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Mapas de sentidos jordan peterson

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política universitaria (que por aquella época era más o menos de izquierdas) y fui elegido

miembro del consejo de gobierno. Aquel órgano estaba compuesto por personas política e

ideológicamente conservadoras: abogados, médicos, empresarios. Eran todos personas con

una buena educación (al menos de tipo práctico), eran pragmáticas, directas, seguras de sí

mismas; todas habían conseguido cosas difíciles que valían la pena. Yo no podía sino sentir

admiración por ellas, por más que no compartiera sus planteamientos políticos. Aquella

admiración mía me perturbaba.

Había asistido a varios congresos de partidos de izquierdas como alumno político y activista

de partido. Esperaba emular a los líderes socialistas. La izquierda tenía una historia larga y

honorable en Canadá, y atraía a personas verdaderamente competentes que se preocupaban

por los demás. Con todo, no conseguía sentir demasiado respeto por los numerosos activistas

de base con los que coincidía en aquellos encuentros. Parecían vivir para quejarse. Con

frecuencia carecían de profesión, de familia, no habían completado su educación... no tenían

nada más que ideología. Eran quejicas, irritables y pequeños, en todos los sentidos de la

palabra. Así pues, allí me enfrentaba a la imagen opuesta que me encontraba en el consejo

de gobierno de la universidad: no admiraba a muchos de los individuos que creían las

mismas cosas que yo. Aquella complicación adicional ahondaba mi confusión existencial.

Mi compañero de habitación de la facultad, que era un cínico muy agudo, expresaba su

escepticismo en relación con mis creencias ideológicas. Me decía que el mundo no podía

encerrarse del todo dentro de los límites de la filosofía socialista. Yo había llegado por mí

mismo a una conclusión similar, pero no lo había admitido verbalizándolo así. Sin embargo,

poco después leí El camino a Wigan Pier, de George Orwell. Ese libro terminó de erosionarme,

no solo en mi ideología política, sino en mi fe en los planteamientos ideológicos en sí mismos.

En el conocido ensayo con el que concluye la obra (escrito para el British Left Book Club, el

club de lectura de izquierdas británico, en gran medida para consternación de este), Orwell

describía el gran defecto del socialismo y el motivo por el que fracasaba con tanta frecuencia

a la hora de atraer y mantener el poder democrático (al menos en Gran Bretaña). Orwell

afirmaba, básicamente, que en realidad a los socialistas no les gustaban los pobres.

Simplemente, odiaban a los ricos. 2 Aquella idea daba en el clavo, y me llegó al instante. La

ideología socialista servía para enmascarar el resentimiento y el odio, alimentados por el

fracaso. Muchos de los activistas de partido con los que me había encontrado usaban los

ideales de justicia social para racionalizar su búsqueda de venganza personal.

¿De quién era la culpa de que yo fuera pobre, inculto, de que no fuera admirado?

Evidentemente era culpa de los ricos, de los que estaban bien educados y eran respetados.

¡Qué conveniente era, pues, que las exigencias de venganza y la justicia abstracta

coincidieran del todo! Solo era justo obtener recompensa de aquellos más afortunados que

yo.

Mis colegas socialistas y yo, claro está, no íbamos a hacerle daño a nadie. Todo lo contrario.

Estábamos ahí para mejorar las cosas, pero íbamos a empezar por los demás. Yo empezaba

a ver la tentación de ese tipo de lógica, su defecto evidente, el peligro, pero también veía que

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