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CARLOS RUIZ ZAFÓN LAS LUCES DE SEPTIEMBRE

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Sin esperar respuesta, Irene corrió hasta el embarcadero. Simone contempló cómo su hija<br />

tomaba la mano de aquel extraño (que, para sus suspicaces ojos, de muchacho tenía poco) y<br />

saltaba a bordo de su velero. Cuando Irene se volvió a saludada, su madre forzó una sonrisa<br />

y devolvió el saludo. Los vio partir rumbo a la bahía bajo un sol resplandeciente y<br />

tranquilizador. Sobre la baranda del porche, una gaviota, tal vez otra madre en crisis, la observaba<br />

con resignación.<br />

-No es justo -le dijo a la gaviota-. Cuando nacen, nadie te explica que acabarán haciendo lo<br />

mismo que tú a su edad.<br />

El ave, ajena a tales consideraciones, siguió el ejemplo de Irene y echó a volar. Simone<br />

sonrió ante su propia ingenuidad y se dispuso a volver a Cravenmoore. El trabajo todo lo<br />

cura, se dijo.<br />

En algún momento de la travesía, la orilla lejana se transformó en apenas una línea blanca<br />

tendida entre la tierra y el cielo. El viento del este impulsaba las velas del Kyaneos y la proa<br />

del velero se abría camino sobre un manto cristalino de reflejos esmeraldas a través del cual<br />

podía entreverse el fondo. Irene, cuya única experiencia previa a bordo de un barco había<br />

sido la breve travesía de días atrás, contemplaba boquiabierta la hipnótica belleza de la bahía<br />

desde aquella nueva perspectiva. La Casa del Cabo se había reducido a una muesca<br />

blanca entre las rocas, y las fachadas de colores vivos del pueblo parpadeaban entre los<br />

reflejos que ascendían del mar. A lo lejos, la cola de una tormenta cabalgaba hacia el<br />

horizonte. Irene cerró los ojos y escuchó el sonido del mar a su alrededor. Cuando los abrió<br />

de nuevo, todo seguía allí. Era real.<br />

Una vez encauzado el rumbo, poco más le quedaba a Ismael que contemplar a Irene, que<br />

parecía estar bajo los efectos de un encantamiento marino. Con metodología científica,<br />

inició su observación por sus pálidos tobillos, ascendiendo lenta y concienzudamente hasta<br />

detenerse en el punto en que la falda velaba con inusitada impertinencia la mitad superior<br />

de los muslos de la muchacha. Procedió entonces a evaluar la afortunada distribución de su<br />

esbelto torso. Este proceso se prolongó por un espacio indefinido de tiempo hasta que,<br />

inesperadamente, sus ojos se posaron sobre los de Irene e Ismael advirtió que su inspección<br />

no había pasado desapercibida.<br />

-¿En qué estás pensando? -preguntó ella.<br />

-En el viento -mintió impecablemente Ismael-. Está cambiando y se desplaza hacia el sur.<br />

Suele ocurrir cuando hay tormenta. He pensado que te gustaría rodear el cabo primero. La<br />

vista es espectacular.<br />

-¿Qué vista? -preguntó inocentemente Irene. Esta vez no había duda, pensó Ismael; la<br />

muchacha le estaba tomando el pelo. Haciendo caso omiso de las ironías de su pasajera,<br />

Ismael llevó el velero hasta el vértice de la corriente que bordeaba el arrecife a una milla

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