecos de sus simétricas y bellas<br />
urdimbres.<br />
No hay mayor estímulo para las<br />
hambres que ponerles los alimentos al<br />
alcance de la vista, tras vidrieras<br />
impenetrables, sin posibilidad de tener<br />
acceso a catarlos.<br />
Y las hambres de aquel hombre,<br />
además de muchos años tenían ojos. Una<br />
mirada que, suspendida sobre aquellos<br />
bodegones plasmados en las telas,<br />
extraído el fulgor de los mismos por la<br />
estrategia lumínica, puso en el cerebro<br />
del hombre una certeza: la planitud de la<br />
pintura tomaba relieve ante él. La carne<br />
de aquella olla —ésta hirviendo sobre la<br />
trébede que posaba sus patas entre la<br />
viveza de las ascuas— era una carne que<br />
bien admitiría una dentellada.<br />
Los motivos de otros bodegones:<br />
frutas, vinos..., y las palmatorias que<br />
tenían sus velas encendidas para lucir los<br />
lomos de las hogazas y relumbrar la hoja<br />
del cuchillo, turbaron la mente del<br />
hombre.<br />
No obstante el hombre logró<br />
contener sus impulsos; el poso de su<br />
razón le hizo creer que el mayordomo no<br />
tardaría mucho en traerle las sobras de<br />
una mesa bien surtida; incluso, se dijo,<br />
que también le traería una vasija con<br />
agua potable.<br />
El hombre sosegó su espera;<br />
aunque su esperanza se difuminase por el<br />
tiempo, y tomara, para guarecerse, los<br />
telones que cubrían otros cuadros y<br />
morrallas.<br />
A falta de reloj y calendario, y<br />
menos poder observar a la luna para<br />
medir el tiempo, el hombre comprobó<br />
que las noches dentro del estudio de<br />
pintura eran muy largas, y que por la<br />
estrechez de las celosías ya habían<br />
transcurrido tres amaneceres.<br />
El mayordomo seguía sin<br />
aparecer, siquiera con un mendrugo. Y<br />
los alimentos que se plasmaban en<br />
aquellos lienzos parecían guisados con<br />
esmero y sanas especias. El hombre<br />
acercó sus manos al calor de las ascuas<br />
que, de veraz aspecto en la pintura,<br />
lograron poner calor en las yemas de<br />
unos dedos que apenas se sentían entre<br />
sí.<br />
Ante tal sensación calórica el<br />
hombre adquirió una nueva razón: los<br />
sabañones de sus dedos se despertaron y<br />
exigieron ser restregados mutuamente.<br />
Tal estímulo despertó en el hombre otra<br />
idea.<br />
Se puso a buscar entre los útiles<br />
de pintor y halló las espátulas que antaño<br />
deslizaron los colores sobre las telas.<br />
Tomó con decisión la que le pareció más<br />
limpia y se dispuso a rascar sobre los<br />
alimentos que se lucían en los cuadros.<br />
Las arañas, atemorizadas ante el<br />
improvisado cucharón que blandía el<br />
hombre, huyeron por la lisura de sus<br />
hilos.<br />
Página18
La carne de aquella olla,<br />
obtenida en gruesas virutas, puso calor y<br />
sabrosura de guiso en el paladar del<br />
hombre. El estómago humano comenzó<br />
a reír con gratitud. Las frutas, los vinos y<br />
el resto de alimentos, todos pintados con<br />
pinturas al óleo, fueron desapareciendo<br />
de los lienzos a medida que las luces del<br />
día se apagaban. Las llamas de las velas,<br />
pintadas en los cuadros, comenzaron a<br />
lucir, con luz y calor propios, en la<br />
oscuridad nocturna del recinto.<br />
La mente del hombre así lo vio<br />
mientras se apagaba su vida.<br />
La puerta del salón de pintura<br />
fue abierta el diez de enero.<br />
El mayordomo abrió sin<br />
dificultad, el cometido que portaba era el<br />
de colgar un cuadro retirado de otra<br />
pared. No recordaba que días antes había<br />
dejado allí al hombre. El sirviente contuvo<br />
su sorpresa..., o quizá no se asombró. La<br />
indolencia es así.<br />
Al ver el deterioro de los<br />
bodegones soltó un juramento; después<br />
maldijo al hombre. Abrió una puerta<br />
trasera, dispuso el cuerpo del difunto<br />
sobre una carretilla y, después de<br />
transportarlo hasta un recoveco de la<br />
ribera norte del río, lo arrojó sin<br />
miramientos ni disimulo.<br />
El caserón se veía a lo lejos.<br />
plomo a la sangre y de ésta a los huesos,<br />
el hombre habría sufrido tanto como los<br />
romanos borrachos antes de fenecer, ya<br />
que, trasformada la enfermedad en<br />
saturnismo, la soldadesca del lejano<br />
imperio moría, brindando con vino<br />
caliente en copas de plomo, ante el dios<br />
Baco.<br />
Mientras tanto, el mayordomo<br />
trató de subsanar el deterioro de los<br />
bodegones, por así decirlo, y esconder a<br />
los dueños la realidad. Se le ocurrió pegar<br />
recortes de periódico donde antes<br />
estuvieron los alimentos, y el resultado<br />
no le pareció mal.<br />
Los bodegones pasaron a ser<br />
obra de arte sin definir; no obstante los<br />
expertos en pintura ascendieron su valor<br />
monetario en un millar por ciento, y si<br />
antes valían cero euros, pasaron a valer<br />
mil veces nada. Los valores pictóricos<br />
dependen de los marchantes.<br />
Aun así, como las valías<br />
increíbles tienen un precio oculto, los<br />
ingresos monetarios por las renovadas<br />
pinturas sirvieron para reconstruir la<br />
casona de tan pesado y broncíneo<br />
aldabón.<br />
Está claro que el mérito se debe<br />
al sacrificio del hombre; no obstante el<br />
mayordomo y el mercader litigan por<br />
apropiarse de la leyenda.<br />
Página19<br />
Las autoridades judiciales<br />
cedieron a la ciencia el cuerpo del<br />
hombre, éste sin documentación que lo<br />
identificara.<br />
La ciencia descubrió que el<br />
hombre había muerto por un ataque<br />
agudo de plúmbeo-estomacal: o sea,<br />
todo el plomo con el que se habían<br />
amalgamado los óleos habían apagado<br />
sus hambres y su vida.<br />
La ciencia también afirmó que<br />
mejor así, porque, de haber pasado el<br />
La autoría de ésta se ríe a pesar<br />
de todo, porque con la risa se desarma a<br />
todos los dioses y sus demonios.<br />
El título es claro y conciso: esta<br />
historia que he narrado es increíble.<br />
Pero he de intentar que mi<br />
fábula se llegue a creer sin lograr que se<br />
use para la ofensa. Sólo deseo que sirva<br />
para divertir y evitar que distraiga la<br />
realidad de cada pensamiento.
No deseo que mi cuento atore<br />
los cerebros, igual que al espíritu libre lo<br />
ciegan otras fábulas, escrituras<br />
nombradas divinas que, en manos de<br />
testaferros indeseables, hacen creer lo<br />
increíble de sentirse como seres elegidos,<br />
sobre otros, para masacrar a éstos.<br />
Os aseguro que mi relato no<br />
proviene de visiones sobrenaturales,<br />
aquellas que nacieron para avalar tanta<br />
violencia e intrigas sobre siglos de<br />
humanidad, porque, de seguir así... Pobre<br />
lobo.<br />
Luis Carlos Blanco Izquierdo<br />
Página20<br />
Los fantasmas que te habitan
EL FORASTERO QUE VINO A CASARSE<br />
“El que a pueblo ajeno va a<br />
casar o va engañado o va a engañar”, es<br />
lo que viene diciendo el refrán desde hace<br />
muchos años aunque yo no me atrevo a<br />
aventurar que el lector llegue a sacar<br />
esta conclusión de la historia que me<br />
dispongo a contar.<br />
Debió de llegar al pueblo por el<br />
tiempo de la vendimia, dado que la<br />
mayoría de vecinos no advertimos su<br />
presencia sino tras aquellos días de<br />
mucho ajetreo y mucha animación con<br />
tanto foráneo como había acudido para la<br />
recolección de la uva. Cuando el pueblo<br />
recuperó su tranquilidad habitual la figura<br />
del forastero se hizo patente y<br />
empezamos a preguntarnos quién era, de<br />
donde procedía y qué venía a hacer<br />
entre nosotros. Supimos entonces que<br />
paraba en casa de doña Juana Gaitán,<br />
una señora muy puesta que no hacía<br />
mucho se había establecido en el pueblo<br />
con su segundo marido, procedente de<br />
Madrid. El forastero venía también de la<br />
Corte y había sido muy amigo del primer<br />
marido de la señora y también poeta<br />
como él, razón por la cual su persona<br />
acicateó mucho más nuestra curiosidad.<br />
La cosa es que de pronto<br />
empezó a correr por los mentideros el<br />
rumor de que cortejaba a la hija de doña<br />
Catalina de Palacios, la hermana de don<br />
Juan, el cura-párroco, rumor por cierto<br />
bastante sorprendente que no era fácil de<br />
creer dado que la muchacha no había<br />
cumplido los veinte y este señor andaría<br />
rondando los cuarenta. No hacía mucho<br />
que había muerto el padre de familia<br />
dejando a la viuda con tres hijos, dos<br />
varones por debajo de los diez años y<br />
una hija en edad casadera, con lo cual<br />
quiero decir que aquella casa precisaba<br />
de un hombre como Dios manda que<br />
preservara el orden dentro de ella y la<br />
hiciera prosperar adecuadamente a fin<br />
de que todo el mundo la siguiera<br />
respetando.<br />
Pero a un sujeto como el<br />
forastero, que no iba a tardar en peinar<br />
canas, no le veíamos con las aptitudes<br />
necesarias para tal cometido, pues al<br />
hecho de ser capitalino y a la diferencia<br />
de edad tan notable con la novia, como<br />
he apuntado, había que añadir que tenía<br />
casi inutilizado el brazo izquierdo. Con<br />
tantos años y esa tara, poco tiempo le<br />
quedaría ya para salir al campo y mal se<br />
había de valer para manejar las<br />
caballerías y aricar los majuelos y<br />
podarlos y luego vendimiar y todo lo<br />
demás que no es poco en el quehacer<br />
permanente de todo labrador que quiera<br />
llevar sus cosas como es debido. A no ser<br />
que trajera posibles con los que pagar a<br />
jornaleros que trabajaran en su lugar si<br />
es que al fin se hacía cargo de aquella<br />
casa.<br />
Aunque todas estas<br />
consideraciones de seguro que sobrarían<br />
pues más probable fuere que, tras la<br />
Página21
oda, se llevara a la joven esposa al<br />
lugar de donde procedía, a vivir otra clase<br />
de vida menos fatigosa y aburrida y más<br />
próspera a poco que la fortuna se pusiera<br />
de su parte. En último término, sabios<br />
tenía nuestra Santa Madre la Iglesia,<br />
como siempre los tuvo, que podrían<br />
explicar aquel misterio mejor que<br />
nosotros, que no pasábamos de ser<br />
aldeanos pobres e ignorantes. Quiero<br />
decir que allí estaba el pariente sacerdote<br />
que, por cercanía y autoridad, llevaba<br />
toda la ventaja para conocer las<br />
intenciones y propósitos del pretendiente,<br />
amén de tener bajo su exclusivo<br />
gobierno el confesionario, punto al que<br />
todos los cristianos de bien acaban<br />
acercándose y desvelando sus verdades<br />
interiores, hasta las más ocultas y<br />
extrañas, cosa que en algún momento<br />
digo yo que haría el que aspiraba a<br />
convertirse en su sobrino.<br />
Hasta que inesperadamente un<br />
domingo a primeros de noviembre, a<br />
punto de concluir la misa mayor, el<br />
celebrante se vuelve hacia los asistentes<br />
y se pone a leer unas amonestaciones<br />
con la noticia ya verdadera de que el<br />
forastero y su sobrina se casaban. Todo<br />
el mundo nos quedamos de piedra. ¡Pero<br />
si el noviazgo había sido visto y no visto<br />
dado que no hacía ni tres meses que el<br />
novio había llegado al pueblo! Aquello fue<br />
un bombazo. Por toda la iglesia surgieron<br />
los cuchicheos e insistieron las miradas<br />
de sorpresa sobre todo entre las mujeres<br />
que eran las que con mayor interés<br />
seguían esto de los casorios. Ni que las<br />
dos familias se conocieran de siempre<br />
cuando no se conocían de nada. ¿No sería<br />
que los futuros contrayentes se habían<br />
comido el pastel antes de tiempo?<br />
Algunos aventuraron por lo bajo<br />
que quien más prisa había tenido en<br />
rematar el negocio había sido la madre,<br />
que parecía que la que había de meterse<br />
