Vínculos. Guarda el barro el calor del sol, y los ojos el calor humano Página16 Opuestos inseparables
historia increible, pero… ...tan cierta para el hombre que la gozó o padeció —según la interpretación de su lectura— como veraz es que al protagonista no le quedó resuello para contarla. Su corazón dejó de latir. El hombre murió sin hablar, así que pondré fe en la ciencia y en mi propia ingenuidad-ficticia, o al revés, según me convenga en cada línea y párrafo, para narrar lo ocurrido. El hombre se dijo, después de asombrarse por la luminosidad de artificio que anunciaba el solsticio de invierno, que era el momento idóneo para hacer un chantaje emocional a la humanidad; procurar, por así decirlo, alivio para sus muchas hambres atrasadas y sentir, mientras restaurase su cuerpo, un poco de calor aunque éste fuese desprendido por una estufa eléctrica, ya que ésta concede la caloría más parecida al calor humano, aunque la factura de aquella sea feroz e inhumana. La aldaba de la puerta elegida le pareció de mucho peso, de bronce macizo, como si la hubiesen puesto, intencionadamente, con el fin de romper la voluntad de llamar. El hombre pensó que siendo así el aldabón, si la proporcionalidad se ajustaba a la lógica, los dueños tendrían una conciencia susceptible a la emoción y lo admitirían para invitarlo a su mesa. El hombre se embargó en la aventura y el esfuerzo que le suponía tañer un aldabonazo, único, pues las escasas energías disponibles en su alma y cuerpo le impidieron repetir la llamada. La espera resultó corta: cinco minutos de cierto anhelo incierto. La puerta se abrió con lentitud y alguna queja oxidada de sus goznes. —¿Qué desea? —pregunto la voz de una singular especie de mayordomo. Y lo juzgo raro por la toba que bruñía el atavío del sirviente, ya que por la misma vestimenta era de suponer que el caserón que gobernaba, tal personaje, tenía podridas las entrañas estructurales, como si éstas se hundieran poco a poco, igual que se vislumbraba, en el cuello negruzco de su camisa, el lodo económico de sus dueños. El albedrío caritativo está por ver, debió pensar el hombre, ya que sus dos únicas palabras, disminuidas por la impresión de lo visto, se acogieron a lo imprevisto: —Tengo hambre. El mayordomo franqueó el paso al hombre y, abriendo una puerta aledaña, le ofreció pasar a un amplio recinto. Después cerró la puerta y se fue, no sin antes decirle, con voz apática, que esperase mientras anunciaba su Página17