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Edicion 29 de agosto 2020

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EL CUARTO ROSA DE LA PUPILA

Y LA COMANDANTE

Por:Tania Primavera

Después de vivir en el ashram, Tini encontró una

habitación en la antigua colonia cercana al parque

Cuscatlán. Vivían dos ancianos. Una abuela que le

gustaba que le trajera del Valle del Yeguare, Honduras,

un aceite que hacían de cannabis. Le servía para

el intenso dolor de la artritis. Ahí estaba doña Clara,

la empleada sorda que atendía la casa. Y don Juan.

Le gustó el cuarto, porque estaba al fondo del jardín.

Alejado de la casa, más privado. Entre el ginger rosa,

el limonero y las monjas blancas, plantas y arbustos

encantaron a la futura pupila. Y ahí estaba, el cuarto

rosa de la pupila.

La Universidad estaba cerca, tenía horarios nocturnos, y de día trabajaba en lo que pudiera. De

free lancer. De made. De archivista en el Lago de Coatepeque. En esos días, buscaba como ir

pagando sus estudios y el cuarto. El día a día. Pero a Alice, no le parecía ese cuarto, atrás colindaba

con un barranco que estaba en erosión. Pero no, no quería imaginarse si eso pasaba, se iba

al barranco.

Bajo las tormentas, abría la gran ventana en las noches de estudio. Y escuchaba a Chopin. Nunca

molestó con su música a los ancianos. Otra pupila vivía también ahí, al parecer, era la que abría

el portón del Mercado Central de San Salvador, al menos eso era lo que escuchó, pues nunca

fueron amigas. Ella llegaba casi a media noche, y como compartían ducha, hacía un ruido terrible,

dejaba todo emp de nuevo, a hacer otra vez ruido, a bañarse, y se iba. Rarísima. Nunca

Pocas veces hablaron.

Viejos cuadros con fotos de Venecia, muebles antiguos estilo Luis XV, por todos lados objetos

y adornos de exquisitos detalles, se notaba que habían viajado. Las llaves de El Vaticano. Fotos

con el Papa. Eran bien católicos, no había fotos de Monseñor Romero. Los ancianos, vivían

en sus habitaciones separadas, en sus mundos. Don Juan, escuchaba casi todo el día Radio El

Mundo. La anciana, dormía, ya no podía caminar.

Entonces, en la casa siempre reinaba la pupila del cuarto rosa. Cuando no estaba trabajando, en

alguna cosa. Tenía horarios libres. Era difícil. Aunque liberada de andar visitando familiares,

no tenía familiares, ni tíos, ni primos a quien visitar. Se acostumbró a que su familia paterna

se desligara de la vergüenza de haber tenido un pariente “guerrillero”, o no se explicaba el por

qué la distancia siempre. Pero no importaba. Lo cual le enseñó a ser mas libre. Sin resistencia al

presente. Así que pasaba sus días entre el trabajo y el estudio en la ciudad.

Un día, con la ayuda de Sairam, hizo un bastidor de madera para poder enmarcar un lienzo.

Quería pintar. Pero ni tenía idea qué. Lo hicieron de madera de pino. Y lo curó con barniz. De

repente comenzó a tomar el verde, el blanco, el naranja, el marrón, a sentir ese instante feliz, los

Era la primera vez que tomaba frente a frente la tela y comenzó a heredar el sentido. Había un

sol radiante. Tenía angustia de sentirse sola. Tenía alegría de estar sola. Siempre lo había estado.

Algo comenzó a sentir que quería recordar esa época. El verde predomina. Es amor, es verde, es

de pasión, e intentó. Pero recordó el sentir, en observar a pintar. Recordó a Sagatara. A Zelié. A

Maya. A Consuelo.

Doña Clara, siempre era todo amor.

Al llegar de clases, después de las

nueve de la noche, llegaba con un plato de cena, pues sabía que seguro no había cenado. A veces,

sin hambre, tomaba el plato y le decía solo un –¡gracias!–.

Un día, le mostró algunos archivos de su tesis sobre memoria. Archivos de las luchas sociales de

El Salvador, y de repente, le dijo –¡esa señora era mi tía!–… ¿Ah sí?… Es Mélida Amaya Montes,

líder y fundadora en 1965 de ANDES 21 de junio, maestra, posteriormente “Comandante

Ana María” integra las FPL, fue asesinada, estaba en Nicaragua, 1983 en plena guerra.

Mientras pintaba, intensamente, fue dirigiéndose al mismo lugar donde vivía. Ese jardín, ese lugar

en el tiempo donde jamás volvió, ese espacio que fue rincón-refugio, en el río de su vida. Al

terminarlo, se dio cuenta que estaba ahí mismo. Tratando de inmortalizarse. Se pintó a sí misma

en “el cuarto rosa de la pupila”.

Llegó el día, murió la anciana. Meses después el anciano. Familiares de ellos que nunca les visitaron,

aparecieron furiosos a hacer fogatas de todos sus recuerdos. Doña Clara, logró guardar un

buda de bronce chiquito, que le entregó a la pupila, era de un viaje de ellos a Tailandia. También

le dio vestidos antiguos de la anciana. No quedó nada. Solo la pintura que después regaló.

Buscó otro espacio donde vivir en la ciudad.

La pintura cuelga hoy en el quinto piso de un apartamento en el blvd. del Hipódromo en

la zona rosa de San Salvador.

Edición Especial | 29 de Agosto de 2020 | 09

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