en la cama con el pretendiente era ella y<br />
no su hija. Algo de verdad sí que debía<br />
de haber en esta opinión pues no había<br />
más que verla, según decían, cada vez<br />
que su futuro yerno abría la boca, una<br />
boca tan bien hablada, que parecía que<br />
iba a derretirse como un helado. Claro<br />
que reciente como tenía la muerte del<br />
marido, que no llevaba ni un año de<br />
viuda… De pronto doña Catalina de<br />
Palacios habría comprendido que los años<br />
se le echaban encima y habría acabado<br />
obsesionándose con poner cuanto antes<br />
un varón al frente de su hacienda…<br />
Aunque quien sabe si con tanta prisa por<br />
casar con el primero que se lo había<br />
pedido no estaba metiendo la pata. Si así<br />
sucedía, ella sería la responsable única. A<br />
la hija, al fin y al cabo, no le quedaba<br />
sino agachar la cabeza y obedecer.<br />
Catalina, si bien era muy joven, no<br />
propendía a la rebeldía, tan propia de la<br />
juventud, porque era buena chica y para<br />
mí que algo pánfila.<br />
Una cosa más puedo añadir<br />
sobre este punto. Los hidalgos no<br />
debieron de ver con buenos ojos aquella<br />
relación. Incluso se sentirían ofendidos. Y<br />
es que yo creo que más de una familia<br />
había puesto los ojos en Catalina para<br />
emparejarla a no tardar con alguno de<br />
sus vástagos, que sería a fin de cuentas<br />
de edad más apropiada que la de aquel<br />
desconocido que de la noche a la mañana<br />
se había presentado en el pueblo con una<br />
mano delante y otra detrás, como decían<br />
no pocos. Lo digo porque al conocerse el<br />
noviazgo entre aquella pareja tan<br />
desparejada, a la familia, sus iguales de<br />
abolengo comenzaron a hacerle el vacío,<br />
como si se sintieran despreciadas al<br />
preferir a un forastero, viejo y manco<br />
por más, antes que a uno de sus hijos.<br />
Con el aislamiento lo que pretendían<br />
decirle era: “¿Ah sí? Pues con tu pan te lo<br />
comas”.<br />
El recién casado no tardó en<br />
convertirse en un vecino más o sea en<br />
Página22
uno de los nuestros. Era simpático como<br />
el solo y muy bien hablado, vamos, que<br />
labia no le faltaba, como no tardamos en<br />
comprobar también los asiduos de la<br />
taberna en cuanto con el paso de los<br />
días empezó a frecuentarla. Decía que no<br />
era por alabarnos pero que no había<br />
probado vinos como los nuestros. Con el<br />
segundo trago se ponía a contar de sus<br />
andanzas y no paraba. Mira que había<br />
recorrido mundo que hasta en Nápoles y<br />
en Florencia y en Génova había estado, y<br />
en Portugal donde a punto estuvo de que<br />
el Rey le recibiera. No sé si esto último<br />
no sería tirarse el moco para dárselas de<br />
muy importante. Una noche en que ya<br />
andábamos un poco cargados le<br />
propusimos la apuesta de a ver si era<br />
capaz de distinguir a ciegas tres vinos<br />
diferentes, que si acertaba no<br />
tendríamos inconveniente en nombrarle<br />
mojón principal del pueblo. Pues acertó<br />
sin vacilar. Qué nariz y qué paladar los<br />
suyos.<br />
Otra noche vino a contarnos en<br />
medio de un silencio expectante que lo<br />
del brazo se lo habían hecho los turcos<br />
luchando en la batalla de Lepanto. Pero<br />
en lugar de decirlo como con pesar —al<br />
fin y al cabo se trataba de una mutilación<br />
para toda la vida—, los ojos le brillaban<br />
de entusiasmo y al final se emocionó<br />
tanto que le brotaron las lágrimas, hecho<br />
que arrancó también las de muchos de<br />
los presentes. Creo que fue en el pueblo,<br />
a raíz de contar esta última historia, tan<br />
proclives como somos los aldeanos a<br />
estas cosas, donde le colgaron el apodo<br />
con que se haría famoso en el mundo<br />
entero.<br />
Y para remate, otra noche contó<br />
que, regresando a España por mar desde<br />
Italia, los piratas le habían hecho<br />
prisionero y había estado cautivo nada<br />
menos que cinco años en Argel. ¡Cinco<br />
años, se dice pronto, bajo la bota del<br />
turco! Había que ser un tipo entero y con<br />
aguante para haber sufrido todo aquello y<br />
haber sobrevivido.<br />
Madre mía, que vida tan<br />
extraordinaria la del forastero,<br />
pensábamos sobre todo los que como yo<br />
no habíamos salido nunca del pueblo que<br />
se nos quedaba la boca abierta<br />
escuchándole. No era extraño que<br />
hubiera encandilado a la madre antes que<br />
a la hija. Si en un principio pudimos<br />
sospechar que todo cuanto nos contaba<br />
sobre su vida, buena parte de ello podía<br />
ser pura invención, con el trato y la<br />
confianza, acabó convenciéndonos de que<br />
era un tío cabal. Es que además entendía<br />
de todo como no fuera de lo que más<br />
debía entender de allí en adelante que<br />
era de la tierra y de laborar las viñas. Ahí<br />
veíamos otro inconveniente para despejar<br />
el último recelo sobre su persona porque<br />
no sé yo si sabría siquiera que el vino que<br />
bebíamos procedía de los majuelos que<br />
florecían cada primavera a tan poca<br />
distancia de la taberna.<br />
Se nos hacía muy cuesta arriba<br />
pensar que un hombre así que había<br />
conocido tantas cosas de las Españas y<br />
del mundo viniera a encerrarse para<br />
siempre en un poblacho como el nuestro.<br />
Aunque ni por asomo cuadraba su<br />
aspecto con el de un malhechor o un<br />
calavera, ¿no vendría huyendo de algo o<br />
escondiéndose de alguien? De manera<br />
que el misterio que nos ofreció a su<br />
llegada se fue espesando hasta<br />
convertirse en un verdadero enigma. No<br />
creo que estuviera tan enamorado de la<br />
muchacha como para condenarse el resto<br />
de su vida a vivir de la agricultura. Era<br />
poeta, sí, que bien se veía que de letras<br />
entendía, por las cosas que decía y por<br />
como las decía, y que los poetas buscan<br />
la soledad y el vino para inspirarse, y el<br />
pueblo tenía las dos cosas. Pero no solo<br />
de hacer poesía vivían los poetas y<br />
menos este, tan comunicativo y con tanta<br />
letra pequeña.<br />
Página23
Dos años duró el misterio. Dos<br />
años apenas mandando como cabeza de<br />
familia en la casa de doña Catalina de<br />
Palacios, y de la noche a la mañana el<br />
manco desaparece sin dar explicaciones<br />
ni dejar rastro. Al pájaro viejo no le sacas<br />
las plumas, que dice otro refrán. En algún<br />
momento la vida tranquila y rutinaria se<br />
le había trocado en cautiverio, palabra<br />
que tan malos recuerdos despertaba en<br />
su conciencia, o fuera, quien sabe, que<br />
en su corazón se había enfriado<br />
prematuramente la calentura del amor<br />
tras el flechazo y el rápido noviazgo, y<br />
por tanto, “acabados los higos, pájaros<br />
idos”. Pobre Catalina, tan joven y ya sin<br />
marido. Cuando acudían a la iglesia los<br />
domingos podía verse a la madre y a la<br />
hija, enlutadas y cogidas del brazo, como<br />
si el marido de la última también hubiese<br />
muerto, la madre con el rostro medio<br />
oculto entre los pliegues de la mantilla y<br />
la hija cabizbaja. Con qué caprichosa<br />
ligereza el destino juega a veces con la<br />
felicidad de las personas.<br />
El jardín de Eolo<br />
Página24<br />
Luego siempre estaban los duros<br />
de corazón, los tocados de insana malicia,<br />
que trataban de sonsacar a los más<br />
inocentes de la familia:<br />
—Eh, Paquillo, ¿y tu cuñado<br />
cuándo vuelve? —le preguntaban con<br />
sorna al mayor de los hermanos de<br />
Catalina, que apenas contaba diez años,<br />
mientras jugaba en la calle con sus<br />
amigos. Y el muchacho se quedaba<br />
mirando al preguntón con cara de alelado<br />
sin saber qué responder.<br />
Alguien dijo entonces que en la<br />
Corte el manco había estado liado con<br />
una casada, tabernera por más, de cuya<br />
relación había nacido una criatura. No<br />
sé…<br />
Félix J. Alonso Camarero<br />
Realidad o ficción. Todas las imágenes son<br />
mentira; la ausencia de imágenes también
ISÓSCELES<br />
Encontramos a Dueñas en medio<br />
de un charco de sangre detrás de la tapia<br />
de la fuente, la cabeza machacada con<br />
aspecto de balón de rugby, los brazos en<br />
cruz como si hubiera querido emular al<br />
cristo que presidía el aburrimiento de las<br />
clases. Aunque el cadáver, en posición de<br />
decúbito supino, estaba vestido de calle,<br />
las perneras del pijama sobresalían por<br />
debajo del dobladillo del pantalón<br />
arrugado. Comenzamos a buscarle muy<br />
temprano, intrépidos, con la mosca<br />
detrás de la oreja por su ausencia.<br />
Burgos, el hijo del mayor terrateniente de<br />
la región, comentó que el caso saldría en<br />
la prensa. Todos nos asustamos con la<br />
imprevisión de las consecuencias,<br />
conmovidos por la suerte funesta del<br />
finado. Pasaron más de cinco minutos<br />
hasta que el hocico de hurón del hermano<br />
Dalmacio apareció. Se le escapó una<br />
blasfemia voluminosa y todos nos reímos<br />
por lo bajines. El cielo, encapotado de<br />
repente en la mañana de mayo, disecó<br />
dos cuervos en el celaje agrisado de las<br />
nubes y un chirimiri de pacotilla se<br />
obcecó en cubrir el lugar de los hechos.<br />
Poco después se aproximó el resto de los<br />
hermanos con el resabio de la merienda<br />
todavía en el paladar, pero ninguno se<br />
quejó ni expelió injurias hacia la bóveda<br />
del universo. Se dedicaron simplemente a<br />
acariciarse el mentón en pos de una<br />
explicación, de una coartada de cara a las<br />
indagaciones de la policía o de una<br />
solución a la endemoniada adversidad<br />
que se cernía sobre la institución. La<br />
ambulancia derrapó en una esquina de<br />
los jardines que decoraban la parte<br />
izquierda del edificio. Un par de hombres<br />
bajaron con prisa de trolebús y solo<br />
pudieron refrendar la notoriedad del<br />
óbito. La camilla, manchada con<br />
lamparones granas, acogió el rostro de<br />
Dueñas que mostraba un rictus de rabia<br />
en el despropósito de la boca. También<br />
surgió una patrulla de la policía dentro de<br />
un coche sin distintivos. Un hombre con<br />
tripa de peonza charló a solas con el<br />
padre Silvano, que ese año era el<br />
director, y se fue por donde había venido<br />
sin dirigirnos la palabra. Al poco fuimos a<br />
la capilla y rezamos una oración por el<br />
alma de nuestro compañero. La<br />
penumbra del altar se evaporaba con la<br />
luz vespertina que penetraba por la<br />
estrechez de los ventanucos y el<br />
murmullo de las voces, atónito, amarraba<br />
un embrollo de recelos agrios a la toba de<br />
las bancadas.<br />
Ha sido Espinosa, y una catarata<br />
de suposiciones gratuitas se despeñó por<br />
la garganta de Burgos, el rabillo del ojo<br />
posado sobre el aludido, las ratas de la<br />
cocina contentas con la recompensa de<br />
los desperdicios.<br />
La cena transcurrió sumergida<br />
en un océano de silencio sepulcral. Solo<br />
se oía el anhelo de la sopa sorbida a<br />
lengüetadas, los flequillos amorrados<br />
sobre los platos de peltre, las cejas de los<br />
Página25
comensales preñadas de inquietud. Los<br />
ochenta y siete internos conformamos las<br />
filas de siempre y fuimos a la zona de los<br />
dormitorios con el orden pretoriano<br />
habitual. Allí los revoltosos se ensañaron<br />
con la funda áspera de las almohadas y<br />
las ganas de cotillear se ensamblaron con<br />
la rebeldía de la adolescencia. Esa noche<br />
el reloj carillón que marcaba con sus<br />
nueve toques el inicio del reposo sonó<br />
diferente. Las planchas de metal<br />
retumbaron con retintín de esperanzas<br />
truncas y el artesonado del techo crujió<br />
con insolencia de bruja. Alguien<br />
cuchicheó en la esquina derecha de la<br />
sala, pero fue acallado con un juramento<br />
