Edicion 8 de Septiembre 2021
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ESPECIAL
10 Miércoles 8 de septiembre de 2021 Diario Co Latino
Testimonios de Padre Tilo, tomados del libro
Piezas para un retrato, por María López Vigil
TODOS LOS CHICHIPATES DE SAN MIGUEL
sabían que él diario repartía limosnas, pero que también
era amigo del orden y que no le gustaba la bulla.
Hacían fila desde temprano.
-¿También hay para mí, padrecito?
-¿Y por qué no, mujer? Es ley que todo el que pide recibe.
-¡¿Hasta las brusquitas?! -chunguió un renco.
Hasta ellas. Las putas y los bolitos y un poco de mendigos ticuriches
se afilaban a la orilla del muro de la iglesia, seguros de que
a cada uno le iba a caer su peseta, la cuarta parte de un colón, porque
el padre Romerito nunca les decía no y siempre andaba monedas
en la bolsa de su sotanón negro. Y buscaban cómo estarse quietos
en la fila, callados. Y recibían.
-Sean buenos -les reclamaba él cuando empezaba a deshacerse
aquella ringlera de míseros.
-No le hace, padrecito, buenos o malos, ¡igual volvemos mañana!
Y al día siguiente volvían y se repetía la misma fila, crecida. Y a
otros que llegaban después les tocaba almuerzo o cena o el hospedaje
para la dormida. Y si aparecían campesinos les daba para el pasaje
de regreso. Y también recogía borrachos en su convento. Y ancianitos
y lustradores. Romero era tipo San Vicente de Paúl, el pobrerío
andaba detrás de él. Claro que con su mentalidad: le sacaba limosna
a los ricos para dársela a los pobres. Así a los pobres les alivianaba
sus problemas y a los ricos su conciencia.
EMPEZARON LOS PLEITOS CON ÉL. Primero de todo,
que el grupo de curas “rojos” agrupados en “la Nacional”, que estábamos
coordinados ya desde antes de Medellín, escribimos una carta
pública protestando por su nombramiento de obispo. Lo denunciamos
abiertamente como un conservador, que trataba de frenar el
carro de las renovaciones en la Iglesia. Lo encaramos.
Cuando nombraron Cardenal de Guatemala a aquel nefasto señor
que se llamó Mario Casariego, ya habíamos tenido un fuerte
tope con él. Contra Casariego hicimos un documento de rechazo,
con el listado de las corrupciones que le conocíamos bien, y lo
publicamos en los periódicos. Y Monseñor Romero, como secretario
de la Conferencia Episcopal, agarró aquel pleito y nos desautorizó
y nos condenó en cartas que se puso a escribirle a todo mundo.
Fue una guerra de cartas en las que él defendía a capa y espada
a Casariego con la ecuación de que apadrinar a aquel lépero era salvaguardar
a la Iglesia.
Romero ya me tenía bien ubicado y bien coloreado cuando me
salió un viaje a Colombia a conocer Radio Sutatenza, una experiencia
de educación que entonces sonaba muy progresista y que después
descubrí como un rollo más conservador que la naftalina. Estaba
yo de novato preparando mi viaje cuando me encontré un día
a Monseñor Romero en el arzobispado.
-Ah, qué bueno verlo, padre Sánchez, mire, aquí tiene, un regalo
para su viaje.
Y me da un sobre. Lo tantée. Era dinero. Le di las gracias, me lo
guardé y corrí a contárselo a mis amigos curas.
-¿Y qué pretenderá este señor? ¿Querrá comprarte?
-Cuando es grande la limosna, hasta el santo desconfía
-sentenció uno, de novelero.
-¡No exagerés, hombre, que ni yo soy santo ni tanta es la plata,
pues!
Ya no recuerdo cuánto me dio, pero era suficiente para unos zapatos
y un traje. Cura joven yo, cura pobre, en una parroquia donde
se comía hambre, aquel pisto no me venía nada mal. Todos acordamos
que se lo aceptara. Realmente, no lo creí muy sincero y no
entendí aquel su gesto. Después ya le fui agarrando mejor la señal:
era un guerrero ideológico, pero tenía buenas reglas.
