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LA CADUCIDAD

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SOMBRAS<br />

POR BALTHARI<br />

Los rayos del sol atravesaban los agujeros de las persianas, mostrando el polvo taciturno, flotante<br />

en esa atmosfera viciada, con olor a humo, y alcohol oxidado, propio de una noche de excesos. Una sola<br />

chispa hubiera sido necesaria para que el etílico ambiente hubiera saltado por los aires, quemando las<br />

impurezas de la noche y ayudando al sol a clarificar los recuerdos borrosos de la penumbra. Ese vacío, que<br />

muestra una víspera inconexa, plagada de acantilados discordantes, a cada cual más extraño, más difuso,<br />

menos real.<br />

Tras la cortina heterogénea de partículas en suspensión, una maraña de ropas se apelotonaba<br />

entre la puerta, la cama y el escritorio pegado a la ventana. El sol irradiaba vida, quemando unos labios<br />

deshidratados, dotando de vida propia a ese bosque negro enredado que puebla su cabeza. Perdido entre<br />

las sabanas, las almohadas, y un edredón que hacía horas se acumulaba entorno a sus pies.<br />

La lengua necesitaba ayuda, quizás una palanca de acero, para poder desprenderse del paladar<br />

reseco, con un cierto sabor ácido, quizás vómito, quizás leche, seguramente alguna que otra cosa más.<br />

Pesadamente se despertó, con la mente en blanco, vacua, como la existencia misma. Incapaz de tomar<br />

decisiones. Los pies tomaron tierra, y se levantó, como quien lleva durmiendo una eternidad, incapaz de<br />

recordar sus propios pasos, sus movimientos, incapaz de recordarse a sí mismo. La gravedad le devolvió a<br />

su lugar, tambaleándose, apoyando su brazo izquierdo en la mesilla, plagada de papeles de un curso<br />

recién acabo. El verano acaba de comenzar.<br />

En su cerebro llegaban imparables imágenes martilleadas constantemente por la oración: “no<br />

volveré a beber”.<br />

El silencio de casa, por la mañana, cuando roza el medio día gratificaba su mente, añoraba durante<br />

el invierno esos momentos, ya que solo los podía disfrutar los fines de semana, pero los tenía que<br />

compartir con sus padres, era demasiado egoísta. Ahora tendría prácticamente tres meses de mañanas y<br />

tardes solitarias con las cuales poder disfrutar del agónico paso del tiempo.<br />

Miraba por la ventana, contemplando La Alamedilla, el parque que estaba frente a su ventana,<br />

cruzando la calle. Su mirada se perdía en la infinidad de las hojas de los árboles, en el plumaje de los<br />

cisnes, mientras sorbía el gélido zumo de naranja, recién sacado del frigorífico. Le quebraba los dientes,<br />

pero aun así le encantaba sentir la decadencia del frio al atravesar su esófago, perdiéndose en la infinitud<br />

de su ser. La gente sucumbía ante el paso del tiempo, inconsciente, sin plantearse el futuro, más allá del<br />

mero mañana, la eternidad había pasado a ocupar un vago lugar, arcaico propio de las antologías clásicas.<br />

Lejano, perdido en las antiguas ruinas. ¿Quién teme un rio bañado por ardiente lava?, lleno de adorables<br />

diablesas con fustas, dispuestas a procurarte el máximo dolor placentero.<br />

Y tras el superfluo levitar de las hojas marchitas ante un calor inagotable, su mente se evadía,<br />

inexorable, inexistente, en un vacío quizás desconocido, en una constante rutinaria, propia de cualquier<br />

mente maltrecha, aburrida por el conformista día a día, por el suave y seguro aroma de las calles. Un<br />

asesinato, una violación, una masacre injustificada le devolvería la alegría, un enemigo por el cual luchar,<br />

un recto destino, sin vacilaciones, perfectamente delimitado, guiado por la inconsciencia, felicidad<br />

completa, plena satisfacción.<br />

Aun así su pensamiento distendido, incomprendido, se transformó en completa realidad, cuando<br />

abrió las ventanas, permitiendo que el sonoro disturbio de la calle penetrara en su habitación. Lujosos<br />

automóviles, motocicletas de gran cilindrada, Vespas, camiones despistados, y el rugir continuo de los<br />

utilitarios galopaban haciéndose eco en las paredes de la blanquecina habitación. En esta jodida ciudad<br />

había gente podrida en dinero, y otra que simplemente estaba podrida.<br />

El ruido le ensordecía, el grosor del Climalit hizo el resto. Su análisis visual entre la multitud del<br />

ajardinado espejo, que agotaba su sábado, le produjo una leve, pero profunda tristeza. La botánica debiera<br />

ser una facultad de hombres, y jubilados, pues los campos de nabos sucedían hectáreas de campo. Pocas<br />

mujeres paseaban por los senderos de grava, alguna estaba perdida en la melancolía de sus<br />

pensamientos, mientras que el helado de cucurucho se derretía lentamente como su corazón al contemplar<br />

a otras parejas dadas de la mano, compartiendo besos, y esa falsa, compleja, y cegadora felicidad que con<br />

los años se transformaría en simple rencor, tiñendo esos momentos con odio. Al final todo acaba<br />

llenándose de mierda, es una verdad absoluta.<br />

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