por el cabo celador que vigilaba el ritmo<br />
de las respiraciones. La mudez devino<br />
sobrecogedora y la imaginación se<br />
agigantó a vuelapluma sobre el<br />
galimatías de los cabeceros. El sueño se<br />
demoró en el rincón más recóndito de mi<br />
memoria y, antes de dormirme, recordé<br />
mi última conversación con Dueñas. Era<br />
un chaval rubicundo de trato afable que<br />
jamás se enfadaba, el buen humor<br />
intacto, los paquetes de la familia rellenos<br />
de longanizas caseras. Solíamos<br />
compartir con frecuencia, en el descanso<br />
del estudio, un bocadillo de salchichón o<br />
de chorizo. En general sacaba buenas<br />
notas y prometía de lo lindo, según las<br />
lisonjas que de continuo le regalaba el<br />
hermano encargado de las matemáticas.<br />
Nunca se entrometía en las peleas del<br />
patio y, si le preguntaban por el que<br />
había empezado la gresca, se parapetaba<br />
en un silencio cómplice de nicho<br />
mortuorio.<br />
de los aseos. Los amigos de Espinosa<br />
acudieron a la llamada del aludido y<br />
defendieron a capa y espada el albor de<br />
su inocencia. Los camaradas de<br />
Hernández amusgaron los ojos y<br />
taladraron a los enemigos sin dilación. La<br />
batalla, principiada, enconaba el vigor de<br />
los bandos, pero la sangre no llegó al río.<br />
El hueco abismal de Dueñas explotó de<br />
sopetón y masticamos las galletas del<br />
desayuno despistados como cervatillos.<br />
Un pánico alborotado se fue hincando en<br />
las nucas y la congoja, dispuesta a todo<br />
con tal de salvar el pellejo, se lanzó sobre<br />
el territorio del crimen. El hermano<br />
Dalmacio notó algo con su peculiar<br />
perspicacia, los nudillos chasqueados, la<br />
tenacidad de los preceptos cumplida a<br />
rajatabla. Sus iris, arrebatados por la<br />
falta innata de alegría, estaban<br />
acostumbrados a demoler con el martillo<br />
de la barbilla cualquier atisbo de<br />
algarada. Nos observó con detenimiento<br />
mientras bebíamos la leche y una<br />
incertidumbre mucilaginosa culebreó por<br />
su cerebro de oso colmenero. Sin<br />
embargo, tras la oración que agradecía el<br />
hecho de habernos despertado vivos, fue<br />
el hermano Silvano el que nos echó un<br />
rapapolvo de tomo y lomo. Las quejas,<br />
inauditas, extrapoladas, encastraban la<br />
mezquindad de sus propias miserias en la<br />
peculiaridad de nuestras personalidades<br />
quinceañeras. Al final de la perorata<br />
anunció la visita de la policía a lo largo de<br />
la mañana, y los consejos, rebozados en<br />
la manteca de su pavor, empalmaron la<br />
chismografía de los concurrentes con la<br />
enormidad de la desgracia.<br />
Página26<br />
Ha sido Hernández, y Burgos<br />
cambió de opinión al día siguiente, la<br />
barahúnda del amanecer trufada de<br />
hipótesis grandilocuentes, el gusano de<br />
las sospechas emperrado con la pelusa de<br />
las camas.<br />
Los compañeros se dividieron en<br />
dos facciones dentro del guirigay cáustico<br />
Ha sido Burgos, y el ariete de<br />
mis palabras se estrelló contra las<br />
taquillas del pasillo, las quince caras<br />
vueltas del revés en torno a la concisión<br />
de la acusación, la excitación frondosa<br />
por la presencia inminente del comisario.<br />
Un cincuentón atocinado de pelo<br />
cano se dirigió a nosotros con un discurso
de sílabas encariñadas. Le imaginé,<br />
repantingado en el sofá de su hogar,<br />
explicando a un vástago de nuestra edad<br />
los pormenores del código penal.<br />
Aparentaba el afecto franco de quien<br />
nunca ha arrancado, por el mero placer<br />
de hacerlo, las patas a una rana agónica.<br />
Entonces comenzó a interrogarnos, en<br />
privado, uno a uno. Cuando llegó mi<br />
turno, todos me miraron con el asombro<br />
calcado en el fondo del espíritu.<br />
Aguardaban la cuchilla envenenada de las<br />
aseveraciones, la fertilidad ubérrima de la<br />
enjundia y el tono gallardo que<br />
caracterizaba mi vida en el internado.<br />
Burgos me acribilló con sus ojeras de<br />
cachalote, pero me ofreció la mano en un<br />
acto de caballerosidad inusual. Los<br />
fuertes se situaron al rececho de la<br />
caricatura de los débiles y la puerta del<br />
director permaneció entornada por si las<br />
moscas. Tragué saliva y entré al umbral<br />
del purgatorio. El comisario, risueño<br />
como una ternera recién amamantada,<br />
me invitó a sentarme en la silla de anea<br />
en cuyo respaldo el hermano Silvano nos<br />
colocaba para zurrarnos a voluntad con<br />
una vara punitiva. Luego me convidó a un<br />
caramelo de menta que acepté. La baba<br />
se engolosinó con la redondez de la<br />
chuchería y el abismo de la existencia se<br />
bosquejó a tiro de piedra. Dejó pasar un<br />
minuto antes de hablar y, cuando lo hizo,<br />
sacó a colación a mi madre. Entonces<br />
comentó que la conocía de los viejos<br />
tiempos, que eran primos lejanos y que<br />
muchas veces se saludaban en la calle<br />
con efusión de parientes. Supuse que me<br />
hallaba ante la táctica de un sabueso<br />
experimentado en ganarse la confianza<br />
de los sospechosos, que todo lo que decía<br />
era mentira y que me consideraba metido<br />
en el ajo hasta las cartolas. Las<br />
interrogaciones, tras el lapso de<br />
educación arraigada, se deslizaron por los<br />
hábitos cotidianos que primaban en el<br />
colegio. Me preguntó por el rigor de las<br />
clases, por las zancadillas de los partidos<br />
de fútbol, por el grosor de las rencillas y<br />
por las envidias vinculadas al favoritismo<br />
de los hermanos. La templanza de mis<br />
contestaciones se erguía contundente y la<br />
lengua, ávida por acabar con la retahíla<br />
de las inquisiciones, se mezclaba con la<br />
pose de cristo extinto de Dueñas<br />
escondida en el laberinto de la mente.<br />
¿Has sido tú, chaval? y el arado<br />
de la puntilla surcó la ingenuidad de mi<br />
frente, el no tajante, el blancor de los<br />
almendros enamoriscado en las fincas al<br />
edificio.<br />
Esa noche la sopa de la cena<br />
vibró con fantasías íntimas de asesinos<br />
crueles y las cucharadas se colmaron de<br />
presagios entre los tropezones de pan<br />
frito. Burgos reviró los ojos con un<br />
disgusto palmario en el cadalso del ceño<br />
mientras sus partidarios, arrollados en un<br />
halo de bienaventuranza, plantaban el<br />
busilis de la cuestión entre Espinosa y<br />
Hernández. Al cabo, un sosiego de<br />
ultratumba patinó por las coronillas con<br />
los nueve aldabonazos que marcaban,<br />
recios, casi traidores, el comienzo de la<br />
absolución del silencio. Pensé en mi<br />
madre y en sus penurias económicas para<br />
alcanzar con desenvoltura el final de cada<br />
mes. El esfuerzo de sus gestos, hastiado<br />
con el trabajo de dependienta en una<br />
tienda, discordaba con la mediocridad de<br />
mi rendimiento escolar. Desde que mi<br />
padre se fugó con otra mujer, había una<br />
distancia infranqueable entre nosotros,<br />
una carantoña extraviada o tal vez un<br />
recodo de secretos indecibles en la<br />
cúspide de un amor jamás prescrito. Me<br />
besaba cada lunes en la verja del colegio,<br />
pero sus labios de alhelí se posaban solo<br />
una fracción de segundo sobre mi carrillo.<br />
Nunca me llamaba entre semana. El<br />
teléfono de la crujía, ocupado por otros<br />
condiscípulos más afortunados,<br />
balanceaba la pena en el columpio de la<br />
soledad. En las vacaciones navideñas me<br />
recibía con los brazos abiertos y me<br />
Página27
entregaba un paquete envuelto en papel<br />
de regalo. Dentro había una camisa con<br />
cuello de tirilla, idéntica año tras año, que<br />
se encajaba en la simetría de mis<br />
hombros antes de que cenáramos<br />
zambullidos en una atmósfera tan espesa<br />
como la mermelada de higos preparada<br />
por ella en primavera. De todos modos,<br />
guarnecí el instante nocturno con un<br />
turbión de melancolía atávica y fijé el<br />
escrúpulo en el recuerdo de la habilidad<br />
congénita, ensalzada por propios y<br />
extraños, del regate del occiso.<br />
Burgos me mira con ojos raros,<br />
y la avaricia del coraje se apoltronó en mi<br />
ánimo tras la confesión de Dueñas, la<br />
camaradería robusta, las chicas<br />
expatriadas en la inmensidad remota de<br />
otro internado.<br />
Jugaba de defensa en el campo.<br />
Debajo de las medias, subidas hasta la<br />
frontera velluda de las rodillas, se<br />
colocaba unas espinilleras traídas por<br />
unos primos de la capital y aguardaba a<br />
los delanteros con porte de titán. Cuando<br />
se echaba a suerte la composición de los<br />
equipos, todo el mundo le quería a su<br />
lado. Se merecía la fama que le rodeaba,<br />
la estrategia excelente, la puntería de los<br />
disparos avezada. Si el marcador se<br />
ponía en su contra, corría como un<br />
descosido con elegancia de antílope,<br />
derrocaba el infortunio mediante la<br />
sublevación del brío y llenaba la<br />
asignatura del honor gracias a una<br />
avalancha de ímpetus. Escupía por<br />
doquier y a menudo soltaba exabruptos<br />
inéditos que nos sorprendían por la maña<br />
de su léxico. Blandía una risa de cuy en el<br />
marfil de las paletas y aturullaba el<br />
aliento con jadeos de chucho<br />
asilvestrado. Burgos, mientras tanto,<br />
destrozaba los padrastros de sus uñas en<br />
la cárcel de los reservas, sin disimular la<br />
cara larga al quedarse fuera del reto del<br />
cuero. El entrenador, sin apiadarse de<br />
ningún pelele, lo había dejado bien claro<br />
desde el principio, o se echaban las<br />
entrañas por la boca, literalmente, o a<br />
chupar banquillo. Imponía una disciplina<br />
imperativa y zanjaba los favores con un<br />
ramo de improperios recolectados en el<br />
terruño del infierno. Entre Burgos y<br />
Dueñas existía una tirantez que excedía<br />
las reglas juiciosas del balompié. Los<br />
nervios hervían a flor de piel en el<br />
descanso. No se dirigían la palabra en<br />
todo el partido, pero cualquiera con dos<br />
dedos de frente podía palpar el afán de la<br />
tensión que les abrumaba. Un zarpazo de<br />
celos precipitados arañaba mi ser al otear<br />
el devenir del mundo y el sexo,<br />
vapuleado por la copiosidad de las<br />
masturbaciones, amodorraba el cricrí de<br />
los síes en cuanto se cerraban las puertas<br />
del dormitorio.<br />
Prefiero estar contigo, y Dueñas<br />
asomaba su visaje de querubín por<br />
encima del cobijo de mi manta, el<br />
sonsonete de los gemidos circense, el<br />
zigzagueo de las manos envalentonado<br />
por la picardía de la connivencia.<br />
En la madrugada del día de<br />
marras, Dueñas y Burgos burlaron la<br />
vigilancia del cabo celador y se escaparon<br />
por una ventana. Se enfrentaron a una<br />
aventura de gigantes en medio del<br />
crepúsculo matutino, las pelvis indómitas,<br />
las estelas de la eternidad vehementes.<br />
Enseguida, detrás de los ciruelos, se<br />
besaron apabullados. La pasión se<br />
almidonaba por la frescura del relente y<br />
la vara de los castigos, apoyada en el<br />
atril del hermano Silvano, se difuminaba<br />
lejana. Hablaron del futuro con astucia de<br />
gatos, y la miel de los labios,<br />
acaramelada con dulzor de pera madura,<br />
expuso los pros y los contras de la<br />
fidelidad a la pata llana. Habían llevado la<br />
manta basta de la cama y se arroparon<br />
con ella detrás de la tapia de la fuente.<br />
Un duermevela de felicidad exuberante se<br />
explayó encima de la hierba porque el<br />
miedo a la vergüenza, talado por el hacha<br />
Página28
del arrobo, azuzaba el alborozo de las<br />
promesas. Oyeron unas campanadas que<br />
engalanaban otro tiempo distinto al del<br />
