Edicion 23 de septiembre 2020
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Diario Co Latino
Centroamérica
Miércoles
23 de septiembre de 2020 9
Trato cruel a menores hondureños en
albergue de EEUU mata su sueño americano
Xinhua
Por Olman Manzano y Wu Hao
A
sus dos años, la niña
hondureña Ashley
Antonella vivió una
de las experiencias más amargas
de su corta existencia durante
un sorpresivo viaje que
la llevó junto a sus dos hermanos
de cuatro y 12 años
hacia Estados Unidos y que
casi les cuesta la vida.
Los tres pequeños se enfrentaron
a las duras políticas migratorias
estadounidenses que impidieron
que tuvieran una vida en
mejores condiciones junto a sus
padres Nancy Diarelí y Hedman
Josué Barrientos, ambos detenidos
por autoridades migratorias
en noviembre de 2019.
Previo a su captura, los menores
estuvieron a punto de fallecer
ahogados mientras cruzaban
el río Bravo que divide México
y Estados Unidos.
Una vez detenidos en la frontera,
fueron llevados a un centro
de detención de menores, la más
chiquita resultó gravemente enferma
de su estómago con aparente
salmonella por comer lechuga
helada con pan, explicó su
joven madre.
La falta de atención médica
adecuada y la desnutrición puso
en riesgo su vida, mientras que
sus hermanitos aún son víctimas
de pesadillas y traumas que les
causó el encierro y el trato que
recibieron, sin contar el duro camino
que recorrieron para llegar
allí.
Era una fría noche de noviembre
de 2019 cuando la patrulla
fronteriza de Estados Unidos
los detuvo y los envió a un
albergue con temperaturas bajo
cero, donde las condiciones en
las que los tuvieron fue “una
tortura”, relató Nancy Diarelí a
Xinhua.
“Nos meten en cuartos fríos
como un castigo para que uno
no vuelva a cruzar su territorio.
No nos dan apoyo para que uno
hable por teléfono o explicar sus
razones”, dijo. “Simplemente
por ser migrantes nos causan daños
psicológicos, mis tres niños
sufrieron traumas después de pasar
esa prueba del río, luego estar
en ese albergue frío, ellos no se tocan
el corazón”, añadió.
“Con la comida se enfermaban
los niños, les daban lechuga helada
con pan, mi hija ya estaba desnutrida
y solo acetaminofén le daban.
Nunca recibimos un chequeo
médico, sólo por encima, podemos
venir enfermos no les importa,
lo que quieren es retornarnos
nada más. Estados Unidos lo
está haciendo mal, nos retornan
sea como sea, si padecemos de una
enfermedad no nos tratan, regresan
muchos con (la enfermedad
del nuevo coronavirus) COVID
-19”, dijo.
La madre recordó que lloraba
con sus hijos por haberlos llevado,
“no todo es color de rosa, eso es
El triste drama de los menores
oriundos del barrio El Matasano,
en la aldea de Támara en el centro
de Honduras, rodeados de pobreza,
hizo que su madre decidiera
emprender la travesía hacia el país
del norte en junio del año pasado
para encontrarse con su esposo,
quien desde enero se había adelantado
hacia México para esperarlos
y cruzar juntos la frontera hacia
Estados Unidos.
La falsa promesa que a las familias
de migrantes les darían asilo
y que los menores serían recibidos,
hizo que los padres decidieran
emprender la aventura. El padre
se fue en la caravana de migrantes,
mientras su esposa, cinco meses
después, hizo lo mismo, pero sola.
Nancy Diarelí cruzó con sus hijos
la frontera de Corinto que divide
a Honduras y Guatemala, luego
pasó a México y llegó hasta Estados
Unidos.
El cruce del río Bravo con sus
hijos en hombros a merced de ser
arrastrado por la fuerte corriente
fue una experiencia cercana de la
muerte, el agua casi les tapaba la
cara y el frío congelaba sus huesos.
La mujer hondureña, en medio
de lágrimas, recordó que antes
de cruzar oraron junto a otras familias
que iban en la misma ruta,
como si fuera un ritual para ser
protegidos. “Yo sostenía con
fuerza los pies de mi niña de dos
años que llevaba en mi hombro, el
agua me tapó parte de la cara y dije
que si me hundo más, se me hunde
la niña, ya no va a poder respirar
y empecé a clamarle al Señor en
ese momento y le dije, no es posible
que aquí muramos con mis
hijas, danos una oportunidad, no
nos dejes ahogados aquí con nuestros
hijos y empezamos a orar todos
en medio del río”, dijo.
“Mi hija me decía ¡mami, mami,
mami!, yo le decía mi amor agárrese
fuerte de mi cabeza, duro y yo
me acuerdo que le apretaba los
pies a mi cuello para que no se
soltara y sentí que había ángeles a
nuestro alrededor, sentí que había
gradas en ese río y en un abrir y cerrar
de ojos estábamos al otro lado
y comenzamos a llorar”, agregó.
“Mis hijos estaban helados,
fríos sin saber si iban a morir o no,
no sentíamos las piernas, mi hija
de 12 años no podía moverse”, señaló
la joven madre, afectada por
el recuerdo. Por su parte, Hedman
Josué, el jefe de la familia y
quien además es el barbero de su
aldea de Támara, pasó una estancia
breve en México, donde trabajó
y ganó algo de dinero tras salir
de Honduras.
Después de recibir a su familia,
decidieron avanzar hacia Estados
Unidos y entonces empezó la pesadilla.
El hondureño y su familia
permanecieron en Tijuana, Baja
California, en la frontera con
Estados Unidos; sin embargo,
se trasladaron hasta Piedras
Negras, Coahuila, donde lograron
cruzar a Estados Unidos y
donde fueron detenidos y encerrados
en cuartos fríos junto a
cientos de migrantes que posteriormente
fueron expulsados
a sus países.
De hecho, los últimos datos
dan cuenta que el gobierno
del presidente Donald Trump
envió al menos a 8.800 menores
indocumentados que viajaron
solos hasta la frontera con
México durante la pandemia
de la COVID-19. Además de
esos 8.800 menores, Estados
Unidos deportó a otros 7.600
miembros de lo que las autoridades
llaman “unidades familiares”
que incluyen a niños y
adultos que los acompañan, tal
como ocurrió con la familia de
Hedman Josué y Nancy Diarelí.
Según datos de las organizaciones
defensoras de los niños,
ellos son los más afectados,
pues quedan con traumas
psicológicos.
Al respecto, la vicecanciller
de Honduras, Nelly Jerez,
el retorno de las unidades familiares
desde Estados Unidos
“manda un mensaje claro” de
que las autoridades estadounidenses
no permiten el ingreso
irregular a su territorio, incluso
si llevan niños como “escudo”.
La madre de familia relató
que al ser retornados a Honduras
“veníamos con un trauma,
sólo me la pasaba llorando, no
era fácil, no dormía y recordaba
todo lo que pasé, me dolía
en el alma”.
Ahora la familia piensa que
esa fue la peor decisión que tomaron
y que en ningún momento
se les cruza por la cabeza
irse de nuevo, ya que es una
prueba que Dios les puso en el
camino y que tampoco expondrán
a sus hijos a las tristes condiciones
que experimentaron
en el albergue para migrantes.