Roberto González Echevarría - Maria Rosa Menocal
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DOSSIER / miradas sobre miami<br />
196<br />
encuentro<br />
� Ivette Leyva Martínez �<br />
Tanta adicción crea el café del Versailles que en torno a su mostrador exterior<br />
nunca hay menos de una decena de personas, la mayoría cubanas —y<br />
generalmente hablando de política— pero también angloamericanos y de otros<br />
países. Hay quien se desvía de su ruta para degustar ese toque de exquisitez en<br />
el Versailles, tabaco en mano, a la mínima sombra de unas palmas hirsutas.<br />
A diferencia de lo que sucede en Cuba, en Miami política y comida se dan<br />
la mano. Castristas y anticastristas respetan la tregua que impone la mesa<br />
bien servida. No es raro que una persona invite a otra, de ideología antagónica,<br />
a almorzar en uno de los restaurantes más «cubanazos», adjetivo creado<br />
en el exilio para referirse admirativamente a la cubanía exultante.<br />
Calladamente, los cubanos de Miami intuyen que un buen plato de comida<br />
puede ser más convincente que cualquier discurso político. «Ah, deja<br />
que llegue y choque con un buen bistec», dicen de aquel pariente que vendrá<br />
a visitarlos tras padecer décadas de penuria alimentaria. Y las proporciones,<br />
en hogares y restaurantes populares, dan fe de ese intento inconsciente<br />
de ostentar y ser generoso a la vez. Así, un bistec de palomilla parece<br />
una sábana y un sándwich cubano especial no puede ser digerido con facilidad<br />
por una sola persona. Los tostones, calenticos y crujientes, llegan a ser<br />
del tamaño de la palma de la mano en el restaurante Habana Vieja, un sitio<br />
bullicioso que reproduce el mapa del casco histórico de la capital cubana,<br />
con los nombres de las intersecciones de calles en cada esquina del local.<br />
Esas pantagruélicas raciones de comida hacen que hasta los cubanos más<br />
oficialistas venzan sus escrúpulos, para devorarlas, medio a escondidas, tarde<br />
en la noche, a su fugaz paso por la ciudad que luego denostan y demonizan.<br />
Así, la comida cubana, territorio de permeabilidad, junta a enemigos políticos<br />
en un mismo espacio, por una misma causa justa y placentera: comer bien.<br />
Como muchos exiliados, la comida cubana llegó a Miami para quedarse.<br />
Y en su nueva Meca, se ha resistido a modificaciones esenciales en las combinaciones<br />
de ingredientes y materias primas. Por eso no faltan puristas que<br />
se quejan de que en el exilio se confunde el congrí con los moros y cristianos,<br />
y la vaca frita con la ropa vieja.<br />
En su resistencia, la cocina cubana ha preferido refugiarse en la opulencia<br />
de su componente hispano, de ahí que muchos restaurantes de Miami se<br />
anuncien como «cubano-españoles». No obstante, en los últimos años ha<br />
comenzado a enriquecerse con variaciones introducidas por descendientes<br />
de cubanos o experimentados chefs de cocina que proponen pollo a la parrilla<br />
con salsa bbq de guayaba, pollo mango, vaca frita de pollo y salmón y<br />
camarones con glasé de guarapo. Las adiciones pueden estar inspiradas en<br />
las contingencias del recién llegado, como la exuberante palomilla a la balsera:<br />
un bistec relleno con trozos de carne y puré de yuca, cocinado a la plancha.<br />
Tal vez esos pasos de renovación sean el mayor reto para una cocina<br />
aferrada a las recetas tradicionales como obsesión de cubanía.