reloj carillón mientras las ideas,<br />
hermoseadas, desordenadas por el sigilo<br />
de las prioridades, se bañaban en la<br />
candidez de sus almas. Los vi desde mi<br />
puesto de espía del tercer piso y<br />
permanecí alelado, barnizado por un<br />
lustre de enojo y consternación. En ese<br />
momento me sentí el lado desigual de un<br />
triángulo isósceles. Me desguindé por la<br />
ventana utilizada por ellos y fui a su<br />
encuentro con los ojos nublados por la<br />
fárfara del espanto. La discusión se<br />
desbarató de inmediato con rezongos de<br />
órdago a la grande y la furia terminó<br />
regada sobre la cabeza de Dueñas con<br />
una piedra de aristas filosas. A la postre,<br />
la maraña del vértigo se apareó con la<br />
ventolera de los golpes y Burgos,<br />
desorbitado, lacado por una palidez de<br />
momia, detuvo la locura agarrándome la<br />
muñeca sin saber qué decir. Después,<br />
pasmados como fantasmas, regresamos a<br />
toda pastilla al refugio solitario de las<br />
sábanas.<br />
Veladura de matices y la tenue luz lleva la<br />
imagen evaporada a tu retina<br />
Página29<br />
Ha sido Jiménez, y la reputación<br />
de bocazas de Burgos astilló el oxígeno<br />
en el comedor, la verdad jaleada por la<br />
pandilla de los adláteres, el porvenir de<br />
mi apellido encadenado a un reformatorio<br />
de normas draconianas.<br />
Jorge Saiz Mingo<br />
Anábasis o expedición hacia el interior
Liza<br />
Página30
Viernes Santo<br />
Ya es completamente de noche y<br />
fuera debe hacer bastante frío, a juzgar<br />
por cómo se empaña el cristal con<br />
nuestra respiración acelerada y arrítmica.<br />
Por fin parecen tranquilos y está claro<br />
que ya alcanzaron su meta. Desde la<br />
ventana de mi salón, en el tercer piso, la<br />
vista es perfecta. Ahora sí que están<br />
alineados y cada cofradía custodia sus<br />
pasos en el orden en que los tendríamos<br />
que haber visto desfilar en la plaza, hace<br />
ya más de tres horas. Me lo sé de<br />
memoria y los intuyo uno a uno, aunque<br />
no los alcanzo a distinguir al completo,<br />
porque la fila se extiende a lo largo de<br />
toda la calle como una serpiente de<br />
colores vivos. Cristo azotado, humilde,<br />
coronado, nazareno, despojado, que<br />
perdona, crucificado, que musita las Siete<br />
Palabras, ensangrentado, descendido, en<br />
los brazos de su madre, a la vera de su<br />
cruz desnuda, yacente en el sepulcro…<br />
Son todos y lo ocupan todo, carretera y<br />
aceras de ambos lados. Por el jaleo que<br />
se escucha abajo intuyo que ya están<br />
forzando el acceso al portal. Abro la<br />
ventana y me incorporo sobre el alféizar<br />
para ver lo que ocurre. Un par de<br />
penitentes descalzos de gran<br />
envergadura se están valiendo de una<br />
cruz de hermosas dimensiones para<br />
forzar la puerta. Cierro de golpe la hoja<br />
porque el puzzle de capuchones vuelve la<br />
cabeza a lo alto para contemplarme. Por<br />
la estridencia del ruido de cristales, que<br />
seguramente han volado contra el suelo<br />
con los embates, creo que ya han logrado<br />
franquear la entrada. Margaret, que ha<br />
empalidecido de forma patente, no<br />
consigue apartar la mirada de la puerta<br />
de casa. John, por su parte, la abraza con<br />
fuerza mientras en su cara se van<br />
dibujando los rasgos del horror. Yo<br />
recuerdo ahora que mi única vecina de<br />
planta me dijo hace tan sólo un par de<br />
días que se iba a pasar la Semana Santa<br />
a la casa de su hermana en el pueblo. Los<br />
golpes secos y acompasados de los<br />
tambores retumban ya en las paredes del<br />
piso segundo y están aporreando con<br />
fuerza mi puerta cuando se me ocurre<br />
pensar en el daño que pueden sufrir las<br />
valiosísimas imágenes como intenten<br />
encajarlas en el ascensor y no las suban<br />
a plomo por las escaleras.<br />
La tarde estaba fresca cuando<br />
llegamos a la Plaza Mayor y todavía había<br />
bastantes huecos entre las sillas que<br />
habían habilitado para que locales y<br />
foráneos asistiéramos con cierta<br />
comodidad al paso de las treinta y dos<br />
imágenes y diecinueve cofradías que<br />
conforman la Procesión General de la<br />
Sagrada Pasión del Redentor, uno de los<br />
actos culminantes de la Semana Santa.<br />
La ciudad, como todos los años, llevaba<br />
varios días agitándose bajo un ambiente<br />
sacro y contrito. El asfixiante humo de los<br />
tubos de escape había cedido su espacio<br />
a las emanaciones balsámicas de los<br />
Página31
incensarios, y cofrades y penitentes, que<br />
habían arrebatado a los coches su<br />
espacio natural, atravesaban vías y<br />
plazas en un intrincado ir y venir de<br />
capas de raso, velones llameantes y<br />
golpes de tambor reiterativos y secos.<br />
Ocupamos nuestros asientos en<br />
un lateral de la plaza. Yo me entretenía,<br />
bien mirando la sorprendente crestería<br />
del edificio del Ayuntamiento, en la que<br />
no había reparado antes a pesar de lo<br />
distinguida que me parecía ahora, bien<br />
tratando de descifrar alguna conversación<br />
o bisbiseo de los que se sentaban en los<br />
asientos aledaños. Muy bajito, escuché<br />
que John le comentaba a Margaret que<br />
seguía fascinado por el realismo de<br />
algunas de las imágenes que veníamos<br />
contemplando estos días en el gran teatro<br />
de la calle.<br />
―Son bastante crudas, pero a la<br />
vez resultan tan bellas ―susurraba a su<br />
oído mientras repasaba en su cámara<br />
digital las instantáneas atesoradas<br />
durante estos días.<br />
―Perdona que me entrometa,<br />
John. Es el modo que tenían de avivar la<br />
fe de los fieles ―apunté a mi amigo para<br />
tratar de justificar una forma de arte que<br />
sólo se ha manifestado en nuestro país,<br />
al margen del resto de Europa, y que a<br />
buen seguro tiene que resultar difícil de<br />
digerir para los que no lo han<br />
contemplado como un hecho cotidiano<br />
toda su vida―.Y viendo cómo está la<br />
plaza ―completé― se podría decir que la<br />
Iglesia sigue exacerbando a sus devotos<br />
muchos años más tarde.<br />
Margaret, un ángel de veintiún<br />
años, tez blanca, cabellos rubios y ojos<br />
pardos que se había traído John a mi casa<br />
como compañera de viaje, comentó que<br />
este gusto por exhibir en las calles<br />
cuerpos escarnecidos y sangrientos le<br />
provocaba mucha angustia. Se explicaba<br />
así:<br />
―No sé, estar aquí ahora<br />
mismo. Es como si de un momento a otro<br />
fuera a dar comienzo uno de esos<br />
horribles autos de fe de un tribunal<br />
inquisidor y el destino nos hubiera elegido<br />
a nosotros para presenciar el juicio a los<br />
reos. Sólo de imaginarlo siento<br />
escalofríos ―decía con cara de angustia y<br />
abrazándose con unas manos delicadas<br />
de finos y delgados dedos.<br />
―Qué exagerada eres ―la besó<br />
tiernamente John.<br />
―No te preocupes, Margaret<br />
―intervine de inmediato―. Mañana<br />
iremos a pasar el día fuera para que<br />
contemples el cielo luminoso de esta<br />
tierra y los enormes campos de cereal<br />
que se extienden a escasos kilómetros.<br />
Ya verás cómo dentro de poco estas<br />
procesiones quedan en tu recuerdo como<br />
una curiosidad más de un viaje de<br />
primavera a otro país.<br />
Luego los tres permanecimos en<br />
silencio, ensimismados en los pequeños<br />
entretenimientos que teníamos a mano:<br />
John manipulando su cámara de fotos,<br />
Margaret ojeando una guía que nos<br />
habían dado al adquirir las localidades y<br />
yo contemplando cómo las nubes iban<br />
dibujando o desdibujando perfiles<br />
caprichosos en un cielo que parecía<br />
pintado a brochazos púrpuras y naranjas.<br />
Porque sentía que mis pies y mis<br />
piernas se empezaban a entumecer, se<br />
me ocurrió echar un vistazo al reloj de la<br />
torre del Ayuntamiento, al que faltaban<br />
tan sólo cinco minutos para marcar las<br />
nueve menos cuarto de la noche. Si no<br />
me fallaban los cálculos, en escasos<br />
minutos harían su entrada los primeros<br />
hermanos de la Cofradía de la Sagrada<br />
Cena, precedidos por un piquete de la<br />
Guardia Civil a caballo y con uniforme de<br />
gala, recordando la participación en el<br />
Página32
pasado de las fuerzas de seguridad para<br />
garantizar que las gentes se apartasen al<br />
paso del cortejo; pero no fue así.<br />
El tiempo iba pasando, el cielo<br />
ennegrecía deprisa y el aire, con la<br />
ausencia de luz, se iba volviendo gélido y<br />
espeso. Resultaba cada vez más<br />
incómodo permanecer en esas<br />
condiciones a la espera de un<br />
acontecimiento que no tenía prisa por<br />
comenzar. Mucha gente, igual que<br />
nosotros, se empezó a mostrar<br />
impaciente. Unos se pusieron de pie,<br />
otros silbaron y muchos alzaron las voces<br />
lanzando fueras y reclamando que<br />
comenzará el espectáculo o que<br />
devolvieran el dinero. Los de la<br />
organización, hombres que se distinguían<br />
por ir vestidos con traje y medallón<br />
distintivo de la cofradía colgado al cuello,<br />
se movían de un lado a otro<br />
desconcertados y solicitando a la<br />
audiencia un poco de calma. El murmullo<br />
de cornetas y tambores que había estado<br />
cercando la plaza durante más de una<br />
hora apenas ya se intuía a lo lejos.<br />
Ante aquel tumulto de un público<br />
descontento y enfadado irrumpió en la<br />
balconada de la Casa Consistorial un<br />
grupo de cinco o seis clérigos ataviados<br />
con hábito negro y borlones rojos, de<br />
entre los que el más orondo tomó un<br />
altavoz y se dirigió al apasionado graderío<br />
para relatar algo que nos dejaría aún más<br />
asombrados de lo que estábamos. El<br />
mensaje podría resumirse en que, por<br />
causas que desconocían, tallas y cofrades<br />
se habían separado de la ruta prevista y<br />
estaban procesionando sin control por<br />
otras calles de la ciudad, causando un<br />
tremendo caos de tráfico y un<br />
desconcierto general entre vecinos y<br />
turistas.<br />
Policía y organización, según se<br />
explicaba el sacerdote con esa voz<br />
cansina y neutra que vuelve algunas<br />
homilías soporíferas y alejadas de este<br />
mundo, estaban intentando a esa hora<br />
reconducir la comitiva con escaso éxito.<br />
Aquella marcha, a esas alturas<br />
incontrolada, aunque pacífica, se<br />
mostraba vehemente en alcanzar un<br />
destino para ellos ignoto, y el comité<br />
anticrisis creado para la ocasión estaba<br />
valorando la mejor alternativa para<br />
terminar con tan imprevisto suceso,<br />
recomendándonos a todos que nos<br />
retiráramos a nuestras casas para evitar<br />
mayor confusión y por si se veían<br />
obligados a adoptar medidas de fuerza<br />
que hicieran entrar en razón a los<br />
desbocados cofrades.<br />
Tras una especie de bendición<br />
que apenas pude entender, debido a las<br />
voces y arrastrar de sillas de los<br />
asistentes, pero que intuí por el gesto del<br />
oficiante, los sacerdotes abandonaron la<br />
balconada. John y Margaret no salían de<br />
su extrañeza, y yo tampoco, para qué<br />
negarlo. Convinimos los tres en que lo<br />
mejor era regresar a casa como nos<br />
habían indicado, más que por atender la<br />
recomendación porque estábamos<br />
ateridos de frío tras tan larga e<br />
infructuosa espera. Margaret no dejaba<br />
de mover la cabeza de un lado a otro en<br />
una señal inequívoca de no entender<br />
nada. Yo me trataba de excusar, aunque<br />
nada tenía que ver conmigo lo ocurrido,<br />
señalándoles que en toda mi vida había<br />
asistido a algo semejante.<br />
―¡Españoles! Qué carácter.<br />
Hasta las fuerzas del orden para controlar<br />
el motín. Esto tiene gracia ―bromeó<br />
John.<br />
―Quizá exageraron un poco<br />
