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CARLOS RUIZ ZAFÓN LAS LUCES DE SEPTIEMBRE

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años. El único amor de su sobrino, al margen de su intimidad impenetrable, parecía ser el<br />

mar, y la soledad. La chica debía de tener algo especial.<br />

-Tendré la sentina limpia antes del viernes -anunció Ismael.<br />

-Es toda tuya.<br />

Cuando tío y sobrino saltaron al muelle, de vuelta a casa al anochecer, su vecino Picaud<br />

seguía examinando las misteriosas piezas, tratando de determinar si ese verano lloverían<br />

tornillos o si el cielo trataba de enviarle alguna señal.<br />

Llegado agosto, los Sauvelle ya tenían la sensación de llevar viviendo en Bahía Azul por lo<br />

menos un año. Quienes no los conocían ya estaban informados de sus andanzas gracias a<br />

las artes parlantes de Hannah y de su madre, Elisabet Hupert. Por un extraño fenómeno, a<br />

medio camino entre la chafardería y la magia, las noticias llegaban a la panadería donde<br />

ésta trabajaba antes de que se produjesen. Ni la radio ni la prensa podían competir con el<br />

establecimiento de Elisabet Hupert. Cruasanes y noticias frescas, del amanecer al<br />

crepúsculo. De tal modo, para el viernes, los únicos habitantes de Bahía Azul que no<br />

estaban al corriente del supuesto flechazo entre Ismael Hupert y la recién llegada, Irene<br />

SauveIle, eran los peces y los propios interesados. Poco importaba si algo había pasado o si<br />

llegaría a pasar. La breve travesía desde la Playa del Inglés a la Casa de Cabo en el velero<br />

ya había pasado a formar parte de los anales de aquel verano de 1937.<br />

Realmente, las primeras semanas de agosto en Bahía Azul transcurrieron a toda velocidad.<br />

Simone había conseguido establecer finalmente un mapa mental de Cravenmoore. La lista<br />

de todas las tareas urgentes en el mantenimiento de la casa era infinita. Con sólo emprender<br />

el contacto con los proveedores del pueblo, aclarar las cuentas y la contabilidad y atender la<br />

correspondencia de Lazarus bastaban para ocupar todo su tiempo, descontando los minutos<br />

que empleaba en respirar y dormir. Dorian, armado de una bicicleta que Lazarus tuvo a<br />

bien regalarle como obsequio de bienvenida, se convirtió en su paloma mensajera y, en<br />

cuestión de días, el muchacho se conocía el camino de la Playa del Inglés piedra a piedra,<br />

bache a bache.<br />

De este modo, todas las mañanas Simone iniciaba su jornada despachando la<br />

correspondencia que había de salir y repartiendo meticulosamente la recibida, tal y como<br />

Lazarus le había explicado. Una pequeña nota, apenas una hoja de papel doblada, le<br />

permitía tener a mano un rápido recordatorio de todas las rarezas que Lazarus entrañaba.<br />

Todavía recordaba su tercer día, cuando estuvo a punto de abrir accidentalmente una de las<br />

cartas enviadas desde Berlín por el tal Daniel Hoffmann. La memoria la rescató en el<br />

último segundo.<br />

Los envíos de Hoffmann solían llegar cada nueve días, casi con precisión matemática. Los<br />

sobres de pergamino aparecían siempre lacrados, con un escudo en forma de «D». Pronto,

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