Cuando machacar a un mendigo de sesenta años sale gratis

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EDUARDO DEL CAMPO
SEVILLA.— Machacar a un mendigo
de 60 años o a drogadictos de 30
que apenas se tienen en pie está saliendo
gratis en la zona del Prado
de San Sebastián, en Sevilla, junto
a la vieja estación de autobuses y a
pocos metros del juzgado de guardia.
Allí, desde finales de septiembre
hasta este mes, como ha podido
contrastar este diario durante ocho
días de entrevistas, se ha extendido
la miserable moda de apalear a seres
indefensos a quienes encapuchados
armados con cadenas consideran
basuras humanas a las que
hay que eliminar.
El odio al pobre, al indigente y al
extranjero, en aumento en la Unión
Europea y especialmente en España,
como denuncia el último informe
del Observatorio Europeo del
Racismo y la Xenofobia, se ha traducido
estos meses en esta esquina
de la capital andaluza (el escenario
es trasplantable a cualquier ciudad)
en agresiones de violencia gratuita
que quedan siempre impunes por
el propio perfil de las víctimas elegidas:
enfermos y excluidos a quien
pocos echan caso. Los agredidos no
han denunciado nunca los golpes:
en realidad, ni siquiera saben dónde
ir (el juzgado, repetimos, está al
lado) ni asumen que tengan el derecho
de hacerlo. La Policía, dicen,
apenas les oye. «Si no hay denuncia,
no podemos hacer nada», esgrime
un portavoz policial. Los agentes,
los vecinos, parecen, a preguntas
del periodista, dar por lógico
que un mendigo reciba palizas por
el simple hecho de serlo.
Cuando no aplauden.
«No hacen más que molestar.
Por mí, quelessigan
pegando, me da
igual», dirá el dueño del
restaurante El Portalón.
Nadie cree a un drogadicto.
Y de ese silencio se
aprovechan los verdugos.
Conviene recordar que
los delitos públicos no requieren
de denuncia de la
víctima para que la Policía
y la Justicia actúen de
oficio, como establece el
Código Penal.
Un viernes por la noche,
a principios de este
mes. Dos jóvenes de unos
24 o 25 años llegan en
una moto junto al trozo
de acera donde, sobre un cartón
húmedo, duerme desde hace más
de una década Juan Espín Espinosa,
que este 13 de enero cumplirá
60 años. Juan está enfermo, alcoholizado
y medio ciego. Pasa el día
en el suelo, bebiendo de un cartón
de vino o sumido en sus pesadillas
tapado hasta la cabeza con la única
manta que aún no le han robado.
Este es el hombre indefenso al que
los dos jóvenes, de pie, empiezan a
darle patadas en la espalda y el
vientre mientras le gritan: «¡Gamberro,
búscate un trabajo!». Juan,
ovillado en el suelo, no puede decir
nada.
«Es la cuarta vez que me pegan
en dos meses, esos mismos», recuerda
hoy, bajo un cielo helado.
«Yo no los conozco, ni ellos a mí.
Llegan siempre en moto, aparcan y
se lían a patadas. Me decían que
me buscara trabajo, que no podía
estar en la calle. Gamberro pa’cá,y
dos patás, gamberro pa’llá, y otras
dos patás. Un policía les vio una
vez y les pidió la identificación. Vino
la grúa ysellevaronlamoto.El
policía, creo que era municipal, me
dijo que si quería denunciar, pero
no quise. Puede haber represa-
lias».
El ruido de la última agresión
despertó a Manuel Pastor Benjumea,
un heroinómano de 35 años
que aparca coches en la zona y esa
noche dormía sobre una colchoneta
destripada junto a la pared exterior
de la estación. Manuel recriminó
a los atacantes. Estos, acabada
su lección de limpieza social con
EL MUNDO, MIÉRCOLES 26 DE DICIEMBRE DE 2001
ANDALUCIA
Cuando machacar a un mendigo
de sesenta años sale gratis
Al grito de «¡Búscate un trabajo!» o «¡Te vamos a matar!»,jóvenes racistas se han
lanzado en Sevilla a una silenciada caza de indigentes y heroinómanos sin techo
El aparcachoches Paulo Jorge das Neves explica junto a su amigo Carlos cómo lo apalearon dos desconocidos. / FOTOS: EDUARDO DEL CAMPO
Manuel Pastor (izquierda) aún tiene en la frente la cicatriz de la agresión racista. A la derecha, Juan Espín, en el lugar donde ya le han pegado cuatro veces.
Juan, cogieron la moto y se marcharon.
Pero a la madrugada siguiente,
sobre las dos, alguien le
quitó la manta y le abrió la cabeza
con una cadena pitóndemoto.Manuel,
con la cara ensangrentada,
sólo pudo ver a dos encapuchados
que le gritaban «¡Mamón, te vamos
a matar, cabrón!» antesdehuiren
una moto Aprilia sin matrícula. «Se
vengaron de mí por haber defendido
al Juan».
Manuel fue al cercano Equipo
Quirúrgico, donde le cosieron la
brecha de la frente con siete puntos.
Una mujer que estaba de guardia
en la oficina de admisión esa
noche corrobora la historia. Pero
dice que si estas agresiones muchas
veces quedan sin seguimiento
«¡Un negro no puede ser español!»
