en la noche - SINEDIT

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Intercambiaron unas breves miradas y uno de los hombres se zambulló en la oscuridad buscando el lugar, entre tanto, el aplomo del que se había quedado menguaba desconcertantemente ante la temblorosa y desvalida figura, cuya asfixiada respiración acentuaba su inefable estado de salud, a todas luces muy deteriorada. —¡Date prisa, o se nos va a morir aquí! —gritó al compañero perdido en las tinieblas. El apremio obedecía más bien al desasosiego que le producía estar a solas junto al recluso, que al hecho de su inminente fallecimiento. Como no oía su respiración acercó la llama para cerciorarse de su estado. Quizás acercara el fuego más de lo debido, porque la postrada figura se convulsionó de tal forma, que le procuró un susto se muerte. —¡Maldito viejo! —masculló. Entre tanto, el otro regresó portando una herrumbrosa llave y lo que parecía una especie de puñal. —Mira esto —dijo, mostrado el arma a su compañero. —Parece una daga; aunque nunca había visto nada parecido. —Sí, es realmente extraña —convino, deslumbrado por su belleza y esmerado acabado—. ¡Liberémosle antes de que se nos muera! —exclamó, volviendo en sí de la fascinación que le producía el afilado cuchillo—. Creo que está más en el otro mundo que en éste. —¡Un momento! –Por unos instantes, algo lo puso en alerta; un fugaz presentimiento que hizo vacilar al hombre. —¿Qué ocurre ahora? —le preguntó su malhumorado e impaciente compañero. —Nada. Prosigamos —respondió con una pujante incertidumbre adosada a las palabras. La intuición le avisaba de un posible peligro; como si una amenaza latente se hallara en todo aquello. Y sin embargo, sin saber por qué, algo le impedía dejarlo y salir de allí a toda prisa. 25
Uno de ellos sostuvo las dos antorchas para que el otro forcejeara en las corroídas cerraduras cerca del muro. La llave era más bien un delgado hierro, rematado en una punta estrellada que hacia rotar el agarrotado mecanismo de un basto engranaje interno, por el que se deslizaban los eslabones de las cadenas. Cuando hubo abierto la última de las cuatro, ambos tuvieron que aunar esfuerzos para deslizarlas entre los grilletes; dado que el tamaño de cada eslabón era casi como la de sus pies. Sudorosos, completaron su liberación, a excepción de los pesados brazaletes, cuyos remaches deberían ser rotos cuidadosamente cuando el famélico individuo estuviera en mejores condiciones. La decrépita forma comenzó a mover sus brazos, tan lentamente como sus largos y huesudos dedos, que ahora extendían sus afiladas puntas, desperezándose tras el largo confinamiento. Alzó la cabeza mirando directamente a sus libertadores, y sus ojos reflejaron la inminente tragedia. Los confiados hombres apenas dispusieron de unos instantes para vislumbrar la auténtica realidad que estaba gestándose. Saltó velozmente sobre ellos y la caverna se inundó de gritos, ahogados en sangrientos estertores de muerte. 26
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