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ocupada en despiezar los animales y preparar la
comida.
El sol se apartaba de la Sierra Lejana y se puso a
flotar en el cielo.
En una ocasión, Reu divisó unos carámbanos mínimos,
apenas visibles a simple vista, en la ladera
sur de un gran témpano.
El conocido canto de un pájaro despertó a Nau.
Al principio no podía discernir si el canto venía de
sus entrañas o de más allá de las paredes de la
choza.
Un gorrión polar, pequeño y gris, saltaba sobre
sus patitas finas y heladas y piaba sonoro, recogiendo
los restos de comida.
Chillaba, y con su pequeño ojito agudo miraba
con picardía a Nau, como dándole la enhorabuena
por la llegada de la temporada de la Gran Luz.
Nau se había vuelto más pesada, su cuerpo se
había redondeado. Llevaba su enorme vientre con
dificultad. Junto con el calor, llegaron a la franja costera
unas focas bien cebadas. Salían arrastrándose,
para calentarse al sol, y allí mismo las atrapaba el
cazador. En algunas ocasiones cazaba varias focas a
la vez, y entonces se quedaba en casa los días siguientes,
reparando la choza tan maltratada por los
crueles vientos del invierno.
Acomodados en el lado del sol, donde la nieve
ya se había fundido, los seres humanos hablaban
sobre el futuro.
– Pasará el tiempo –decía Reu, pensativo–, y
junto a nuestra choza crecerán otras, y el género humano,
al que hemos dado comienzo, se dispersará
por la orilla del mar. Aquí hay espacio, el mar está
lleno de vida, los renos corren por la tundra, es po-
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