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CARLOS RUIZ ZAFÓN LAS LUCES DE SEPTIEMBRE

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»Yo era un muchacho solitario. Siempre lo fui. La mayoría de los chicos de la calle<br />

parecían interesados en cosas que a mí me aburrían y, en cambio, las cosas que a mí me<br />

interesaban no despertaban el interés de nadie a quien conociese. Yo había aprendido a leer:<br />

un milagro; y la mayoría de mis amigos eran libros. Esto hubiese constituido motivo de<br />

preocupación para mi madre de no ser porque había otros problemas más acuciantes en<br />

casa. Mi madre siempre creyó que la idea de una infancia saludable era la de corretear por<br />

las calles aprendiendo a imitar los usos y juicios de cuantos nos rodeaban.<br />

»Mi padre se limitaba a esperar que mis hermanos y yo cumpliésemos la edad suficiente<br />

para que pudiésemos aportar un sueldo a la familia.<br />

»Otros no eran tan afortunados. En nuestra escalera vivía un muchacho de mi edad llamado<br />

Jean Neville. Jean y su madre, viuda, estaban recluidos en un mínimo apartamento en la<br />

planta baja, junto al vestíbulo. El padre del muchacho había muerto años atrás a<br />

consecuencia de una enfermedad química contraída en la fábrica de azulejos donde había<br />

trabajado toda la vida. Algo común, al parecer. Supe todo esto porque, con el tiempo, yo fui<br />

el único amigo que el pequeño Jean tuvo en el barrio. Su madre, Anne, no lo dejaba salir<br />

del edificio o del patio interior. Su casa era su cárcel.<br />

»Ocho años atrás, Anne Neville había dado a luz dos niños mellizos en el viejo hospital de<br />

Saint Christian, en Montparnasse. Jean y Joseph. Joseph nació muerto. Durante los<br />

restantes ocho años de su vida, Jean aprendió a crecer en la oscuridad de la culpa por haber<br />

matado a su hermano al nacer. O eso creía. Anne se encargó de recordarle cada uno de los<br />

días de su existencia que su hermano había nacido sin vida por su culpa; que, si no fuese<br />

por él, un muchacho maravilloso ocuparía ahora su lugar. Nada de cuanto hacía o decía<br />

conseguía ganar el afecto de su madre.<br />

»Anne Neville, por supuesto, dispensaba a su hijo las muestras de cariño habituales en<br />

público. Pero en la soledad de aquel apartamento, la realidad era otra. Anne se lo recordaba<br />

día a día: Jean era un vago. Un holgazán. Sus resultados en la escuela eran lamentables. Sus<br />

cualidades, más que dudosas. Sus movimientos, torpes. Su existencia, en resumen, una<br />

maldición. Joseph, por su parte, hubiese sido un muchacho adorable, estudioso, cariñoso ...<br />

, todo aquello que él nunca podría ser.<br />

»El pequeño Jean no tardó en comprender que era él quien debería haber muerto en aquella<br />

tenebrosa habitación de hospital ocho años atrás. Estaba ocupando el lugar de otro ... Todos<br />

los juguetes que Anne había estado guardando durante años para su futuro hijo fueron a<br />

parar al fuego de las calderas a la semana siguiente de volver del hospital. Jean jamás tuvo<br />

un juguete. Estaban prohibidos para él. No los merecía.<br />

»Una noche en que el muchacho se despertó gritando en sueños, su madre acudió a su lecho<br />

y le preguntó qué le sucedía. Jean, aterrorizado, confesó que había soñado que una sombra,<br />

un espíritu maligno lo perseguía a lo largo de un túnel interminable. La respuesta de Anne

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