4 Base Aérea “Ernesto Samper” Cali - Valle VAGOS RECUERDOS DE UN EXCADETE Parte III MG. Alberto Guzmán Molina. Socio ASORFAC Este es el último de tres escritos que, contienen episodios de común ocurrencia en la vida de los cadetes de la Fuerza Aérea. En esta ocasión, pretendo desenterrar recuerdos de la época, en que el curso de pilotaje número veintiocho hizo su tránsito por la Base Escuela Ernesto Samper. En el primero se comentaron eventos sucedidos durante el período de adaptación a la vida militar, se recordaron personajes que de alguna manera ejercieron influencia en nuestra formación castrense. El segundo dedicado al vuelo, incluye los nombres de los que fueron nuestros instructores, se exalta su delicada labor pedagógica y se traen a cuento los viejos aviones en que recibimos las primeras lecciones. Con algunas anécdotas del Guabito y un somero balance de hechos que marcaron al curso veintiocho con un impactante record trágico, damos por concluida esta crónica de viejos recuerdos. Al final, una muy breve mención de los cinco sobrevivientes.
Flandes y Madrid fugaces pero muy valiosas experiencias le habían inyectado a nuestra tímida institución aún en ciernes,la dosis de confianza que estaba necesitando para volar sola. El Guabito, proyecto planeado y estructurado sobre bases sólidas, abrió sus puertas en 1934, con la intención de jamás cerrarlas. Cuando aterrizamos en la Base Escuela Ernesto Samper en el año de 1952, poco era lo que conocíamos de su corta historia. Sabíamos si que Herbert Boy, el consagrado aviador que en la guerra con el Perú dirigió y de qué manera el componente aéreo Colombiano y Arturo Lema Posada, graduado de la academia El Palomar en Argentina, monitor en la escuela de Madrid y con el tiempo el primer General de la Fuerza Aérea, habían sido encargados por el presidente Enrique Olaya Herrera, de elegir el lugar más adecuado para la nueva sede del Alma Mater. El paso de los años comprobaría que, estos dos grandes hombres del aire, no se equivocaron en su elección. Escogieron un estratégico a la vez que idílico paraje, en los predios del valle del río Cauca. Precisamente en el área en que sus límites se expanden generosamente, al robarle terreno a las cordilleras y convertir su espacio aéreo en escenario ideal para volar. Vecino próximo de la Sultana, singular paraíso bendecido por Dios con una hermosa raza. Cuna de gente ilustre, visionaria y emprendedora que, desde el principio acogió la nuestra con familiar afecto. <strong>No</strong> es exagerado afirmar que, para la ciudadanía caleña, la Escuela ha sido y es parte esencial de su activo cultural. Desde el aire, la Base Aérea se veía como una isla rodeada de potreros por todas partes. Las escasas edificaciones externas frente al alojamiento de la guardia que no ha cambiado de sitio, se limitaban a no mas de una docena de casitas habitadas casi todas por trabajadores de la Unidad, lo demás eran ganaderías o cultivos agrícolas. Recuerdo que allí vivían “Chavita” y la “negra Judith,” serviciales mujeres que, se ganaban la vida arreglando la ropa de los cadetes. En un oscuro local, funcionaba una cantina que surtía a los soldados de cigarrillos y de otros elementos menores. Una radiola exagerada en volumen, solía amenizar las tediosas noches de insomnio de los clientes del calabozo, próximo a la calle. Dos gardenias que entonaba el “jefe” Daniel Santos y Tongo le dio a borondongo en la joven voz de Celia Cruz, eran canciones de moda que, al ritmo de la Sonora Matancera, se repetían sin pausa y que de tanto escucharlas, todo el mundo terminaba tarareándolas. Sin ocultar la nostalgia nacida de recuerdos de viejos tiempos, alguien del curso, confesó recientemente haberse graduado con más horas de calabozo que de vuelo. El interior de la Unidad conservaba algo del ambiente bucólico heredado del Guabito. El terreno fértil, no utilizado en las actividades propias del Instituto, se alquilaba a particulares para ser cultivado. La casona señorial de la hacienda que se mantenía intacta, daba albergue al comandante y a su familia. A partir de este punto, siguiendo hacia el oriente el curso de la vía que conducía a Juanchito, dieciocho años atrás, se habían levantado los hangares y las primeras edificaciones, mas tarde se agregarían obras de especificaciones modernas, hasta llegar al complejo universitario que hoy existe. A un lado del cuerpo de guardia, bajo el celoso cuidado del “oso” Absalón Prieto, personaje de grata recordación, funcionaba el taller de paracaídas. Recuerdo que días después de haber saltado desde un T6 en la cordillera central en el año de 1955, me entregó una tarjeta con los datos estadísticos del paracaídas que me salvó la vida, me dijo que personalmente lo había empacado, me hizo ver que era de los más viejos y trajinados de la Fuerza Aérea. En el extremo sur occidental de la Unidad, en predios que en los años ochenta la Fuerza Aérea cedió a la alcaldía de Cali para la construcción del Parque de la Caña, operaba ARPA, empresa aérea que servía la ruta a Buenaventura con un avión DC3 conducido por su propietario el “Puma “Enrique Cabrera, oficial en retiro perteneciente al curso número doce. Vox populi era que el curtido aviador de la vieja guardia, cruzaba la cordillera occidental a menor altura que la montaña, en vuelo por instrumentos, siguiendo a “rumbo y reloj,” el curso del río Dagua. Lo hizo infinidad de veces, jamás tuvo incidente alguno. Un piloto norteamericano que ocasionalmente lo reemplazaba en la silla izquierda del DC3, tratando de imitarlo perdió la vida con la 5