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olvidado lo de anoche. Pero también sabe que eso sólo va a aminorar un poco<br />
la virulencia de sus reclamaciones y que si no toma ella la iniciativa puede que<br />
resulte imposible resituar los hechos dentro del sentido común.<br />
—Vengo de tirar la bolsa. Esta ahí abajo, en el contenedor. Todavía falta<br />
mucho para que pase el camión. Si quieres, si tanto te cuesta dejarlo, si de<br />
verdad tanto te cuesta dejarlo, baja y búscala. Eso sí, no vuelvas —dice.<br />
El hombre se coloca cualquier cosa, el pantalón de un chándal y la parte<br />
superior de un pijama, sale a la calle, encuentra lo que busca y sube de nuevo<br />
a su casa. Toma asiento en el sofá, manipula la jeringa y el contenido de una<br />
bolsa y se introduce la aguja en una vena del brazo izquierdo.<br />
Ambos, el hombre y la mujer, entienden que ese “no vuelvas” no quería decir<br />
“no subas a casa”, porque la propiedad no es de ninguno de los dos y porque<br />
el grado de improvisación del uno y de la otra no admite de buenas a primeras<br />
un “nunca más”. De modo que será ella, después de meter algo de ropa en una<br />
mochila, la que diga adiós. Un adiós escuálido, al que le seguirá un<br />
balbuceante “por favor, no te vayas”.<br />
Dos días son los que pasa ella fuera. Cuarenta y ocho horas angustiosas para<br />
él, que no cesa de buscarla, atreviéndose incluso a acudir a la casa de su<br />
madre, a pesar de las advertencias de que por allí no quieren volver a verle y<br />
de la amenaza de los dos tiros en la sien. Y cuarenta y ocho horas inciertas<br />
para ella, que no sabe dónde ir y que echa en falta la privacidad del hogar, la<br />
voz y las manos de él y el pinchazo en la vena.<br />
Transcurrido ese tiempo coinciden en el parque del menudeo y no les hace<br />
falta hablar para escenificar un abrazo. Allí mismo, entre unos coches<br />
aparcados en batería, comparten jeringa. Después compran en un súper dos<br />
botellas de licor y las beben en casa, inventando la manera de conseguir un