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Y entonces Devers se encontró bajo el brillante y blanco sol, en una terraza donde había
mujeres que charlaban, niños que gritaban y hombres que sorbían lánguidamente sus
bebidas y escuchaban las noticias del Imperio emitidas por gigantescos televisores.
Barr pagó por un periódico las monedas de iridio que le pidieron. Era el Noticias
Imperiales de Trántor, órgano oficial del Gobierno. En la trastienda de la editorial sonaba
el ruido de las máquinas que imprimían ediciones extraordinarias, impulsadas desde las
oficinas del Noticias Imperiales, situadas a dieciséis mil kilómetros por corredor -a nueve
mil por avión-, del mismo modo que se imprimían simultáneamente diez millones de
ejemplares en las restantes editoriales del planeta.
Barr echó una mirada a los titulares y dijo en voz baja:
-¿Por dónde empezamos?
Devers intentó sacudirse la depresión que le embargaba. Se hallaba en un universo muy
alejado del suyo, en un mundo que le abrumaba con su complejidad, entre gentes que
hacían y decían cosas casi incomprensibles para él. Las relucientes torres metálicas que
le rodeaban y continuaban hasta el horizonte en una interminable multiplicidad, le oprimían;
la vida atareada e indiferente de la gigantesca metrópoli le sumía en una terrible
sensación de aislamiento e insignificancia.
-Eso se lo dejo a usted, doctor -contestó.
Barr estaba tranquilo. Comentó en un murmullo: -Intenté decírselo, pero es difícil de
creer si no lo ve uno mismo. Ya lo sé. ¿Adivina cuántas personas quieren ver
diariamente al Emperador? Alrededor de un millón. ¿Sabe a cuántas recibe? A unas diez.
Tendremos que tantear al servicio civil, y eso dificulta las cosas. Pero no podemos
arriesgarnos a tratar con la aristocracia.
-Tenemos casi cien mil créditos...
-Un solo Par del Reino nos costaría eso, y necesitaríamos al menos tres o cuatro para
llegar hasta el Emperador. Tal vez debamos acudir a cincuenta comisionados y
supervisores, pero sólo nos costarán unos cien créditos cada uno. Yo seré quien hable.
En primer lugar, no entenderían su acento, y, en segundo lugar, usted no conoce la
etiqueta del soborno imperial. Es todo un arte, se lo aseguro. ¡Ah!
La tercera página del Noticias Imperiales traía lo que buscaba, y pasó el periódico a
Devers.
Devers leyó con lentitud. El vocabulario era extraño, pero lo comprendió. Levantó la
vista y sus ojos delataron lo preocupado que estaba. Golpeó furiosamente la página con
el dorso de la mano. -¿Cree que podemos fiarnos de esto?
-Dentro de ciertos límites -repuso Barr con calma-. Es muy improbable que hayan
destruido la Flota de la Fundación. Seguramente ya han dado esta noticia varias veces,
si usan la acostumbrada técnica de deducir las cosas desde una capital muy alejada del
campo de batalla. Sin embargo, significa que Riose ha ganado otra contienda, lo cual no
sería de extrañar. Dicen que ha conquistado Loris. ¿No se trata del planeta-capital del
reino de Loris?
-Sí -contestó Devers-, o de lo que era el reino de Loris. Y no está ni a veinte parsecs de
la Fundación. Doctor, hemos de trabajar muy rápido.
Barr se encogió de hombros.
-No se puede ir de prisa en Trántor. Si lo intenta, lo más probable es que acabe frente al
cañón de un lanzarrayos atómico.
-¿Cuánto tiempo necesitaremos?
-Un mes, si tenemos suerte. Un mes y nuestros cien mil créditos..., si es que son
suficientes. Y eso suponiendo que al Emperador no se le ocurra viajar a los Planetas
Estivales, donde no recibe a ningún peticionario.
-Pero la Fundación...
-...Tendrá cuidado de sí misma, como hasta ahora. Vamos, habrá que pensar en la cena.
Estoy hambriento. Después, la noche es nuestra, y será mejor que la disfrutemos. Nunca
más veremos Trántor o un mundo similar, recuérdelo.
El delegado de las Provincias Exteriores abrió con impotencia sus regordetas manos y
contempló a los solicitantes a través de unas gafas que no disimulaban su elevado grado
de miopía.
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