Caminó de vuelta a casa, pensando en muchas cosas. Losgrandes olmos de Northampton se entrelazaban muy arriba en laoscuridad, pero la luna había salido y a través de huecos dispersoscolgaba lámparas de plata de la oscura bóveda. Algo le pareció aRowland tremendamente serio en la escena que acababa de vivir. Sehabía reído y hablado y justificado en defensa propia; pero cuandopensó que, en realidad, se estaba entrometiendo en la sencilla quietudde aquel pequeño hogar de Nueva Inglaterra, y que se habíaaventurado a perturbar tanta seguridad vital en aras de una lejana yfutura hipótesis, se detuvo, sorprendido de su temeridad. Era cierto,como Cecilia había dicho, que para un hombre poco aficionadoa entrometerse aquélla era una situación singular. Se despertó ensu mente un extraño sentimiento de irritación hacia Roderick porhaber tomado posesión de su mente de una manera tan perentoria.Mientras miraba arriba y abajo de la larga avenida, y veía las nítidascasas blancas que brillaban aquí y allá bajo una quebrada luz lunar,casi podría haber creído que la suerte más grande para cualquierhombre sería pasar la mayor parte de su vida en algún lugar tantranquilo como aquél. Aquí estaban la amabilidad, el confort, laseguridad, la voz de advertencia del deber, la perfecta ausencia de latentación. Y mientras Rowland miraba a lo largo del arco de sombrasplateadas y más allá hacia el claro aire de la noche americana,que le pareció por alguna razón tan doblemente amplia, extraña ynocturna, sintió ganas de proclamar que aquí también había belleza,y belleza suficiente para que un artista no muriera de inanición.Permaneció allí de pie perdido en la oscuridad, y oyó al poco unrápido ruido de pasos al otro lado de la calle, acompañado de unsilbido fuerte y alegre, y al momento una figura emergió en unclaro de luz de luna. No tuvo dificultad para reconocer a Hudson,que probablemente volvía de visitar a Cecilia. Roderick se detuvo67
de repente y miró fijamente a la luna, con su rostro intensamenteiluminado. Se puso a cantar el trocito de una canción:«¡El esplendor sobre los castillos cae!¡Sobre nevadas cumbres del pasado cae!».Y con un gran retumbo musical de su voz se fue cantando denuevo en la oscuridad, como si sus pensamientos le hubieran prestadoalas. Soñaba en la inspiración de tierras lejanas, de castillosentre riscos y paisajes históricos. Qué lastima, después de todo,pensó Rowland mientras continuaba su camino, que no hubieratenido nada de aquello.68
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Henry JamesRoderick HudsonTraducci
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IRolandMallet efectuó sus preparat
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frente a la cancela de su pequeño
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primo, depositando una irreprimible
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—¡Yo hubiera dicho, mi querido R
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