-ME TENÉS QUE PONER ORDEN en Cáritas, Sánchez.
Yo iba todas las semanas a darle un informe a Monseñor Romero
de cómo iban las cosas. Mejor dicho, iba a pelearme con él.
Pelea sobre todo cuando había tomas de tierras por alguna zona.
Y siempre había. Toda la vida el problema de la tierra ha estado en el
centro del conflicto salvadoreño. Yo apartaba plata y comida de Cáritas
y se la mandaba a las comunidades que estaban en las tomas. Y Monseñor
era pleito por eso.
-Sánchez, ya me di cuenta.
-¿Y de qué, pues, se dio cuenta?
-De que estás enviando donaciones de Cáritas a los de la toma de
Chalatenango.
-Veo que tiene buena información.
-Pero sabés que eso yo no lo apruebo porque es parcializarse. Apoyás
a una sola organización, la FECCAS-UTC, y bien sabés que es un
grupo ilegal y que eso puede traernos problemas...
-Todo eso es verdad, pero como ellos lo necesitan, voy a seguirles
mandando. Mientras tenga comida, a ellos no les faltará.
-Pero a nosotros no nos sobra. Deberías enviarle más, por ejemplo,
al asilo Zárate.
-Ya les mando.
-¡Mandales más!
-No, porque al asilo lo pueden ayudar toda esa gente que da limosna
por caridad. ¿Y a los de las tomas, quién? Si nosotros no les damos,
los friegan. Usted como obispo tiene el deber de darles apoyo.
-¡Sánchez!!!
-Monseñor, esa gente no tiene tierras donde sembrar, tienen hambre
y yo no les estoy mandando armas.
-Sánchez, vos sos pasión y no razón.
-Pero si me falta por decirle la mayor razón: darles a ellos es más
educativo para nosotros mismos. Porque a esos pobrecitos que les damos
un vasito de leche y una bolsita de harina, en el fondo los estamos
maleducando. Pero a estos campesinos organizados, al revés. Su lucha
nos educa a nosotros, ¡también a usted mismo!
-Ese pensamiento radical es el que me preocupa de vos, Sánchez.
-Está bien, no se fíe de mí. Compruebe usted cómo es esa gente, la
madera que tiene. Venga, ¡vamos los dos a visitar la toma!
-No es mala idea, pero...
-¿Pero qué? No le tenga miedo a los campesinos, guárdese el miedo
para los guardias.
-¡Vos a mí siempres me enruecás!
Pero nos íbamos a la toma. Y allí lo aprendían los campesinos con
sus pláticas, con sus razones y con sus pasiones.
CON SEMEJANTE NOMBRE DE APOLINARIO, cualquiera
esperaba encontrarse a un titán, a un hombrón. También lo esperó
así Monseñor Romero. Y entonces aparecía aquel Polín, todo revirado,
tisguacalado el hombre, tan poca cosa.
Se encontraban los dos, Monseñor y Polín, por primera vez, pero
enseguida la plática salió rodando.
-Mirá, Apolinario, dicen que vos andás soliviantando campesinos y
que hasta les hablás en contra de la Iglesia y en contra de mí. Y también
me dicen que sos un hombre de fe... ¿Cómo explicás tú eso?
-Monseñor, yo explico mejor los problemas haciendo preguntas.
-Preguntá, pues.
-Respóndame, entonces primero de todo: ¿el señor arzobispo sabe
cuánto nos pagan al pobretariado campesino por el jodido trabajo de
todo un día?
-Pues no sé, realmente...
-¡Tres pesos, Monseñor! Andamos “ensalivando”, como usted dice,
para que nos paguen ¡dos pesitos más! Vaya, Monseñor, dígame ¿qué
haría usted con sólo tres pesos en la bolsa para todo un santo día? ¡Ni
con los cinco! ¡Si el lavado de esa su sotana tal vez ya cuesta más! ¡Y ni
eso ganamos nosotros penqueándonos en el corte de caña de sol a sol!
