ENTRE_CUENTOS_Y_OTRAS_FICCIONES 2022
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LOS CACHORRITOS DE PILAS
José Javier Salinas Rivera
My battery is low and it´s getting dark
Rover Opportunity
Como ya es costumbre, apenas me instalé en la casa y salí de mi habitación alquilada,
para caminar por las calles principales de lo que sería mi nuevo pueblo. Sí, mío. El
tercero al que me mudo en lo que va del año.
Descendí hacia la derecha y bajé la calle resbalosa de empedrado. Hacía un calor
sofocante. Frente a mí, estaba la parte trasera del lado derecho del templo de Nuestra
Señora de la Luz. Había en lo más alto del muro -construido con piedras-, un hueco que
servía de panal a un enjambre de colmenas negras. Su constante revoloteo rítmico y
furioso, creaban un zumbido atemorizante, que se hacía aún más fuerte por el eco del
agujero. Pasé despacio a un costado, sin detenerme a mirar; con ese andar precavido
que delata a los fuereños, cuando llegan por primera vez a otro lugar.
Unos metros adelante, subí una banqueta y unas escaleras; a la derecha estaba él, de
frente, erguido, digno, tan adornado y glorioso, apuntando hacia las nubes, justo en el
fondo de unos verdes y enormes cerros, que rasguñaban el azul del cielo. Avancé hacia
delante, caminando sobre el pasto, y me alejé un poco, para ver a detalle el particular
Barroco queretano de la época colonial; la saturación explosiva de los elementos mestizos
del arte franciscano hispano/americano del siglo XVIII. Estilo único en el mundo.
Luego de perderme un rato en sus detalles, entre sus formas, cúpulas y figuras de
ornato, vi que resaltaban unas manos exulceradas, y dentro de los nichos yacían figuras
erguidas de hombres; tal vez frailes, mártires o santos; algunos de ellos con las cabezas
cercenadas. Pues se cuenta, que durante la Guerra Cristera, los alzados y saqueadores,
además de robar dinero y piezas de oro de los templos, también intentaron destruirlos o
ridiculizarlos, arruinando así las obras de arte que se encontraban. Demasiada historia
en un solo espacio.
Luego de divagar un momento, imaginando los actos vandálicos contra el edificio, decidí
pasar de inmediato. Nunca he sido creyente, pero siempre me ha gustado apreciar el
arte ornamental que cubre los templos católicos del periodo colonial. Me recuerdan tanto
los cursos de historia de la arquitectura en México, que mi abuelo impartía en cierta
universidad privada de renombre; pues, cuando yo era niño tenía que acudir con él a
su trabajo por las tardes, una vez a la semana, después de mis clases; porque ninguno
de mis padres podía cuidarme. Y mi abuelo se hacía responsable de mí, mientras yo
también disfrutaba de su cátedra, esperando sentado en la silla del profesor, recargado
en mi mochila, que descansaba desperdigada sobre el escritorio.
Al entrar al templo, un ligero viento fresco, descendía desde la cúpula, junto con San
Miguel Arcángel. Los rayos de luz lograban crear ese efecto casi divino de la ascensión
al paraíso, entre las nubes pintadas de la cúpula con sus detalles en color dorado. Luego
de mirar el atrio, las pinturas, el altar y la pila, salí de nuevo a fuera para continuar
mi recorrido por los sitios de mi interés en una comunidad minúscula sin servicios de
telefonía e internet. Obviamente sin una plaza comercial ni un mercado, ni siquiera un
tianguis, realmente un sitio pequeño. Sólo me quedaban por ubicar, algunos cuatro
espacios: mi lugar de trabajo, un sitio para salir a correr después del trabajo, una tiendita
de cervezas, y mi favorito; el cementerio.
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