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TERESA DE LA PARRA

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—Sí –decíales desde arriba–, yo soy el genio del pesacartas y todos<br />

ustedes son mis humildes súbditos. El cascarón de nuez es mi barco para cuando<br />

yo quiera regresar a Irlanda; el reloj está ahí para indicar la hora en que me<br />

dignaré dormir; el ramo de flores es mi jardín; la lámpara me alumbra si deseo<br />

velar; el centímetro es para anotar los progresos de mi crecimiento (mido ciento<br />

setenta milímetros desde que me vino la idea de usar calzado medioeval). No sé<br />

todavía qué haré con los lacres. En cuanto al tintero está ahí, no cabe duda, para<br />

cuando yo quiera divertirme echando redondeles de saliva.<br />

Y diciendo así comenzaba a escupir dentro del tintero con una<br />

desvergüenza sin nombre.<br />

—Eres un gran mal educado, protestaba el tintero. Si pudiera subir hasta<br />

allá, te haría una buena mancha en la mejilla y te escribiría en las espaldas con<br />

letras muy grandes: “Gnomo malvado”.<br />

—Sí, pero como eres más pesado que el plomo con tu agua asquerosa de<br />

cloaca, no puedes hacerme nada. Si me inclino sobre ti, quieras que no, tendrás<br />

que reflejar mi imagen.<br />

Y su rostro en efecto aparecía en el fondo del brocal de cobre negro y<br />

brillante como el de un diablillo burlón.<br />

Cuando su dueño se sentaba al escritorio, el gnomo tomaba un aire<br />

hipócrita y sonreía como diciendo: “Todo marcha bien. Puedes escribir<br />

lindísimas páginas, yo estoy aquí”.<br />

Entonces el poeta, que era de natural bondadoso y que se engañaba<br />

fácilmente, miraba al genio con complacencia y colocando una barrita de<br />

incienso verde en el pebetero, la ponía a arder. El humo subía en finas volutas<br />

hacia el gnomo y le cubría la cabeza con su dulce caricia azulada. El diminuto<br />

personaje respiraba el perfume con alegría y se estremecía de tal modo que la<br />

balanza marcaba quince gramos, en lugar de diez que era su peso normal, por lo<br />

cual deducía que el incienso era el único alimento digno de él, puesto que era el<br />

único que le aprovechaba.<br />

Una noche en que dormía profundamente lo despertó una música muy<br />

suave. Eran dos pobres menestriles vestidos más o menos como él y del mismo<br />

tamaño que venían a darle una serenata: uno tocaba la guitarra cantando con<br />

expresión apasionada; el otro lo acompañaba tarareando con las dos manos<br />

<strong>TERESA</strong> <strong>DE</strong> <strong>LA</strong> <strong>PARRA</strong><br />

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