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Óscar Bribián • Alejandro Carneiro • Alberto García-Teresa ...

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David Soriano<br />

67<br />

IWTB<br />

camino andado. Sea como fuere, una vez llegasen allí volverían a recuperar<br />

la cobertura y él empezaría a trasvasar el material a Omninet, sin aguardar a<br />

encontrarse en el hotel. Cuanto antes lo hiciese, mejor. Los «agentes grises» y<br />

los cientuchos a sueldo de la administración global aparecían cuando y donde<br />

uno menos lo esperaba. Y nunca se estaba seguro de hasta dónde podían<br />

llegar en su afán destructor de pruebas.<br />

Pensar en los cientuchos le hizo recordar a la anciana que leía sobre<br />

cronoingeniería en la terraza de su habitación del hotel. Se complació imaginando<br />

la cara de idiota que se le quedaría a la vieja cuando el trabajo fuese<br />

hecho público.<br />

En realidad, Ximénez no sabía quién era, ni cómo se llamaba, ni la había<br />

visto nunca antes de su llegada a Kronotel, ni había cruzado una sola palabra<br />

con ella. Sin embargo, su ojo clínico no fallaba en estos casos: era una<br />

cientucha. La delataban sus lecturas y su pinta de arpía.<br />

La puerta se abrió con un quejido de madera reseca y goznes oxidados.<br />

El sol penetró oblicuamente en la estancia obligando a las sombras a replegarse.<br />

En el centro de la sala, un hombre que dormía sentado, con la cabeza recostada<br />

en el cojín que formaban sus brazos cruzados sobre la mesa, despertó<br />

con sobresalto. En un rincón, una mujer alzó una mano ensangrentada para<br />

protegerse los ojos. Los cegadores rayos juguetearon con el polvo un instante,<br />

mientras una silueta negra se recortaba en el vano.<br />

El recién llegado entró y cerró la puerta. Renació la penumbra, aunque<br />

herida por la luz que filtraban las rendijas de la puerta y de las contraventanas,<br />

cerradas para rehuir en lo posible el asfixiante calor del mediodía.<br />

—Déu Nostro Senyor sia amb valtros —dijo el recién llegado al tiempo<br />

que su mano derecha trazaba una cruz en el aire.<br />

—I amb vós, Pare —respondieron a coro los dos ocupantes de la estancia.<br />

Se volvió primero hacia la mujer. La sangre que entreviera en sus manos<br />

procedía de la gallina que, al abrigo de las sombras, se ocupaba en desplumar<br />

con el auxilio de un balde encajado entre sus piernas. Restos de polvo de arroz

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