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Edicion 11 de julio 2020

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| Artículo |

LA PAZ ENTRE HONDURAS

Y EL SALVADOR

Por: Salvador Madrid

cuando era niño escuchaba

en la casa de mis abuelos muchas

historias sobre los salvadoreños.

Nos unía una relación

muy compleja, pero amorosa.

Mi abuela Elvira Gonzáles era

hija de un salvadoreño que

cuando sintió que se acercaba

su muerte, regresó a morir a

su país; ella jamás había ido a

El Salvador, pero hablaba con

profunda nostalgia de esa tierra:

había aprendido a amarla en las

palabras de su progenitor. Mi padre es uno de los soldados de la

Guardia de Honor Presidencial hondureña que combatió en Las Mataras

en la guerra entre Honduras y El Salvador.

Siendo niño le pregunté a mi padre qué sintió al estar en combate.

Ese hombre alto y rojo me vio: “Otro día platicamos de eso”, me

dijo y se fue. Cuando yo tenía 16 años mi padre me narró la batalla

de Las Mataras. Lo hizo sin dramatismo y con ese carácter pragmático

que poseen algunos hombres y mujeres de las tierras altas.

En la guerra de 1969 mi abuela rezó todos los días por su hijo combatiente,

por su familia en El Salvador, por esa otra orilla del paisaje

que ella miraba en las palabras vivas de su padre muerto, mi

bisabuelo Luciano Gonzales, y rezó por Honduras, la orilla del

ran en una gran familia. No había un Dios para El Salvador y

otro Dios para Honduras, era el mismo Dios y no le pidió explicaciones,

ni siquiera pidió entender el sufrimiento, solo resistirlo.

Una tarde de la década de 1990, dos hombres llegaron a la casona

de la abuela. Un cuadro de luz proveniente del postigo de la puerta

principal caía en medio de la sala. “Buenas tardes” dijo uno de

los hombres. “Buenas tardes” contestó mi abuela. El otro hombre

preguntó: “¿Nos conoce?”. Mi abuela que nunca fue a la escuela y

pero sé bien quienes son”, y abrió la puerta, llamó a los hijos, a

los nietos y animaron el fuego, la sencillez de la casa vieja se volvió

luminosa. Eran dos parientes salvadoreños que por un llamado

antiguo llegaron hasta Naranjito, Santa Bárbara, uno de los pueblos

más escondidos en Honduras a conocer el paisaje y la gente que

extrañaban en las palabras del bisabuelo que se había ido a morir a

El Salvador. Después mi abuela fue a conocer esa tierra que extrañaba

tanto y fue feliz.

Cuando escucho historias horribles de los sucesos del 69 me

aferro a esta memoria para comprender la dureza y el sufrimiento

de muchas familias de Honduras y El Salvador que por años cargan

pérdidas irremediables a causa de la guerra.

He derribado la sorda transparencia que muchos llaman frontera

porque mi corazón y mi mirada arden en un solo paisaje. He respirado

el viento de los pinares en Las Mataras como homenaje simple

a la existencia para agradecer por mi bisabuelo salvadoreño y por

mi abuela hondureña que vivió 99 años y me formó en el idioma de

las cosas sencillas; también por mi padre que regresó a salvo a casa.

Cuando llegan estos días de julio muchas personas se lanzan como

zopilotes sobre el cadáver de la guerra para nutrirlo con ignorancia

y resentimiento, pero los habitantes humildes que no reconocen

fronteras, en cambio, custodian la historia de la paz, la cordialidad

y la alegría de ser una sola familia que vive en un mismo paisaje.

Edición Extra| 11 de Julio de 2020 | 03

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