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-Pidiendo refuerzos al Emperador.
La sonrisa desdeñosa de Devers se acentuó. -Así pues, se ha comunicado con el
Emperador. Y supongo, jefe, que ahora está usted esperando esos refuerzos que
llegarán cualquier día de éstos. ¿Acierto?
-¡Se equivoca! Ya han llegado. Cinco naves de línea veloces y potentes, con un mensaje
personal de felicitación del Emperador y la promesa de más naves, que ya están en
camino. ¿Qué ocurre, comerciante? -preguntó con sarcasmo.
Devers habló con labios repentinamente rígidos: -¡Nada!
Riose dio la vuelta a la mesa y se detuvo frente al comerciante con la mano apoyada en
la culata de su pistola.
-Le he preguntado: ¿qué ocurre, comerciante? La noticia parece haberle trastornado.
¿Seguro que no siente un repentino interés por la Fundación? -Claro que no.
-Sí..., hay en usted cosas muy extrañas. -¿Usted cree, jefe? -Devers sonrió
forzadamente y apretó los puños en los bolsillos-. Enumérelas y se las desmentiré.
-Ahí van. Fue capturado fácilmente. Se rindió a la primera ráfaga, con el escudo
chamuscado. Está dispuesto a abandonar a su mundo, y ello sin fijar ningún precio. Todo
esto es muy interesante, ¿verdad?
-Me gusta estar del lado del vencedor, jefe. Soy un hombre sensato; usted mismo lo
dijo.
Riose replicó con voz ronca:
-¡Concedido! Sin embargo, desde entonces no ha
sido capturado ningún otro comerciante. Todas las naves comerciales son lo bastante
veloces como para escapar cuando se les antoja. Todas las naves comerciales tienen una
pantalla que les permite salir indemnes en caso de lucha. Y todos los comerciantes han
luchado hasta la muerte si la ocasión lo ha requerido. Se ha sabido que los comerciantes
son los jefes e instigadores de las guerrillas en los planetas ocupados y de las
incursiones aéreas en el espacio también ocupado. ¿Acaso es usted el único hombre
sensato? No lucha ni se escapa, y se convierte en traidor sin que se lo exijan. Es usted
peculiar, asombrosamente peculiar... yo diría que peligrosamente peculiar.
Devers dijo con voz suave:
-Comprendo lo que quiere decir, pero no tiene nada en qué basarse para efectuar una
acusación en mi contra. Ya hace seis meses que estoy aquí, y siempre me he portado
bien.
-Así es, y yo le he recompensado con un buen trato. No he tocado su nave y le he dado
todas las muestras de consideración posibles. Pero usted me ha fallado. Una información
libremente ofrecida sobre sus juguetes, por ejemplo, hubiera podido resultar de utilidad.
Los principios atómicos en los que se basan pueden ser utilizados en algunas de las más
peligrosas armas de la Fundación. ¿Me equivoco?
-Soy sólo un comerciante -repuso Devers-, y no uno de esos presuntuosos técnicos. Yo
vendo la mercancía; no la fabrico.
-Bien, pronto lo veremos. Por esa razón he venido. Por ejemplo, registraremos su nave
para saber si lleva un campo de fuerza personal. Usted nunca lo ha llevado; pero todos
los soldados de la Fundación disponen de él. Será una significativa evidencia encontrar
información que usted se niega a facilitarme. ¿No es así?
No hubo respuesta, así que continuó
-Y habrá evidencia más directa. He traído conmigo la sonda psíquica. No dio resultado la
vez anterior, pero el contacto con el enemigo es una educación liberal.
Su voz era suavemente amenazadora, y Devers sintió el cañón de un arma apretado
contra su estómago; el arma del general, que hasta aquel momento había llevado
enfundada. El general habló en voz baja:
-Se quitará su pulsera y cualquier otro ornamento de metal que lleve, y me los dará.
¡Despacio! Los campos atómicos pueden ser distorsionados, y las sondas psíquicas
podrían ahondar sólo en campos estáticos. Eso es. Démelos.
El receptor situado en la mesa del general se iluminó, y una cápsula asomó por la
ranura, cerca de donde se encontraba Barr, que seguía acariciando el busto imperial
tridimensional.
Riose se colocó detrás de la mesa, con la pistola lanzallamas apuntándoles. Dijo a Barr:
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