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Viernes Santo<br />
Ya es completamente de noche y<br />
fuera debe hacer bastante frío, a juzgar<br />
por cómo se empaña el cristal con<br />
nuestra respiración acelerada y arrítmica.<br />
Por fin parecen tranquilos y está claro<br />
que ya alcanzaron su meta. Desde la<br />
ventana de mi salón, en el tercer piso, la<br />
vista es perfecta. Ahora sí que están<br />
alineados y cada cofradía custodia sus<br />
pasos en el orden en que los tendríamos<br />
que haber visto desfilar en la plaza, hace<br />
ya más de tres horas. Me lo sé de<br />
memoria y los intuyo uno a uno, aunque<br />
no los alcanzo a distinguir al completo,<br />
porque la fila se extiende a lo largo de<br />
toda la calle como una serpiente de<br />
colores vivos. Cristo azotado, humilde,<br />
coronado, nazareno, despojado, que<br />
perdona, crucificado, que musita las Siete<br />
Palabras, ensangrentado, descendido, en<br />
los brazos de su madre, a la vera de su<br />
cruz desnuda, yacente en el sepulcro…<br />
Son todos y lo ocupan todo, carretera y<br />
aceras de ambos lados. Por el jaleo que<br />
se escucha abajo intuyo que ya están<br />
forzando el acceso al portal. Abro la<br />
ventana y me incorporo sobre el alféizar<br />
para ver lo que ocurre. Un par de<br />
penitentes descalzos de gran<br />
envergadura se están valiendo de una<br />
cruz de hermosas dimensiones para<br />
forzar la puerta. Cierro de golpe la hoja<br />
porque el puzzle de capuchones vuelve la<br />
cabeza a lo alto para contemplarme. Por<br />
la estridencia del ruido de cristales, que<br />
seguramente han volado contra el suelo<br />
con los embates, creo que ya han logrado<br />
franquear la entrada. Margaret, que ha<br />
empalidecido de forma patente, no<br />
consigue apartar la mirada de la puerta<br />
de casa. John, por su parte, la abraza con<br />
fuerza mientras en su cara se van<br />
dibujando los rasgos del horror. Yo<br />
recuerdo ahora que mi única vecina de<br />
planta me dijo hace tan sólo un par de<br />
días que se iba a pasar la Semana Santa<br />
a la casa de su hermana en el pueblo. Los<br />
golpes secos y acompasados de los<br />
tambores retumban ya en las paredes del<br />
piso segundo y están aporreando con<br />
fuerza mi puerta cuando se me ocurre<br />
pensar en el daño que pueden sufrir las<br />
valiosísimas imágenes como intenten<br />
encajarlas en el ascensor y no las suban<br />
a plomo por las escaleras.<br />
La tarde estaba fresca cuando<br />
llegamos a la Plaza Mayor y todavía había<br />
bastantes huecos entre las sillas que<br />
habían habilitado para que locales y<br />
foráneos asistiéramos con cierta<br />
comodidad al paso de las treinta y dos<br />
imágenes y diecinueve cofradías que<br />
conforman la Procesión General de la<br />
Sagrada Pasión del Redentor, uno de los<br />
actos culminantes de la Semana Santa.<br />
La ciudad, como todos los años, llevaba<br />
varios días agitándose bajo un ambiente<br />
sacro y contrito. El asfixiante humo de los<br />
tubos de escape había cedido su espacio<br />
a las emanaciones balsámicas de los<br />
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