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huesos tubulares y después, los ataba bien con tiras
de piel de liebre ártica. Cuando todo estuvo listo,
Reu sacó las pieles de morsa del agua y cubrió
con ellas el esqueleto de madera.
– En este bote –explicó–, uno puede alejarse
mucho de la orilla.
El primer viaje lo hicieron por la laguna.
El agua saltarina golpeaba el fondo, generando
un sonido retumbante, el viento hinchaba la vela,
confeccionada con pieles de foca recién curtidas, y
el bote volaba por la laguna. Los niños-ballenatos
nadaban delante, saltando alegremente al aire, intentando
salpicar a sus padres con enormes surtidores.
El bote avanzaba a lo largo de la lengua de tierra
hacia el estrecho que unía la laguna con el mar
abierto.
Nau llamaba a los hijos a gritos, y le parecía que
le respondían, que balbuceaban palabras infantiles,
que se alegraban junto con ella del invento del
padre.
Reu, orgulloso por haber creado semejante maravilla,
daba gritos muy altos, fuertes, agradables al
oído. Los corvejones cebados cedían el paso de
mala gana, aleteando largo rato para alzarse del
agua, las golondrinas volaban sobre el bote emitiendo
gritos de alarma, interponiéndose en su
ruta, y las focas saltaban y los seguían con la vista,
sin comprender lo que pasaba, intentando entender
qué era aquel monstruo nunca visto que había
aparecido en sus aguas.
– Ahora estamos más cerca de los niños –dijo
Nau con alegría cuando regresaron y sacaron el
bote a la orilla.
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