―manifesté casi sin saber de qué modo<br />
justificar este desatino, y añadí, para<br />
poner un poco de cordura a la<br />
situación―: si por algo se han distinguido<br />
las procesiones de esta ciudad es por su<br />
carácter serio y solemne.<br />
Página33
―Estoy helada ―dijo Margaret.<br />
John, solícito, la rodeó con el brazo y los<br />
tres comenzamos a andar sin prisa.<br />
Avanzábamos hacia mi casa,<br />
situada en una calle secundaria<br />
seccionada por la vía del ferrocarril y<br />
rodeada por otras calles estrechas y<br />
callejones sin salida, cuando desde todas<br />
las arterias que atravesábamos en<br />
nuestro recorrido comenzaron a salir a<br />
nuestro encuentro muchas de las<br />
cofradías y pasos que hubieran tenido<br />
que estar procesionando por la ruta<br />
prevista. La sensación fue muy extraña,<br />
me temo que para los tres, o así me<br />
pareció al ver la cara de susto que<br />
llevaba la pobre Margaret. Carretas y<br />
cofrades marchaban muy deprisa,<br />
emulando un río desbocado que, fuera de<br />
su senda natural, anegara todo lo que<br />
encuentra por delante. En nuestro rápido<br />
marchar, arrastrados por la<br />
muchedumbre de capirotes, cruces y<br />
tallas, temí que alguna de las<br />
preciosísimas esculturas se fuera al suelo<br />
sufriendo daños irreparables o hiriendo a<br />
alguno de los escasos viandantes que,<br />
como nosotros, aún no habían llegado a<br />
su casa.<br />
ilesos de esa aglomeración demente,<br />
pues tuvo John también que arrastrar a<br />
Margaret unos metros cuando un<br />
capuchón le puso claramente la zancadilla<br />
para impedir que avanzara y escapara de<br />
entre ellos. De este modo, libres los tres,<br />
echamos a correr al unísono, y aunque<br />
parecían tener ganas, ninguno se lanzó<br />
detrás de nosotros. En realidad, sólo<br />
respiramos tranquilos cuando<br />
conseguimos llegar a casa y dar dos<br />
vueltas a la llave.<br />
No sé por qué los tres nos<br />
plantamos delante de la ventana para<br />
esperar algún desenlace y, por desgracia,<br />
el desenlace iba a llegar antes de lo que<br />
imaginábamos.<br />
Sonia Martínez<br />
Página34<br />
No podría asegurar que nos<br />
estuvieran acorralando o persiguiendo,<br />
pero el ambiente resultaba cada vez más<br />
violento y vertiginoso. Varias veces sentí,<br />
mientras me abría paso entre esa legión<br />
de fanáticos, que la llama de algún velón<br />
se aproximaba demasiado a mi cabeza y<br />
al menos una vez sorprendí a John<br />
sofocando con la mano pequeñas llamitas<br />
que se habían prendido en el pelaje de la<br />
capucha de mi cazadora, aunque no me<br />
dijo nada, pienso ahora que para no<br />
preocuparme. Gracias a él, que iba en<br />
cabeza y que se valió de más de un<br />
empujón a esa panda de desbocados,<br />
conseguimos situarnos por delante de<br />
ellos, pero a punto estuvimos de no salir<br />
La metamorfosis kafkiana
La broma infinita<br />
Página35
Urna de luna<br />
Página36
HISTORIA DE LA FAMA IMPERECEDERA<br />
Desde antiguo los hombres aspiraron a la fama. Así sus huellas durarían y no<br />
serían solo barro, huesos que se pisotean.<br />
Los muertos hablaban a los vivos para convencerles de que la fama perdura. Pero<br />
hasta los muertos se cansaban de aparecerse y se disolvían en humo, los abuelos eran<br />
desplazados por los padres que inevitablemente también dejarían su hueco a los<br />
siguientes muertos que se apresuraban a buscar su lugar.<br />
No tardaron mucho los hombres en comprender que la auténtica gloria debía<br />
remontarse más allá, y poblaron sus historias de héroes legendarios, que resistían los<br />
embates del tiempo, y cada generación cantaba sus hazañas con renovado ímpetu.<br />
Página37<br />
Cada terruño tenía su héroe y del héroe al dios no hay mucho trecho.<br />
La humanidad, siempre inquieta, con habilidad y tesón fue dominando mares y<br />
tierras. El mundo se hacía más pequeño a la vez que el comercio aumentaba. Pronto se<br />
erigieron monumentos y el mayor de todos: palabras hechos símbolos y símbolos que<br />
formaban historias. El héroe imperecedero lo era doblemente. Al fin, resguardadas en<br />
tablillas y pergaminos, sus aventuras y extravagancias pervivían inmutables en símbolos<br />
encerradas.<br />
Ay, el humano. No, nunca descansa. Ya no era solo el héroe el que reclamaba el<br />
hueco sino su contador, su hacedor, su embaucador: el artista. De este modo, los escritos<br />
empezaron a tener autor, desde el ciego legendario hasta los serios griegos que<br />
representamos intachables y serenos. El artista reclamó su cuota de inmortalidad junto a<br />
los reyes que erigieron maravillas, cuyas ruinas, pasados los siglos, contemplan<br />
admirados los turistas.<br />
Pero esa humanidad insaciable quería más y más, inventando dioses cada vez<br />
más poderosos de modo que la propia inmortalidad de cada uno era cosa de pura fe, de<br />
humilde recogimiento. Tanta era la misericordia de su Dios. No es de extrañar que ante<br />
tan gran señor el artista enmudeciera, callara el nombre, dejara solo la huella, la plegaria.<br />
Pues el arte se hizo oración y ninguna otra cosa.<br />
Mas tampoco eso era para siempre, ay, que estamos entreviendo que nada dura,<br />
pues hasta la bondad divina parece cansarse, si juzgamos el devenir doloroso de la<br />
criatura humana.
De nuevo, los inventos, los conocimientos y el orgullo se acrecieron y el hombre<br />
acabó por dejar a Dios en un rincón, más para ser entretenimiento de sabios piadosos que<br />
guía de la humanidad. El artista, que se había agazapado detrás del humo de los altares,<br />
salió de su escondite y otra vez proclamó su nombradía. Ahora sí era inmortal: la<br />
imprenta hacía que sus palabras se reprodujeran casi infinitas por innúmeros lugares. Los<br />
libros, la cultura, la palabra heredada, repetida, estudiada, endiosada.<br />
Los héroes antiguos palidecían, las historias contadas al amor de la lumbre eran<br />
ya un recuerdo casi innecesario. Miles y miles de veces se repetía lo mismo en el mismo<br />
orden y cumplimiento. Aquello era lo máximo que ningún bardo hubiera nunca imaginado.<br />
El hidalgo manchego ya era de más personas de lo que nunca habían soñado los ceñudos<br />
habitantes del Olimpo.<br />
El mundo se llenó de libros, se atiborró de letras, se estremeció en sus cimientos.<br />
Y también de ellos se hartó, se aburrió y los olvidó. ¿Dónde quedaba su memoria, dónde<br />
el imperecedero destino de sus ocurrencias y naderías?<br />
Qué decir de cuadros y músicas, en partituras congeladas. El mundo se atestó de<br />
manifestaciones artísticas, cada una con su autor en busca de reconocimiento. Y, cómo<br />
no, la humana criatura halló forma de inmortalizar cuadros en fotografías y sonidos en<br />
grabaciones. No solo sabíamos la obra, sino también el retrato de un señor del que se<br />
predicaba su composición.<br />
El artista, siempre ensoberbecido, proclamaba a los cuatro vientos la excelencia<br />
de su alma, y, a menudo, miraba con desdén los avances de la técnica. Desagradecido<br />
hasta el extremo, no reparaba en que la perduración de su obra descansaba en la labor<br />
oscura de los olvidados hombres que, incansables, ideaban artilugios para que su arte<br />
sobreviviera y se multiplicara, sin nunca calmar del todo su desmedida ansia de gloria.<br />
Página38<br />
Hubo quien, ante la inevitable proliferación de archivos, bibliotecas y museos,<br />
vaticinó que el mundo entero se cubriría por completo con libros, o, incluso, con un mapa<br />
minucioso de sí mismo, detalle por detalle, biografía amontonada. Y todo destinado al<br />
olvido y a la destrucción, pues la mayor enemiga de la fama es la sobreabundancia de<br />
celebridades nimias.<br />
De este modo llegamos a la modernidad, donde los acontecimientos han dado<br />
otra vuelta inesperada. De la mano de la llamada digitalización, se hace diminuto el<br />
archivo y gigantesco su contenido. Ya no hace falta preocuparse de la exponencial<br />
acumulación de datos. Todos a buen recaudo. Aún más, el casi infinito hervidero de la red<br />
se convierte en un vete y ven instantáneo de noticias, cotilleos, opiniones y también de<br />
arte, que, ahora, definitivamente inmortal, se asoma a millones de hogares, a millones de<br />
almas. ¿Qué chamán hubiera sospechado tan numerosa concurrencia?<br />
Todos entre todos aspirando a esa fama imperecedera que, siempre esquiva, se<br />
esconde en los pasillos de servidores ignotos en islas inverosímiles. Y es fama, como<br />
siempre en el fondo ha sido, un cosquilleo, una nubecilla de verano que acaba en<br />
tormenta que moja apenas un prado y se disuelve para siempre, perdida su memoria<br />
entre los miles de millones de bits que anónimos circulan olvidados de su remoto origen.<br />
Alfonso Hernando
Abismos<br />
Página39
Obliteración<br />
Página40
¡bulevar es robar!<br />
No hace mucho que he terminado de escribir un nuevo guión. El argumento va de todo<br />
aquello que sucedió en el barrio de Gamonal hace un par de años, en enero de 2014 por culpa del<br />
tan renombrado bulevar. Es además un musical. Una locura que probablemente acabará (como<br />
tantos otros guiones que he escrito) agotado por el tiempo en un cajón. Pero tranquilos, que<br />
contrariamente a lo que diría el otro, “yo no he venido aquí a hablar de mi libro”. Lo que sí puedo<br />
afirmar es que escribir un guión siempre es apasionante, es una gozada (no en vano es la parte más<br />
libre y desde luego más económica del proceso de hacer una película).<br />
Para documentarme he visto innumerables vídeos y fotografías. Los hay a cientos, la<br />
mayoría hechos por gente anónima cuya única pretensión es dejar constancia gráfica de todo lo que<br />
sucedió durante aquellos delirantes días de asfalto, humo y revolución.<br />
Página41<br />
Me doy cuenta de que actualmente hay tantos fotógrafos como personas con teléfono<br />
móvil. Es decir muchas… casi todas. La mayoría de las fotos que hacemos con el móvil acabarán<br />
probablemente pudriéndose algún día en la tarjeta SIM o en el mismo teléfono sin llegar a ver<br />
nunca la luz. Pero algunas imágenes tienen suerte, son indultadas y acaban expandiéndose por la<br />
realidad y la vida, catapultadas por Internet y las redes sociales. Es el caso de estas fotos de<br />
Gamonal, sin cuya existencia no hubiéramos podido comprender lo que allí sucedió y<br />
probablemente yo no habría podido escribir este guión.<br />
Muchas fotos están hechas desde la posición de la valentía, desafiando al Gran Hermano<br />
que todo lo ve. Cualquier fotógrafo manifestante saca entonces en mitad del tumulto su teléfono<br />
móvil y ¡zas!, dispara. Lo hace con más rapidez y eficacia que la propia policía, que observa<br />
impotente y desconcertada como es fotografiada desde cualquier ángulo posible. Y ante esto… “no<br />
hay ley mordaza que valga, señor ministro”.<br />
Observo con detenimiento varias de mis fotografías favoritas… Y elijo una. Una de las<br />
que yo denomino fotografía movimiento. Una imagen estática donde varios elementos parecen<br />
moverse. Probablemente se trate de un efecto indeseado, propio de la escasa calidad fotográfica de<br />
las cámaras de los teléfonos. Pero esas manos en movimiento, denotan y traducen toda la acción que<br />
se vivió esos días. Quizá alguien grito “¡manos arriba esto es un atraco!” y todos levantaron las<br />
manos. Bueno, todos no. La chica de la derecha parece algo desubicada. Si la aislamos del contexto<br />
podría encajar perfectamente como espectadora viendo la vuelta a Burgos o la cabalgata de Reyes.<br />
Pero ahí está, en todo el meollo, con las manos en los bolsillos, escapando del frío, sin que por ello<br />
podamos acusarla de falta de compromiso.
