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SEMILLAS DE AIRE EN EL GRANERO DEL RECUERDO<br />
A mis once años, era la primera vez que subía a un tren y la experiencia me llenaba de entusiasmo, de ese que se nota por<br />
fuera y no deja estarte quieto. Soy el menor de seis hermanos, pero entre el quinto y yo hay una diferencia de ocho años, lo<br />
que hacía que mientras mis hermanos ya se habían convertido en árboles que dan sombra, yo estaba por ser, no tenía sombra<br />
ni casi historia, era tan solo presente pequeño, mero estar, ver y sentir a la sombra de los grandes.<br />
Habían llegado las vacaciones escolares y, un poco por quitarse mis padres a un estorbo en sus quehaceres, como entendía yo, y<br />
otro –como decía mi padre– para que viera mundo, el caso es que allí estaba, sentado en aquel vagón de madera de aquel tren,<br />
a principios de los años sesenta, en compañía de uno de mis hermanos. Tras un larguísimo viaje, llegué a Bilbao y, con coche<br />
de línea incluido, arribé a casa de mis tíos, que vivían en un concejo de Enkarterriak desde hacía muchos años y, a los que mi<br />
padre habían convencido para que me soportara por un mes, pues aquellos aires más puros me sentarían bien.<br />
El concejo, está asentado sobre la falda de la montaña, más que en ascensión, en una suave bajada que hace descansar algunas<br />
de sus casas sobre un fértil valle. Los caseríos son ancestrales. Puertas y ventanas soportan el cincelado de los temporales;<br />
ese desgaste fino de soles y lunas rodando sobre sus muros; o la fría garra de las lluvias cruzadas por ojos de lobos que han<br />
dejado su sombra errante sobre las piedras. En la parte baja se encuentra la iglesia, desde la que se asoman, con curiosidad<br />
algo enigmática, unas cuantas gárgolas atávicas y alegres de poder juguetear con el arroyo, arrojándole agua cuando llueve;<br />
éste, discurre divertido y sonoro, prácticamente niño entre vivaces reflejos, entre solazados coletazos grises de sus aguas en<br />
torrentera; porque esta es una tierra rica en aguas. Aguas móviles y rápidas en los cien regatos que bajan de las montañas.<br />
Montañas colmadas de bosques, donde el acebo oscuro y brillante se adorna en invierno con bolas rojas. Abedules de tronco<br />
níveo y hojas pequeñas, imprecisas en la distancia, como un cuadro impresionista; robles viejos cubiertos de líquenes grises;<br />
castaños centenarios como gigantes dormidos que se desperezan cada primavera, alisos siempre con los pies mojados. Hayas<br />
majestuosas.<br />
En medio de este paraíso, me embargaban las sensaciones de bochorno y tedio. Nada más se podía esperar aquel día de domingo.<br />
La tarde caminaba despacio, arrastraba con parsimonia la pesada galbana inherente al mes de agosto, que sabía como poner<br />
a prueba los resortes que manejaban mi tranquilidad; la quebradiza paciencia de un chaval de once años que anhelaba conocer<br />
todos aquellos hermosos lugares. El hastío se convertía, de esta forma, en compañero indeseable y fiel, durante esas eternas<br />
horas de sol abrumador que discurrían entre la comida y el frescor que regresaba junto al crepúsculo. Era un momento propicio<br />
para el descanso en periodo vacacional, la hora de la siesta; una pérdida de tiempo –eso pensaba cuando era niño– ese espacio<br />
de tiempo sagrado y de obligado cumplimiento de los mayores. Y no es que los niños durmieran a estas horas en el concejo<br />
–siendo huérfanos de mis inquietudes– lo que sucedía es que acababa de llegar y, aún no me había relacionado con nadie; de<br />
esta forma, la casa se sumergía con docilidad en una modorra de soledades, estancias desiertas y rumores apagados; un sopor<br />
de silencios que sólo parecían ignorar las alegres aguas del arroyuelo próximo.<br />
Y, como todas las tardes desde que llegué, aquel anciano montado en una herrumbrosa bicicleta, toscamente remedada con mil<br />
piezas, venía a rescatarme de la monotonía, del más cruel de los aburrimientos. El enigmático ciclista lograba de esta forma<br />
despertar mi curiosidad, que hasta ese momento yacía aletargada sobre una silla de nogal, rodeada tan sólo de sudor, penumbra<br />
y desespero. Yo lo observaba al pasar y me preguntaba con ansiedad por el lugar y el motivo que le hacían pedalear con<br />
cadencia. Llevaba las perneras del pantalón recogidas con pinzas de la ropa y, junto a la bici, siempre iba un abnegado y fiel<br />
perro –también viejo– que sin necesidad de correa, caminaba arrimado a la rueda trasera.<br />
Aquel impulso me surgió de repente. Debía seguirlo. Lo haría a una distancia prudencial con mi flamante bicicleta –regalo de<br />
fin de curso–, evitando así que se percatara de mi presencia. ¡Por fin había encontrado algo en lo que entretenerme! Tomamos<br />
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