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cuidado con lo que decíamos, con lo que le preguntábamos y con lo que le contestábamos. Yo le decía<br />
que quizás fue una decisión de él, que no pudo soportar verse ahí. Y ella decía que no, que lo habían<br />
matado: que estaba segura de que lo habían matado.<br />
Soledad se sentía impotente, asustada. Poco después del mediodía una guardiana la había llevado a<br />
la celda de aislamiento. Pensaba que quizás la soltaran pero que ya nunca terminaría de salir de ese<br />
lugar: que algo se le había quedado para siempre ahí. Los habían usado, los seguían usando, y quizás<br />
la única forma de no dejarse usar fuera la que eligió Edoardo, pensó. O quizás no y el muy tonto se<br />
había apurado y la había dejado sola, sola, sola. Estaba sola, no tenía radio ni libros, pensaba sin parar<br />
y no terminaba de saber muy bien qué. Entonces se le ocurrió que tenía que escribir: frenar la mente<br />
y escribir, no permitirles que se quedaran con la última palabra, con esta historia, y escribir. No sabía<br />
qué: por el momento les escribiría a sus compañeros del Asilo. A esta altura ya debían estar en la calle<br />
protestando por la muerte de Edo, pidiendo su libertad, gritando, peleando con la policía.<br />
Un rato antes le habían dicho que Edoardo había muerto a las 5 y 20 de la mañana. El forense había<br />
dicho que la causa de la muerte era “asfixia por estrangulamiento”. Las causas de la muerte nunca son<br />
las causas de la muerte, pensó Soledad. Y pensó que a esa hora ella dormía: no podía creer que todo<br />
eso hubiera sucedido allí mismo, a unos cuantos metros, sin que ella sintiese nada. Era tan extraño.<br />
Todos decían que Edoardo se había matado y quizás fuera cierto: quizás realmente había elegido la<br />
forma más definitiva de escapar a esa cárcel, de burlarse de ellos una última vez. Y ella, pensaba ahora,<br />
no podía reprochárselo: tenía que entenderlo. Su obligación era entenderlo y lo iba a intentar. Soledad<br />
quería acordarse de su hombre, recordarle caras y sonrisas, tonos de voz, caricias pero no: se hacía<br />
preguntas. La memoria es certezas; las preguntas le destruían cualquier intento de recuerdo. Y sabía<br />
que no sabía respuestas; intuía, incluso, sin decírselo, que prefería no saberlas. Que no le gustarían.<br />
Preguntas como una bola negra en la cabeza. Otra vez empezó con los gritos.<br />
Lloraba. En verdad le parecía como si hubiera estado llorando desde siempre. Por suerte tenía unas<br />
hojas de papel y una birome negra. Para empezar fechó: era el sábado 28 de marzo de 1998 y pensó<br />
que de pronto esa fecha empezaba a ser tan importante:<br />
“Compañeros: La rabia me domina en este momento. Siempre he pensado que cada uno es responsable<br />
de lo que hace, pero esta vez hay culpables y quiero decir en voz bien alta quiénes son los que<br />
mataron a Edo: el Estado, los jueces, los funcionarios, el periodismo, el TAV (“Tren de Alta Velocidad”),<br />
la policía, la cárcel, las leyes, las reglas y toda esta sociedad de esclavos que acepta este sistema”.<br />
Escribía Soledad y las palabras se le agolpaban en el mismo italiano que poco antes le había parecido<br />
tan lejano:<br />
“Nosotros siempre luchamos contra estas imposiciones y por eso terminamos en la cárcel.<br />
“La cárcel es un lugar de tortura física y psíquica, aquí no se dispone de absolutamente nada, no se<br />
puede decidir a qué hora levantarse, qué comer, con quién hablar ni con quién encontrarse, a qué hora<br />
ver el sol. Para todo hay que hacer una ‘solicitud’, hasta para leer un libro.<br />
“Ruidos de llaves, de cerrojos que se abren y se cierran, voces que no dicen nada, que chocan en estos<br />
corredores fríos, zapatos de goma que no hacen ruido para espiarte en los momentos menos pensados,<br />
la luz de una linterna que por las noches te controla el sueño, correo controlado, palabras prohibidas.<br />
Todo un caos, todo un infierno, todo la muerte.<br />
“Así es como te matan todos los días, despacio, para hacerte sentir más dolor, y en cambio Edo quiso<br />
terminar enseguida con este dolor infernal. Al menos él se permitió tener un último gesto de mínima<br />
libertad, decidir él mismo cuándo terminar con esta tortura.<br />
“Mientras tanto me castigan a mí y me ponen en incomunicación. Eso significa no sólo no ver a nadie<br />
sino tampoco recibir ningún tipo de información, no tener nada, ni siquiera una frazada, tienen miedo<br />
de que yo me mate. Según ellos es un aislamiento cautelar, lo hacen para ‘salvaguardarme’ y así no se<br />
responzabilizan si yo también decido terminar con esta tortura.<br />
“No me dejan llorar en paz, no me dejan tener un último encuentro con mi Baleno. Veinticuatro