El resto levanta las manos y grita. Incluso el chico de la braga polar calada hasta la nariz,<br />
que en su mano izquierda sostiene esa pequeña pancarta con un mensaje que resume todo el peso<br />
de la indignación que el barrio de Gamonal fue acumulando tras tantos años de injusticia y recortes:<br />
¡Bulevar es robar! La pequeña pancarta es liviana y está predestinada a no durar mucho más de lo<br />
que iban a durar las protestas, pero ahí está, cumpliendo su papel discreto pero efectivo.<br />
Página42<br />
Creo vislumbrar también cierta metáfora al observar en la parte superior derecha, el cartel<br />
de la calle Vitoria junto a la antena parabólica. Un elemento fundamental de estas protestas fue sin<br />
lugar a dudas la presencia de la televisión. El lanzamiento al mundo de todo lo que estaba pasando<br />
en esta calle de Burgos. Es más, me atrevo a decir que si durante las movilizaciones del Bulevar<br />
hubiera habido una proclamación independentista en Cataluña o se hubiera descubierto vida en otro<br />
planeta, la historia del Bulevar apenas hubiera trascendido y probablemente las movilizaciones<br />
hubiesen sido tan efímeras que quizás al día de hoy el cuerpo de aquel horroroso bulevar estaría<br />
reptando a lo largo de la calle Vitoria.<br />
Pero sigamos con la fotografía. Abajo a la izquierda hay una parte de la imagen que me<br />
confunde y me desconcierta. Incluso llega a darme algo de miedo. Parece una conjunción entre<br />
brazo y cara. Tiene apariencia de espectro. Una imagen confusa digna del análisis de Iker Jiménez.<br />
Algo extraño que no inquieta para nada al señor que se ha convertido en uno de los elementos<br />
principales de la fotografía. Grita y levanta las manos convencido de que por fin ha llegado el<br />
momento. De que ya basta de ser el figurante que ve la vida en zapatillas desde el balcón de casa.<br />
De que la calle es de todos y no sólo de Lacalle. No tiene pinta de terrorista, de malhechor, de<br />
criminal, ni tan siquiera de no haber votado al PP en más de una ocasión. Un hombre del barrio que<br />
está ya (como tantos otros) hasta las pelotas de tanto mamoneo. Ha llegado la hora y “si hay que<br />
salir a la calle, pues se sale. Y si hay que gritar, se grita, coño”.
Completamos la imagen con uno de los símbolos de Gamonal. Un gigantesco edificio que<br />
observa en último término impertérrito, como justo en frente han levantado un buen trozo de asfalto<br />
que al cabo de unos días el señor alcalde humillado y vencido, tendrá que tapar. Porque este partido<br />
lo gana Gamonal y ya lo dice la pancarta: ¡Bulevar es robar!... ambos infinitivos… de la primera<br />
conjugación.<br />
Lino Varela Cervino<br />
Página43<br />
Ensueño indescifrable
Las lágrimas del criptarca<br />
Página44
[Carpeta de Fernando Renes]<br />
Por Estela Rojo Hernández<br />
Página45
La trayectoria artística de Fernando Renes (Covarrubias, Burgos, 1970) se<br />
nutre de experiencias vitales, cotidianas, de afrontar el día a día desde la mirada de un<br />
“buscador” como el mismo se ha definido en más de una ocasión. Innovar e inventar<br />
forma parte de ese recorrido, por eso su práctica creativa ha ido evolucionando de la<br />
sencillez del dibujo a la animación hasta experimentar con soportes diversos desde el<br />
propio muro a la terracota recientemente.<br />
Página46<br />
Su carrera como artista le ha llevado a alternar residencias que van desde Nueva<br />
York a Roma convirtiéndose en el contrapunto a su lugar de origen Covarrubias. De la<br />
pequeña a la gran urbe pero todos ellas por igual testigos activos que han proporcionado<br />
experiencias con los que ha ido construyendo su personalísimo imaginario. Las dualidades<br />
de este bagaje se plasman en sus obras con ironía y humor dos de las más cualidades<br />
más atrayentes de sus propuestas.
El trabajo de Fernando está marcado por la absoluta libertad tal vez por ello<br />
encontró en el dibujo su mejor aliado. Acuarelas, lápiz y papel han sido desde sus inicios<br />
sus herramientas principales, que le han permitido afrontar la práctica artística bajo<br />
premisas como la ligereza y la inmediatez y siempre bajo la inquietud de explorar los<br />
límites formales del dibujo lo que le ha hecho trascender los soportes habituales.<br />
“Entiendo el dibujo como práctica y como producto de algo radical, individual e<br />
incisivo y, sobre todo, como un fin en sí mismo”<br />
A partir de 1998 dio paso al uso de la tecnología creando toda una serie de<br />
videoanimaciones que dotaban de movimiento a sus dibujos.<br />
“Comencé a hacer animación al sentir que podía desarrollar los caracteres y<br />
escenas, darles movimiento y así llevarles a un mundo más temporal”.<br />
En el natural proceso de crecimiento artístico también el dibujo se fue ido<br />
haciendo más complejo, ganando en dimensiones y en la actualidad sorprende<br />
incorporando ese mundo visual a soportes como los lebrillo. Fue una propuesta expositiva<br />
que homenajeaba a Lorca el detonante que hizo incorporar la cerámica a sus propuestas,<br />
dotando de corporeidad al dibujo.<br />
«Sabiendo que a Lorca le apasionaba lo popular, intuía que la cerámica sería algo<br />
de su gusto, pero me apetecía hacer alguna pieza que no fuera meramente decorativa;<br />
por eso pensé en el lebrillo, recipiente que antes servía prácticamente para todo y que,<br />
desde el punto de vista plástico, veo muy potente, muy corpóreo”<br />
Página47<br />
Imagen de la Galería Adora Calvo<br />
Imágenes y palabras se complementan en sus proyectos generando referencias<br />
que van de lo erudito a lo popular como han definido algunos críticos.
“Siempre he trabajado con la palabra, a veces apropiándome de textos, otras con<br />
textos propios. Algunas veces la imagen crea la frase y otras es una frase la que<br />
desarrolla la imagen, pero ninguno de los dos métodos es intencionado.”<br />
Imagen de la exposición "Cibernética y Nutrición" en el DA2 Salamanca<br />
Página48<br />
Sobre el uso el uso de referencias escritas podemos remitirnos a los títulos de sus<br />
obras y las frases que protagonizan muchas de sus exposiciones. Ejemplos de ellos nos<br />
dan pistas de las variadas temáticas a las que se enfrenta, desde cuestiones relativas al<br />
mundo del arte, la alimentación, la vida en la urbe, anécdotas del día a día, o cuestiones<br />
existenciales. Tiempos de Pasta fresca, De Covarrubias a Nueva York, Everything<br />
matters, dibujos de un tartamudo, Romance omnívoro…
Fernando presta atención a los pequeños detalles de su experiencia, detalles que<br />
pueden parecer superficiales, insignificantes pero que él logra trascender y situarlos en un<br />
primer plano convirtiéndolos en reflexiones que articulan su día a día.<br />
“Todo puede ser relevante de alguna manera, suelo pensar que el arte y la<br />
práctica del mismo entronca con la irrealidad de este mundo. Las escenas y elementos<br />
que aparecen en mi obra a veces son pensadas y otras automáticas, pero siempre<br />
personales.”<br />
El carácter instalativo ha ido cobrando fuerza también en sus planteamientos<br />
expositivos, donde las piezas adquieren un carácter escenográfico casi teatral a través de<br />
los cuales se respira el ingenio y el humor del artista articulando el recorrido del<br />
espectador.<br />
Página49<br />
Imagen de la exposición "Cibernética y Nutrición" en el DA2 Salamanca<br />
El trabajo de Renes en definitiva es una mirada incisiva y crítica al mundo que<br />
nos rodea pero sin más pretensiones que su propia evidencia. Una obra cargada de<br />
ironía, que aborda desde la honestidad de aquel que no busca en el arte más que una<br />
herramienta de autorreflexión y crítica hacia el mundo en el que vivimos.<br />
Para saber más:<br />
http://fernandorenes.com/<br />
http://www.rtve.es/alacarta/videos/metropolis/metropolis-dibujamos-2-<br />
espana/214192/
No es ilógico, sino el delirio de la lógica<br />
Página50
Me han llamado a existir durante un rato,<br />
y daba gusto estar vivo.<br />
No han tirado a morderme ni han ladrado<br />
los dos perros de guardia<br />
apostados a la entrada del jardín.<br />
Nadie ha salido a gritarme o a ser servido.<br />
Me encontraba como en un cuarto de estar<br />
a modo de pérgola o cenador<br />
dentro de un jardín sin límites.<br />
Tenía ante mí servida una gran mesa<br />
con un sillón inmenso<br />
en el que alguien ha debido de sentirse solo.<br />
Pero no he osado aproximar mi hambre.<br />
Nadie podrá decir que fue el intruso.<br />
Me he dado una vuelta por allí<br />
en medio de un silencio sospechoso,<br />
sintiéndome furtivo.<br />
Me gustaría haber nacido dentro.<br />
Porque sólo de ponerme a pensar<br />
que estaba teniendo el atrevimiento de existir<br />
siendo de fuera...<br />
Porque sólo de pararme a considerar<br />
que no era sino un invitado ocasional<br />
y que pronto iba a sonar la señal para salir...<br />
Página51<br />
¿Dónde quedaba el interior interno,<br />
ese cuarto de estar acogedor e íntimo<br />
donde todo se ha urdido,<br />
donde habría prendido la idea<br />
y la semilla de esta profusión?<br />
¿Dónde estaba el ausente?<br />
Antes de abandonar el jardín,<br />
lo he mirado por última vez<br />
y me he quedado fijo en la instantánea.<br />
En el momento de salir,<br />
he visto que los dos perros eran de mármol.<br />
Pero me han mirado con ojos de misericordia,<br />
y he echado a correr despavorido.<br />
Antolín Iglesias Páramo<br />
(De El río no encontraba el mar, Ediciones Rilke)
Relatos de agua<br />
Página52
SERÉ TU SOMBRA<br />
Ayer leí en la palma de tu mano<br />
la línea inexorable que te ata a mi destino,<br />
pero elegí nada decir para no ahuyentar<br />
aún más tu corazón prófugo de mí.<br />
Anhelo las esencias siempre ignotas<br />
que guardas en tu piel que me desvela,<br />
y seguro estoy que se esparcen<br />
en fragancias deliciosas. que impregnan<br />
el aire en el que habitas.<br />
Y he de aguardar anidado en el silencio<br />
hasta que al fin adviertas que yo existo,<br />
que soy esa sombra lánguida y callada<br />
que se elonga para fundirse con la tuya,<br />
y así, de esa penumbra que visita tu figura,<br />
no podrás despojarte ni aunque quieras.<br />
Página53<br />
Luis C. Montenegro<br />
(Buenos Aires, noviembre 2015)
Relatos de agua. LAS MORADAS<br />
Página54
hORIZONTE<br />
Tarragona, 28-07-2015<br />
Para Marina,<br />
la sirena de las olas de mi corazón<br />
“Sumergirse en el agua,<br />
cerrar los ojos<br />
y convertirse en pez” 1)<br />
Silencio, el mar la recibe callado,<br />
atento, a expensas del dibujo<br />
de su cuerpo en el agua,<br />
a la espera de las primeras escamas<br />
y del primer aleteo.<br />
Abre los ojos<br />
y el mar se mete dentro,<br />
explora su alma, sus recuerdos;<br />
y tras una película de burbujas<br />
se oye su lamento.<br />
El mar le habla y le cuenta un cuento.<br />