Monseñor lo miró de arriba a abajo todo lo flaco que era Polín.
-Pero, sigamos la entrevista, ¡que no se nos enfríe el atol! ¿Otra preguntita
me permite usted? -siguió Polín, haciendo aspavientos con las
manos.
-Echate otras preguntas, pues -le siguió el hilo Monseñor, ya riendo.
-Veamos, Monseñor, ¿usted cree en Dios?
-Pues sí, claro, yo creo en Dios.
-¿Y cree usted en el evangelio?
-También, sí. Creo
en el evangelio.
- ¡ E m p a t a m o s ,
pues! Porque yo también
creo en Dios y
creo en el evangelio.
Los dos decimos lo
mismo, ¡pero es diferente!
¡Adivina, adivinanza
por qué me
duele la panza! ¡Adivine
su excelencia dónde
está la diferencia!
-Polín alborotando y
canturreando aquella
jerigonza.
-Pues no sé, Polín,
vos dirás -Monseñor
se reía.
-Usted cree en el
evangelio porque es
su trabajo. Lo estudió,
lo lee y lo predica.
¡Chamba de obispo
tiene usted! Y yo...
Yo casi ni sé leer ni le estudié al evangelio toda su “indiología”, pero
creo en el evangelio. Usted cree por oficio, yo creo porque lo necesito.
Porque ahí me dice que Dios no quiere que haya ricos y pobres
¡y yo soy pobre! ¡Ahí estuvo! ¿Ya me la agarró? La misma fe tenemos,
pero en distinto guacal la andamos.
Monseñor lo miró de abajo a arriba, todo lo chispa que era Polín.
Y de ahí hasta el final se hicieron los grandes amigos.
-¡VAMOS A HACER AQUÍ EL CAFETÍN! -apareció diciendo
un día.
Haciendo un cafetín en el arzobispado, la gente no llegaría allí
sólo a resolver asuntos a la oficina, sino a encontrarse y a echarse sus
platicadas. Por eso lo hizo. Arregló el lugar donde estaba la fotocopiadora,
lo amplió por aquí y por allá, dio a hacer mesitas y para su
cumpleaños lo inauguramos.
En aquel cafetín se armaron citas de toda clase y siempre menos
frías que en las oficinas. Servían café, gaseosas, semitas, fresco, galletas,
cosas así. Después de inaugurado el cafetín llegaba todavía más
gente al arzobispado y más tiempo se quedaban. Monseñor Romero,
que en otra época había sido estilo recoleto, andaba ya en otra onda.
También él daba sus pasaditas por el cafetín y se sentaba a conversar.
Con un grupo de campesinos. O con nosotros.
-¿Por dónde andás ahora, Sánchez? -me decía-. Porque dice
D’Aubuisson que estás huyendo de él vestido de mujer.
D’Aubuisson me acusaba de disfrazarme de señora para entrenar
guerrilleros.
-¿Y usted se lo cree, Monseñor?
-Pues no sé cómo te verás vos de mujer. ¡Tan cholotón y con esas
canillas peludas!
Era burlisto conmigo, siempre salía con sus gracejadas.
No le gustaba que anduviera mal vestido y nos llamaba la atención
a cuenta de eso. El tenía en gran concepto la vestimenta sacerdotal.
Esa era una de sus batallas conmigo. Yo, maña que tenía, llegaba
al cafetín, a su oficina y a cualquier lugar con las botas enlodadas.
Como montaba a caballo y siempre venía del campo, me le aparecía
así, todo chuco.
-¿Y con esas botas no te van a descubrir por donde andás, Sánchez?
¡Vos mismo te delatás! -me decía.
Lo de la ropa le preocupaba. Cuando llegaba a nuestras reuniones
de “curas subversivos”, le fregábamos.
-Bueno, Monseñor, todos nosotros aquí sin sotana, ¡y sólo usted
no se decide!
-Es que a mí no me lucen los pantalones...