Óscar Bribián • Alejandro Carneiro • Alberto García-Teresa ...

David Soriano
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IWTB
Subieron por un terreno sembrado de piedras, gramíneas de largo tallo
coriáceo y pinos dispersos que lo iban siendo menos a medida que avanzaban.
En la líquida atmósfera flotaban aromas herbáceos y marinos y una tenue
brisa que se debatía por no morir ahogada. Los repelentes segregados por la
piel de ambos investigadores se encargaban de mantener a raya a los insectos
que zumbaban a su alrededor.
Ximénez oía los trabajosos resoplidos que Jota-Jota lanzaba a sus espaldas.
Imaginaba a los nanobots del torrente sanguíneo de su compañero,
luchando desesperadamente por mantener las concentraciones de oxígeno y
glucosa en los niveles adecuados. Sin ayuda de la nanobótica, probablemente
al organismo de O’Bear le habría resultado intolerable el recio ritmo que el
nativo imprimía a la marcha.
Al volverse para evaluar las dificultades de avance de su colaborador, la
atención de Ximénez se vio inmediatamente atrapada por la panorámica de la
zona que dejaban atrás. En particular, le sorprendió que la cantidad de luz que les
llegaba desde el recinto hotelero fuese mucho menor de la que esperaba. ¿Emplearían
los de Kronotel algún tipo de apantallamiento lumínico para disimular su
presencia en el paisaje nocturno? No obstante, se percibía claramente algo erróneo
en la perspectiva, como si una porción más o menos circular del paisaje —la
que contenía las instalaciones hoteleras— hubiera sido separada de él y vuelta a
unir con una orientación ligeramente distinta. Algo así como si un puzle contuviese
una pieza cuyo dibujo no fuera exactamente como tenía que ser. Claro
que era lo menos que podía esperarse, teniendo en cuenta la naturaleza de lo que
contemplaban sus ojos: un pedazo de presente injertado en el pasado. O de futuro
injertado en el presente, según se mirase.
Sólo el mar parecía eterno e inmutable, ajeno por completo al fluir del tiempo
y sus discontinuidades.
Marchaban ahora por un terreno más llano, donde los pinos formaban
ralos bosquecillos a ambos lados de la vereda. Ximénez consultó el dorso de su
mano izquierda: no llevaban ni diez minutos andando. Justo delante de ellos se
alzaba el cerro que servía de cimiento al núcleo habitado de Altafulla y especialmente
a su pequeño castillo, cuyas almenas troquelaban el cielo nocturno según
un repetido diseño escalonado. Por lo que parecía se dirigían hacia allí.