Se tiñe del verde de sus ojos<br />
y se ciñen las olas a su movimiento.<br />
Ella lo olvida todo,<br />
y tumbada sobre ostras perleras y<br />
corales<br />
mira el encharcado cielo.<br />
Y entonces vuela,<br />
y las nubes bajan al suelo.<br />
Al dar las doce<br />
pierde la cola de cristal<br />
y toca el suelo,<br />
dice adiós al mar<br />
y se despide del cielo.<br />
Finaliza el baile<br />
y acaba el cuento;<br />
aterriza el ave<br />
y cesa el lamento.<br />
Pero el mar la quiere en su lecho,<br />
y dejando un corazón de escamas<br />
entre sus piernas,<br />
la acompaña con su brisa<br />
mientras camina<br />
y le susurra al oído:<br />
“Marina”.<br />
Carmen Martínez Alonso<br />
Página55<br />
Ya no tiene cola,<br />
la sirena es un ave del viento.<br />
Se la llevan suspiros de marineros<br />
y las canciones piratas de otros tiempos.<br />
El olor a sal despierta<br />
su apetito de sueños.<br />
Balanceada por las olas<br />
comienza a bailar lento,<br />
bailarina de papel pinocho<br />
y amazona de veleros.<br />
——————————————————<br />
1)<br />
Referencia a la obra Reflexiones de una<br />
soñadora, de la misma autora
¡Fracking NO!<br />
Página56
Cuando se oculte el sol recogeré<br />
las pequeñas basuras que fue dejando el día:<br />
detritus de sucesos, pensamientos banales,<br />
los últimos ladridos de los perros<br />
y en una bolsa negra, bien atados,<br />
los llevaré a la planta de residuos.<br />
Allí se mezclarán<br />
con el semen incierto de tantos perdedores<br />
y muy temprano, como cada mañana<br />
comenzará de nuevo la rutina<br />
de la autoinmolación.<br />
Café con leche y un poquito de azúcar<br />
para no hacer las horas más amargas.<br />
Página57<br />
Julián Alonso<br />
(Del libro inédito Arrugas en un traje recién planchado)
Destrucción. La niebla inunda la morgue y disipa el tiempo… y disipa el alma<br />
Página58
Meditación<br />
A las silenciosas B.y M.<br />
Cerrar las puertas, las ventanas, las cortinas. Cerrar los ojos. Por las rendijas se<br />
cuelan siempre hilos de pensamientos, rastros de supervivencia, jirones de maldad<br />
humana y esa molesta baba de caracol que es la esperanza.<br />
Pero la suerte está echada. Tú ya has cerrado los ojos y la tormenta de arena<br />
sobrevuela tu cabeza. La dejas pasar, se aleja arrastrada por el poderoso aliento del<br />
Norte.<br />
Sin embargo tú no te alejas. Te quedas, sentada en la penumbra. Ningún viaje,<br />
ninguna escapada a una galaxia o a la vuelta de la esquina. Te quedas. Respiras. Te<br />
sientas y respiras. Hacer silencio. Hacer el gran silencio. Como si fuera fácil acallar la<br />
música subterránea, la algarabía de la sangre, la flauta de los bronquios, la pajarería de<br />
los nervios.<br />
Página59<br />
Respira. Aquí y ahora. Es el instante que atrapas en los haikus que escribes.<br />
Todavía hay destellos, luz de cristales que centellean en los resquicios de las puertas.<br />
Vanidad de vanidades. Nada de nada.<br />
Más oscuridad aún. La oscuridad que eres y en la que te hundes, negra noche que<br />
es. Ni luna, ni estrellas, ni pirámides de Egipto, ni doradas arenas del desierto.<br />
Hundirte aquí mismo, en este páramo del color de los gorriones, disuelta en el<br />
humus de la meseta, en tu tierra leve, en tu pequeña patria., en tu tierra prometida. No<br />
otra. Aquí es. Aquí estás, embebida. Ahora lo sabes.<br />
Junto a los demás silenciosos te despiertas, abres los ojos, las ventanas, las<br />
puertas. Junto a los demás silenciosos te levantas, sacudes la tierra de tu vestido, sales a<br />
la calle, renaces de tus cenizas.<br />
Soledad Medina
Musa de Jano, dios de los principios y finales<br />
Página60
EL RELOJERICO<br />
Le llamaban El Relojerico, porque tenía el afán de acercarse a cada transeúnte<br />
preguntando qué hora era. «Pobre chiflado loco», se decían, y reían entre dientes, aunque les<br />
costaba disimular su incomodidad cuando El Relojerico les aferraba la muñeca para mirarles a<br />
los ojos. Sus dedos huesudos tenían una fuerza que desmerecía de su enjuta presencia. «¡Pues<br />
vaya con el viejo!», se carcajeaban, molestos.<br />
El Relojerico siempre estaba en el mismo lugar, la Gran Avenida del Paseo Mártires, pero<br />
le acompañaba un niño avispado que hacía los mandados para él. Le llamaban El Minutero, en<br />
honor a su patrón.<br />
Solo hoy supe, por fin, a qué se dedicaban realmente El Relojerico y El Minutero, cuando<br />
el segundo me retorció la manga de la chaqueta del traje y me llevó ante el viejo loco.<br />
—¿Qué hora es? —me preguntó.<br />
—No llevo reloj —le contesté, deseando zafarme de él.<br />
Página61<br />
Entonces me miró al fondo de los ojos y pude contemplar en los suyos un océano de<br />
galaxias, constelaciones brillantes en una oscuridad infinita.<br />
—Es la hora de tu muerte —me anunció, con voz serena.<br />
Y la noche, una noche bellísima, me envolvió.<br />
Rocío de Juan Romero
Relatos de silencio I<br />
Página62
CETMEN C<br />
Dedicado a J. Manrique<br />
Por enésima vez, introduzco el<br />
pañuelo envolviendo la punta del dedo<br />
por la recámara y vuelve a salir negro, se<br />
diría que hemos venido a hacer la mili<br />
para limpiar los chopos, pero nos<br />
jugamos el permiso del fin de semana y<br />
el sargento Mansilla aguarda a<br />
comprobarlos, uno por uno, ayudado por<br />
su pañuelo inmaculado con las siglas ET<br />
primorosamente bordadas en color caqui.<br />
Cada vez que venimos al campo de<br />
tiro se repite la misma historia: limpieza<br />
y revista; da igual si el arma se ha<br />
encasquillado (como suele ocurrir de<br />
media cada cuatro disparos), o si has<br />
tenido la fortuna de disparar todo el<br />
cargador, es por eso que en lugar de<br />
llamar al cetmen por su nombre oficial,<br />
«Centro de Estudios Técnicos de<br />
Materiales Especiales», los reclutas<br />
preferimos renombrarlo como «Cada<br />
Esquina Tiene Mierda Escondida». El<br />
cetme es lo que diferencia a un soldado<br />
de un recluta, o a un militar de un civil,<br />
su tacto es áspero como el de la madera<br />
que lleva tiempo esperando a ser<br />
quemada; te puede llegar a deformar la<br />
clavícula si lo llevas durante mucho<br />
tiempo desfilando, un metro de largo y<br />
cinco kilos de peso donde se resumen<br />
buena parte de las historias cuarteleras<br />
de los últimos reemplazos del glorioso<br />
ejército español.<br />
Anoche dormí bien, me tocó la<br />
primera imaginaria, y después todo de un<br />
tirón hasta el toque de diana. Hemos<br />
formado con las miradas perdidas en las<br />
taquillas, y tras un frugal desayuno,<br />
hemos subido al viejo camión Ebro que<br />
debe llevarnos de maniobras. En la mili<br />
llaman maniobras a lo que en la vida civil<br />
es subir al monte, pero con las botas<br />
roídas, el tres cuartos que siempre queda<br />
pequeño, y el chopo a cuestas, como si<br />
fuera la prolongación armada de tu brazo.<br />
Para estas maniobras (las terceras en lo<br />
que llevo de mili), he solicitado un par de<br />
botas nuevas: en el pie derecho se me ha<br />
abierto un boquete por el que a veces<br />
asoma la uña del dedo gordo, y de tanto<br />
taconear para fardar de bisagra, se me<br />
ha despegado el tacón del resto de la<br />
bota. Al presentar mi solicitud al<br />
sargento, éste me mandó a Intendencia,<br />
y el mismo capitán que entrega los<br />
uniformes a los bichazos recién llegados,<br />
estudió la bota con minuciosidad y celo<br />
militar, antes de desaparecer en la<br />
trastienda y presentarse de nuevo con un<br />
ejemplar del mismo pie que extrajo de<br />
una caja nueva que ha abandonado lejos<br />
Página63
de mi alcance: «Creo que este es su<br />
número, tenga, y procure cuidar mejor el<br />
material que el Ejército pone a su<br />
disposición», sentencia con gravedad, a<br />
lo que replico «¡A la orden mi capitán!<br />
pero… ¿y el otro pie?». «Vuelva a la<br />
formación, soldado», concluye con<br />
aspereza.<br />
La semana pasada recordé esta<br />
asombrosa historia pasando revista a las<br />
tres botas polvorientas alineadas en un<br />
rincón olvidado del desván de mi casa,<br />
difícil encontrarle una explicación<br />
racional.<br />
La marcha por el monte las más de<br />
las veces resulta penosa, el cabo primero<br />
ordena ir a paso li-¡gero! Entre la maleza<br />
y la hojarasca apenas si se vislumbra la<br />
senda, algunos reclutas se pierden, otros<br />
se tropiezan, cayendo pesadamente<br />
sobre el lodazal, arma y soldado juntos,<br />
está prohibido soltarla, se trata de una<br />
imagen cómica para los veteranos pero<br />
desgarradora para los recién llegados, los<br />
bichazos, que se limpian con la manga el<br />
barro expulsado por la planta de las botas<br />
del recluta que les precede y aguantan<br />
estoicamente las bromas por su torpeza.<br />
El soldado Armendáriz, que trota paralelo<br />
a mí, tropieza con un socavón y está a<br />
punto de perder el control de su arma,<br />
me dirige una mirada de terror antes de<br />
quedarse con los ojos en blanco.<br />
Parece mareado cuando cae el<br />
cetme al suelo, situación de la que se<br />
apercibe el sargento chusquero, al<br />
romperse la bella (para él) simbiosis<br />
cetme-soldado, y ordena detener la<br />
marcha; acude con el ceño fruncido<br />
cuando ve que por la expresión del<br />
soldado, allí ha ocurrido algo grave. «¡El<br />
dedo mi sargento! ¡A Armendáriz le falta<br />
un dedo!» la voz de alarma la da Ochoa,<br />
que observa cómo de la mano de<br />
Armendáriz pende un hilillo de sangre.<br />
«¡A ver, todos! ¡A buscar el dedo!»<br />
ordena enfadado el sargento, presupongo<br />
que si se le hubiera extraviado la cabeza<br />
hubiera sido igual de flemático.<br />
Armendáriz descansa sentado con<br />
la confusión propia del momento, el<br />
chopo inerte a su lado, le escoltan dos<br />
soldados. Los más próximos a él<br />
buscamos por el suelo embarrado la<br />
falange que misteriosamente ha perdido<br />
su contacto con el resto del cuerpo,<br />
porque es la falange del dedo meñique lo<br />
que le falta. Pasan los minutos y nada<br />
aparece, por azar se me ocurre mirar por<br />
la bocacha del cetme de Armendáriz, y<br />
doy una arcada al ver el resto del<br />
meñique allí encajado, un huesecillo<br />
blanco rodeado por una masa encarnada,<br />
siete con sesenta y dos milímetros de<br />
calibre asesino.<br />
Sin necesidad de más preámbulo,<br />
intercambio una mirada fugaz con el<br />
sargento y echamos a correr hacia la<br />
tienda de campaña que nos sirve de base<br />
en el monte, donde se encuentra el<br />
camión, que es el medio de transporte<br />
más cercano. Corro penosamente con un<br />
chopo en cada mano, sin perder de vista<br />
el cañón del cetme de Armendáriz, donde<br />
sobresale con morbosidad la falange,<br />