E. DEL C.
SEVILLA.— Sábado8de
diciembre, una de la noche,
en el Callejón del
Agua, uno de los lugares
más típicos del turístico
Barrio de Santa Cruz.
Rosario Rodríguez Martín,
una veterinaria de 27
años, y su novio Santi
Díaz Usta, un ingeniero
técnico forestal de 29,
vuelven a casa acompañando
a su nuevo amigo
Victor, un médico y escritor
nigeriano de 49
años con estatuto legal
de refugiado político que
ha venido de Madrid para
conocer Sevilla.
Ven a dos jóvenes de
unos 23 años meterse en
la calle Pimienta. Al pasar
junto a ellos, oyen
decir «¡Qué asco!» mientras
observan que los
dos tipos blanden sendas
cadenas de moto. A
continuación, les tiran
una piedra. «¿Qué hacéis?»,
preguntan Santi y
Rosario. «¿Qué hacemos?
¡Que España para
los españoles!», grita
uno de los agresores.
«Pero si aquí somos españoles,
tío», intenta calmarlos
Santi. «¿Un negro
español? ¡Un negro
no puede ser español!»
El dúofanático se exalta
y empieza a perseguirlos
por el larguísimo callejónempuñando
las cadenas.
«Yo corría y pensaba:
no puedo creer que
nos vayan a dar una paliza.
Si nos cogen, nos revientan.
Nos gritaban
‘¡judíos, fuera de aquí!’.
Despedían un odio in-
creíble», dice Rosario.
Uno de los racistas (ambos
con aspecto arreglado,
«pijitos» y sin apariencia
de estar bebidos,
dice Santi) consigue
acercarse más: su pieza
es el médico africano. En
el último momento, Santi
se interpone y lo frena.
El tiempo justo para llegar
al final de la calle.
«Jamásmehabía pasado
esto», dice Victor a la pareja
ya a salvo. Pero,
asustado, les pide que no
presenten denuncia.
sanitario o policial es porque los
afectados «se van sin esperar a que
les hagan radiografías».
Los gorrillas (aparcacoches)
Carlos Garrido Suárez, de 26 años,
y el portugués Paulo Jorge das Neves
Cardoso de Jesús, de 30, son
hermanos de calle y heroína. Duermen
entre las ruinas de un cuartel
abandonado. No hacen daño anadie
más queasí mismos. Pero un
sábado por la tarde a finales de
septiembre –imposible precisar
más, el tiempo para ellos es un pozo
sin forma–, dos jóvenes, uno
grueso y de pelo corto, otro delgado
y con cabello más largo, aparecieron
a bordo de una moto todoterreno
frente a la estación.
Carlos los vio y fue a avisar a
Paulo, que estaba aparcando coches
enfrente del restaurante El
Portalón, muy cerca de la Audiencia
Provincial. «Yo no los conocía
de nada. El de atrás, el del pelo más
largo, me intentó dar con la cadena.
Menos mal que me agaché yla
cadena dio aquí», dice Paulo señalando
la esquina abollada de un bidón
de basura. «Me metí en el restaurante,
pero se metieron dentro.
El más gordito me agarró los brazos
por la espalda mientras el otro
me daba por todas partes. El dueño
no hizo nada, se quedó quieto»,
sigue contando. «Lo único que decía
es que no les rompieran nada»,
apunta Carlos.
Paulo logró zafarse y llegar al
Equipo Quirúrgico, a treinta metros.
Pero no se quedó a que lo curaran.
Por eso no consta su ingreso.
«Vino la policía yse
dio una vuelta, pero no
hizo nada. Me pasé dos
días con el cuerpo lleno
de moratones».
Meses después, un
viernes a las once de la
noche a principios de diciembre,
Carlos y Paulo
sufrieron una nueva
agresión. Al pasar junto
a un grupo de unos diez
jóvenes de alrededor de
18o20años con motos,
cerca del centro comercial
Centrosur, les arrojaron
piedras. «¿Qué os
hemos hecho para que
nos hagáis esto?, les dijimos.
Entonces vinieron
y empezaron a pegarnos.
A mí me rompieron
un diente. A Paulo lo cogieron del
pelo y le intentaron estrellar contra
un poste». Carlos, con su diente
roto, su humanidad partida, lleva
aún los pantalones manchados
de sangre.
Hijos de obreros que odian al
miserable, hijos de papá que juegan
a comandos nazis los fines de
semana. A falta de poder entrevistarlos,
a ellos van dirigidos unas
últimas líneas para que conozcan
a sus víctimas. Juan, nacido en
Andújar y criado en Madrid, tuvo
hijos y fue propietario de dos bares
que quebraron. Lleva 12 años
en la calle. Carlos es de Huelva y
tiene un hijo de cinco años al que
no ve. Se enganchó en Almería,
mientras trabajaba armando invernaderos.
Paulo, de un barrio
marginal de Lisboa, se enganchó
de adolescente, tiene una hija de
ocho años y lleva mucho tiempo
sin saber de su familia. Manuel,
sevillano, con una hija, lleva una
década durmiendo en la calle. «Yo
no hago daño a nadie. Encima
que estamos en la calle, nos hacen
esto. Que esté metido en la
droga no quiere decir que sea un
cero a la izquierda».