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dossier - Quodlibet

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ternura, la comprensión, la sensibilidad, en última instancia, el júbilo. Cuando –<br />

después de muchas vicisitudes – la Emperatriz se niega a aceptar la sombra robada<br />

tramposamente a una mujer, se humaniza de manera de�nitiva. Pre�ere ser estéril<br />

y condenar al Emperador (que quedará convertido en piedra si ella no es madre)<br />

a cometer una injusticia con un ser humano. Naturalmente, como buen cuento<br />

de hadas, el �nal es feliz, pero Hofmannsthal aprovecha esta historia para resaltar<br />

muchos de sus atributos ideológicos y sus búsquedas de expresión. No es sólo<br />

discurso de un humanista, sino de un radar que vive la decadencia de Europa<br />

con una hiperestésica sensibilidad. No es casual que �nalice la obra mientras<br />

es corresponsal de guerra en una trinchera de aquella primera guerra 1914-18,<br />

consecuencia siniestra de un mundo a la deriva. Mundo agónico testimoniado<br />

por un notable grupo de inquietos pensadores burgueses económicamente<br />

acomodados y de excelente formación, en su mayoría periodistas, cuyo primer<br />

objetivo es trascender su condición y lograr transformarse en los artí�ces de una<br />

literatura más comprometida, libre y autónoma. Conocidos intelectuales como<br />

Hermann Bahr, Peter Altenberg, �eodor Herzl, Karl Kraus; Richard Beer-<br />

Hofmann, Félix Salten y otros, forman parte de dichas inquietudes, conscientes<br />

de que la Europa de sus días tiene el tiempo contado y que, como lo dice<br />

Hofmannsthal, “debemos despedirnos de este mundo antes que se derrumbe.<br />

Muchos ya lo saben y un sentimiento inde�nible los convierte en poetas”.<br />

Para el autor, el destino de la Emperatriz es el verdadero<br />

destino del poeta.<br />

El autor de La mujer sin sombra defendió durante su vida la hipótesis por la cual<br />

el poeta, mucho antes que el cientí�co, llegaba a expresar la realidad de la manera<br />

más auténtica. El mismo Sigmund Freud defendió esta idea. Kakania –así llamó<br />

Robert Musil al Imperio Austrohúngaro, fecalmente – era ya un equilibrista<br />

borracho montado sobre el vacío. Hermann Bahr, otro de los radares de aquellos<br />

momentos, escribía: “Nuestra época está impregnada de un tormento salvaje, el<br />

dolor es insoportable. Llamadas de socorro surgen por todas partes. ¿No estamos<br />

asistiendo al �n de una especie son aliento, a sus últimas convulsiones?”. Era una<br />

época de naufragio de la identidad, donde el padre – el Emperador Francisco<br />

José – ya no podía imponer sus leyes eternas ni su presencia ancestral, donde<br />

la seguridad protectora que emanaba desde el Palacio se esfumaba día a día,<br />

y el individuo, hasta ese momento amparado, comenzaba a sentirse confuso,<br />

incierto, inquieto ante un oscuro porvenir. Se sabe que en estas crisis la creatividad<br />

fuerza sus desvelos y los artistas se hacen cargo de salvar lo posible en medio del<br />

terremoto. Pero la realidad golpea duramente en la puerta de aquellos jóvenes.<br />

Escribe Robert Musil en El hombre sin atributos: “El Yo pierde el sentido que había<br />

tenido hasta entonces, de un soberano que cumple actos de gobierno”. Y dirá en<br />

otro momento: “Austria es el primer país en el actual período de evolución, al<br />

que Dios le ha quitado su crédito, el placer de vivir, la con�anza en sí mismo”.

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