imposible no verla; detrás dos soldados<br />
llevan cogido de los hombros a paso<br />
ligero al infortunado recluta, que ya<br />
parece completamente inconsciente.<br />
Por fortuna me conozco el camino<br />
de memoria, y desde que no fumo tengo<br />
un buen rendimiento físico, por lo que<br />
saco una buena ventaja a mis<br />
perseguidores, y en menos de quince<br />
minutos llego a la base, allí encuentro al<br />
comandante Cuevas, que viene a<br />
supervisar las maniobras de su tropa,<br />
fumando un cigarro con expresión de<br />
gran placer. Le acompaña un capitán con<br />
cara de ave rapaz y dotado de tupido<br />
mostacho negro, al que desconozco. Me<br />
observan con gran extrañeza, y podría<br />
decir que el capitán hace amago de<br />
Página64
mover el mostacho para dirigirme algún<br />
reproche por mi actitud poco marcial,<br />
¡habrase visto!<br />
Antes de decir nada, doblo el<br />
cuerpo hacia abajo para tomar un poco<br />
de oxígeno, cuando me incorporo —aún<br />
jadeante—, lanzo el chopo de Armendáriz<br />
con violencia sobre una mesa en la que<br />
descansan dos tazas adornadas con un<br />
humeante café, que están a punto de<br />
caer por el impacto. Los dos mandos me<br />
interrogan inquisitivamente con la<br />
mirada, mientras esperan con la<br />
expectación propia de una partida en la<br />
que el último jugador está a punto de<br />
lanzar la carta final, cuando proclamo con<br />
satisfacción «¡A la orden…! ahí tienen el<br />
arma… y ahora viene el resto del<br />
soldado».<br />
A continuación, salí precipitadamente<br />
al exterior para poder vomitar a<br />
gusto; por suerte no me hice militar… ni<br />
cirujano.<br />
Página65<br />
Jesús Borro Fernández
Relatos del silencio II<br />
Página66
¡Que yo no me llamo claustro!<br />
Se abrió la autopuerta del ascensor<br />
y el inevitable espejo acabó con el buen<br />
humor con que se había levantado<br />
aquella mañana. Cuidado que había<br />
puesto toda su alma en higienizarse al<br />
tacto, sin mirarse en superficie<br />
reflectante alguna… pues nada, al final,<br />
no había podido prescindir del elevador.<br />
¡Gilipollas!<br />
Se metió en la cabina y pulsó la B.<br />
El ingenio se paró al poco de arrancar. Se<br />
abrió la automática de doble hoja, y allí<br />
estaba esperando la tonta del séptimo.<br />
―¡Huy, no me monto, que tengo<br />
claustrofobia! ―protestó.<br />
―¡Señora ―retrucó el hombre<br />
antes de que se cerrara la automática―,<br />
que yo no me llamo Claustro!<br />
El ascensor prosiguió su marcha<br />
descendente, esta vez sin interrupciones.<br />
Al llegar al portal, se dio cuenta de que<br />
iba descalzo. Dejó que se cerrara la de<br />
doble hoja y apuntó con el índice hacia la<br />
botonera, pero se retuvo. ¿En qué piso<br />
vivía? Se notaba más desmemoriado que<br />
de costumbre. Las nuevas pastillas que le<br />
había dado el neurólogo, al parecer, no le<br />
estaban haciendo mucho efecto, o le<br />
estaban haciendo el efecto contrario.<br />
Recordó, no obstante, que en el descenso<br />
se había encontrado con la tonta del<br />
séptimo, ergo tenía que vivir más arriba.<br />
Oprimió el ocho. Se asomó al descansillo,<br />
pero ninguna de las puertas le dijo nada,<br />
fundamentalmente porque no estaban<br />
historiadas con los nombres de quienes<br />
moraban del otro lado. Se echó para<br />
atrás. Dio al noveno, y replicó su<br />
actuación precedente. Pulsó el diez y, en<br />
esta ocasión, al ver que la puerta A<br />
presentaba un letrero, salió de la cabina<br />
para descifrarlo. Jacinto del Prado<br />
Hermoso, leyó. No, aquella no era su<br />
identidad. A propósito, ¿cómo se llamaba<br />
él? Jacinto… Sí, esa era su identidad.<br />
Sacó las llaves del bolsillo y, tras<br />
probarlas todas, pudo verificar que le<br />
resultaba imposible abrir la puerta. No, él<br />
no era Jacinto.<br />
Pidió el ascensor. Se subió la<br />
manga… del pijama. ¡Iba en pijama! Se<br />
había dejado el reloj. Se abrió la<br />
automática. Entró. Era un montacargas<br />
Schindler parsimonioso: estaba<br />
programado para que los ancianos y<br />
gente con alguna carencia física pudieran<br />
usarlo sin tener que apresurarse. Pulsó la<br />
B. Llegó a la cota cero. Al salir, se<br />
encontró con una señora que parecía<br />
conocerlo.<br />
―¿Adónde vas con esa facha,<br />
Nicolás?<br />
¿Nicolás? Ahora se enteraba.<br />
―¿Y quién es usted, si puede<br />
saberse?<br />
Página67
―O sea, que, después de treinta<br />
años metiéndote en la cama conmigo,<br />
¿ahora resulta que no me conoces?<br />
―Empujándolo hacia el camarín―:<br />
¡Venga, tira para dentro!<br />
―Sí, sí, pero ¿cómo se llama<br />
usted?<br />
―¿Me estás tomando el pelo? ¡No<br />
ves que soy Berenilde, tu mujer!<br />
―¡Ah! Berenilde.<br />
Se cerró la automática, y Berenilde<br />
apretó el ocho.<br />
―¿No te da vergüenza? ¡Vas hecho<br />
un adán! ¡Anda, sácate la chaqueta por<br />
fuera del pantalón! Y en cuanto<br />
lleguemos arriba, te cambias.<br />
Nicolás no podía salir de su<br />
asombro. ¿De verdad aquella desconocida<br />
que le estaba echando la bronca era su<br />
mujer? Se encogió de hombros y,<br />
simultáneamente, frunció los labios y<br />
abrió desmesuradamente los ojos.<br />
―¡No te hagas el sueco! ―le<br />
reprochó Berenilde.<br />
Llegados a destino, la mujer<br />
franqueó la puerta del octavo C y<br />
aguardó en el umbral a que pasara su<br />
marido. Seguidamente, entró ella y cerró.<br />
Apenas un cuarto de hora más<br />
tarde, envuelto en una gabardina con el<br />
cuello levantado, con sombrero y gafas<br />
oscuras, abandonaba la casa y llamaba al<br />
elevador. Al entrar, se encontró de frente<br />
con un extraño. Expresó los buenos días<br />
y se compuso el cuello del gabán.<br />
Finalizada la travesía, dijo adiós a su<br />
propia imagen y, embozado y a grandes<br />
zancadas, alcanzó la puerta de la calle,<br />
donde se dio prácticamente de morros<br />
con la tonta del séptimo, que regresaba<br />
de hacer la compra. No la saludó.<br />
―¡Huy, este hombre! ―exclamó<br />
ella, ofendida.<br />
Enristró la vía pública a toda prisa<br />
y pegado a la pared, previsiblemente<br />
(eran las doce y cuarto) con rumbo al<br />
jardín de infancia donde estaba<br />
escolarizada su nieta Isabel, de cuatro<br />
años de edad, a la que recogía<br />
diariamente a eso de las doce y media.<br />
Sobre la una menos cinco entraba<br />
de regreso en el portal del inmueble en<br />
que habitaba, de la mano de Isabelita,<br />
que tiraba de él. Llamaron al ascensor.<br />
Se abrió la de doble hoja y entró la niña,<br />
siempre tirando del remiso abuelo.<br />
―¡Vamos, abu!<br />
La ternura que despertaba en él su<br />
nieta lo doblegó al fin.<br />
―Da al ocho ―le urgió Isabelita.<br />
―¿Al ocho? ¿Por qué?<br />
La niña meneó la cabeza y resopló.<br />
Al final de la carrera, cogió a su<br />
abuelo de la mano para que no se<br />
despistara, avanzó hasta la C y,<br />
poniéndose de puntillas, llamó al timbre.<br />
Abrió Berenilde.<br />
―Yaya, traigo al abu Nicolás.<br />
Estaba perdido, no sabía venir a casa y<br />
dice que no vive aquí.<br />
José María Izarra<br />
Página68
EL REGALO<br />
Un amigo me lo trajo de Houston.<br />
Una extraordinaria novedad: un librotelevisor.<br />
Modesto de apariencia. Dotado<br />
de una virtud prodigiosa: si alguien<br />
hablaba de mí, aunque estuviera a<br />
inalcanzables distancias, el aparato hacía<br />
que lo viera y oyera. Si nadie hablaba de<br />
mí, la pantalla del libro permanecía<br />
apagada.<br />
He de decir que no sentí nada; lo<br />
dejé encima de una de las estanterías de<br />
mi biblioteca. Excéntrico artilugio. La<br />
maledicencia, ya se sabe, es un deporte<br />
muy cómodo y difundido, uno de los<br />
pocos consuelos de muchos mortales.<br />
Yo, acostumbrado a ser amado y<br />
odiado, escritor en mi torre de marfil,<br />
imaginaba ya los comentarios. Y, no me<br />
hacía ilusiones, sabía que incluso los<br />
amigos en cualquier conversación no<br />
renunciarían a hacer sobre mí maliciosos<br />
sarcasmos. ¿Por qué amargarse<br />
inútilmente?<br />
Pero el aparato estaba allí. Y un<br />
buen día, el reloj marcaba las nueve y<br />
media, hora en que en las oficinas suelen<br />
abandonarse a confidencias y maldades<br />
(además, esa mañana había aparecido en<br />
el periódico local un artículo mío),<br />
después de rumiar el asunto durante<br />
media hora, no pude resistirme a<br />
encender el aparato.<br />
De momento, permaneció inerte.<br />
Hasta que, de pronto, apareció un grupo<br />
de gente desconocida; después, dos<br />
sujetos acapararon la pantalla. Uno tenía<br />
sobre sus rodillas el periódico en el que<br />
se había publicado mi artículo. Y decía:<br />
—No estoy de acuerdo. Yo lo he<br />
encontrado ingenioso, aparte que dice<br />
cosas que todos pensamos, pero nadie se<br />
atreve a decir.<br />
El otro meneó la cabeza como<br />
asintiendo. Seguidamente, se esfumaron;<br />
señal inequívoca de que habían cambiado<br />
de tema.<br />
Al poco rato, la pantalla volvió a<br />
encenderse. Se asomaron tres colegas de<br />
quienes me había alejado últimamente.<br />
Se me aceleró el corazón. Me<br />
descuartizarán vivo, aventuré.<br />
—¿Ves? —manifestó uno de ellos,<br />
corroborando sus palabras los otros<br />
dos—. Para mí es un gran texto, en su<br />
atmósfera de siempre, lleno de cowboys,<br />
que para él representan el crisol donde el<br />
fracaso se trasmuta en épica. Además,<br />
¿quién no tiene defectos? ¿Por qué<br />
siempre hablar mal de los ausentes?<br />
Me quedé extrañamente tranquilo.<br />
Cuando me disponía a salir de mi<br />
biblioteca, el libro-televisor se encendió<br />
de nuevo. Vi a mis amigos de siempre,<br />
con los cuales había compartido todos los<br />
Página69
ideales posibles cuando desconocíamos<br />
las miserias de la vida. Un escalofrío me<br />
recorrió de arriba abajo.<br />
—Me ha gustado mucho —dijo el<br />
más bajo, mientras que el otro, de<br />
considerable estatura, conocido por sus<br />
corrosivas afirmaciones, argumentó—: A<br />
mí también, pero el lector medio nunca<br />
va a entender tantas sutilezas…<br />
Me dirigí a la sala donde suelo<br />
escribir, meditativo, y mientras me<br />
fumaba un cigarrillo, alumbré una terrible<br />
sospecha. ¿Cómo era posible que mis<br />
queridos amigos se hubieran enterado de<br />
que yo tenía un libro-televisor que podría<br />
delatarlos?<br />
Siempre será para mí un absoluto<br />
misterio.<br />
Página70<br />
Pedro Olaya<br />
Refugiados. Huida a ninguna parte
Página71
Página72
Caigo en la sombra, en medio<br />
de destruidas cosas,<br />
y miro aranas, y apaciento bosques<br />
de secretas maderas inconclusas,<br />
y ando entre húmedas fibras arrancadas<br />
al vivo ser de substancia y silencio<br />
Página73<br />
Pablo Neruda (De Entrada a la madera)