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CARLOS RUIZ ZAFÓN LAS LUCES DE SEPTIEMBRE

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Apenas había cerrado los párpados de nuevo cuando oyó por primera vez aquel sonido, un<br />

impacto regular amortiguado por la lluvia. Hannah se incorporó y cruzó la habitación hasta<br />

el umbral de claridad de la ventana. La jungla de torres, arcos y techumbres anguladas de<br />

Cravenmoore yacía bajo el manto de la tormenta. Los hocicos lobunos de las gárgolas<br />

escupían ríos de agua negra al vacío. Cómo aborrecía ese lugar ...<br />

El sonido llegó de nuevo a sus oídos y la mirada de Hannah se posó sobre la hilera de<br />

ventanales del ala oeste. El viento parecía haber abierto una de las ventanas del segundo<br />

piso. Los cortinajes ondeaban en la lluvia y los postigos golpeaban una y otra vez. La<br />

muchacha maldijo su suerte. La sola idea de salir al pasillo y cruzar la casa hasta el ala<br />

oeste le helaba la sangre.<br />

Antes de que el miedo la disuadiera de su deber, se enfundó una bata y unas zapatillas. No<br />

había luz, así que tomó uno de los candelabros y prendió la llama de las velas. Su parpadeo<br />

cobrizo trazó un halo fantasmal a su alrededor. Hannah colocó su mano sobre el frío pomo<br />

de la puerta de la habitación y tragó saliva. Lejos, los postigos de aquella habitación oscura<br />

seguían golpeando una y otra vez. Esperándola.<br />

Cerró la puerta de su habitación a su espalda y se enfrentó a la fuga infinita del pasillo que<br />

se adentraba en las sombras. Alzó el candelabro y penetró en el corredor, flanqueado por<br />

las siluetas suspendidas en el vacío de los juguetes aletargados de Lazarus. Hannah<br />

concentró la mirada al frente y apresuró el paso. El segundo piso albergaba muchos de los<br />

viejos autómatas de Lazarus, criaturas que se movían torpemente, cuyas facciones a<br />

menudo resultaban grotescas y, en ocasiones, amenazadoras. Casi todos estaban<br />

enclaustrado s en vitrinas de cristal, tras las cuales cobraban vida repentinamente, sin aviso,<br />

a las órdenes de algún mecanismo interno que los despertaba de su sueño mecánico al azar.<br />

Hannah cruzó frente a Madame Sarou, la adivina que barajaba entre sus manos<br />

apergaminadas los naipes del tarot, escogía uno y lo mostraba al espectador. Pese a todos<br />

sus esfuerzos, la doncella no pudo evitar mirar la efigie espectral de aquella gitana de<br />

madera tallada. Los ojos de la gitana se abrieron y sus manos extendieron un naipe hacia<br />

ella. Hannah tragó saliva. El naipe mostraba la figura de un diablo rojo envuelto en llamas.<br />

Unos metros más allá, el torso del hombre de las máscaras oscilaba de un lado a otro. El<br />

autómata deshojaba su rostro invisible una y otra vez, descubriendo diferentes máscaras.<br />

Hannah desvió la mirada y se apresuró. Había cruzado ese pasillo centenares de veces a la<br />

luz del día. Eran tan sólo máquinas sin vida y no merecían su atención; mucho menos, su<br />

temor.<br />

Con este pensamiento tranquilizador en mente, dobló el extremo del corredor que conducía<br />

al ala oeste. La pequeña orquesta en miniatura del Maestro Firetti reposaba a un lado del<br />

pasillo. Por una moneda, las figuras de la banda interpretaban una peculiar versión de la<br />

Marcha turca de Mozart.

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