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<strong>LA</strong> SEÑORITA GRANO <strong>DE</strong> POLVO<br />
Y la reina de Saba comenzó a recordar las aventuras magníficas que<br />
había corrido desde la noche aquella en que se había despedido de Salomón<br />
hasta el día más cercano en que escoltada por sus esclavos, su parasol, su trono,<br />
y sus pájaros se había instalado dentro de la sopera. Había material para llenar<br />
varios libros y aún no lo refería todo; iba balanceándose al azar de los recuerdos.<br />
Había recorrido África, Asia y las islas de los dos océanos. Un príncipe de la<br />
China, caballero en un delfín de jade, había venido a pedir su mano, pero ella<br />
lo había rechazado porque proyectaba entonces un viaje al Perú, acompañada<br />
de un joven galante, pintado en un abanico, el cual en el instante de embarcarse<br />
hacia Citeres, como la viera pasar, cambió de rumbo.<br />
En Arabia había vivido en una corte de magos. Estos, para distraerla,<br />
hacían volar ante sus ojos pájaros encantados, desencadenaban tempestades<br />
terribles en medio de las cuales se alzaban sobre las alas de sus vestiduras, hacían<br />
cantar estatuas que yacían enterradas bajo la arena, extraviaban caravanas<br />
enteras, encendían espejismos con jardines, palacios y fuentes de agua viva. Pero<br />
entre todas, la aventura más extraordinaria era aquella, la ocurrida con el César<br />
de oro. Es cierto que repetía: “Me ofendió por ser orgulloso”.<br />
Pero se veía su satisfacción, pues el César aquel era un personaje de<br />
mucha consideración. A veces en medio del relato el pobre monje se atrevía a<br />
hacer una tímida interrupción:<br />
—Creo que ya es tiempo de ir a tocar la hora. Permítame que salga.<br />
Pero al punto la reina de Saba, cariñosa, pasaba la mano por la hermosa<br />
barba del ermitaño y contestaba riendo:<br />
—¡Qué malo eres, mi bello Barnabé. Estar pensando en la campana<br />
cuando una reina de África te hace sus confidencias!, y además: es todavía de<br />
noche. Nadie va a darse cuenta de la falta.<br />
Y volvía a tomar el hilo de su historia asombrosa. Cuando la hubo<br />
terminado, se dirigió a su huésped y dijo con la más encantadora de sus<br />
expresiones:<br />
—Y ahora, mi bello Barnabé, a usted le toca, me parece que nada de mi<br />
vida le he ocultado. Es ahora su turno.<br />
Y habiendo hecho sentar a su lado, en su propio trono, al pobre monje<br />
deslumbrado, la reina echó hacia atrás la cabeza como quien se dispone a<br />
saborear algo exquisito.