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Edicion 11 de mayo de 2022

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Diario Co Latino

Opinión

Miércoles

11 de mayo de 2022 9

Cosmovisión y crisis ambiental

David Molineaux

Tomado de Agenda Latinoamericana

Como todos sabemos, múltiples estudios

científicos han confirmado que el

planeta se va acercando, en las próximas

décadas, a un conjunto de “puntos de quiebre”

irreversibles que podrían amenazar el futuro

de nuestra civilización.

Está claro que la causa principal de la mayoría

de estas catástrofes potenciales es la acción humana.

Pero a pesar de todas las advertencias, las

cifras muestran que las emisiones planetarias de

dióxido de carbono siguen aumentando, y que el

agotamiento de las fuentes de agua dulce, la sobrepesca

de los mares, y la destrucción de los bosques

nativos siguen de forma desenfrenada. Podríamos

ir abandonando estas prácticas con el fin

de evitar una catástrofe colectiva; sin embargo, seguimos.

La crisis actual tiene múltiples causas, la

mayoría de ellas interconectadas. En este ensayo

consideraremos una causa clave que se menciona

con poca frecuencia: nuestra cosmovisión moderna.

Durante más del 90% de nuestra existencia

como especie, fuimos cazadores-recolectores con

un estilo de vida nómada y una cosmovisión totalmente

diferente a la del mundo actual. La naturaleza

era una realidad viviente que albergaba una

multitud de presencias sagradas, y nos veíamos

como parte de ella. A menudo nos inducíamos

trances en los cuales el espíritu del participante

se unía con el de un animal u otro elemento del

mundo natural. Vivíamos de día a día, confiados

en nuestro entorno natural y en su voluntad generosa

de sustentarnos. Nuestras posesiones eran

mínimas: no ahorrábamos nada para el mañana.

Hace unos doce mil años, sin embargo, con

la llegada de la horticultura y la domesticación

de animales, se nos fue acabando esta vida despreocupada

-- y con ella nuestra confianza que el

mundo natural nos brindaría invariablemente su

generoso sustento. Nuestra subsistencia empezaba

a depender de fenómenos en los cuales podíamos

confiar menos: la regularidad de las estaciones,

la llegada de las lluvias, el bienestar y la capacidad

reproductiva de nuestros animales domésticos...

Había que almacenar granos para el invierno

y los años flacos, y proteger a nuestros rebaños

de los depredadores. Por primera vez, se hizo

importante la propiedad privada. Hay evidencia

(como el hallazgo por arqueólogos de miles de estatuillas

de “diosas”) que nuestro culto se centraba,

en gran parte, en la fertilidad. Dada la relativa

precariedad de nuestras formas de sustento, fuimos

considerando a los poderes de la naturaleza

como menos benévolos y confiables.

Poco a poco desarrollamos nuevas técnicas: el

arado y el riego, los cruces y la crianza… y eventualmente

la rueda y carretas para transportar granos

a los crecientes centros urbanos. Algunas aldeas se fueron

transformando en ciudades, y con éstas surgieron

las primeras sociedades monárquicas, gobernadas por

élites minoritarias. Las divinidades también se iban jerarquizando:

los dioses, a menudo caprichosos y crueles,

fueron representados por poderosos sacerdocios.

Con la explotación cada vez intensiva de la tierra por

grandes predios agrícolas, la tradicional veneración

hacia la naturaleza se debilitó. Sin embargo, el peor

golpe a la percepción del mundo natural como realidad

sagrada fue el surgimiento de las religiones monoteístas.

Estas religiones, entre ellas el judaísmo y el

cristianismo, solían llevar a cabo sangrientas campañas

-cazas de brujas, inquisiciones y “guerras santas”

-contra cualquier culto que no fuera el de su Único

Dios Verdadero.

Para los judíos del primer milenio a.C., el mundo

natural ya existía solo para el satisfacer las necesidades

humanas. El libro del Génesis habla con claridad:

“Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.

Que mande a los peces del mar y a las aves del cielo,

a las bestias, a las fieras salvajes y a los reptiles que se

arrastran por el suelo.” Luego, bajo el Imperio romano

tardío y durante todo el período medieval, reinaría

supremo en Europa el cristianismo, ferozmente intolerante

ante cualquier sospecha de veneración a elementos

del mundo natural.

Con la llegada de la modernidad, a partir del s.

XV, fue surgiendo una cosmovisión muy novedosa.

La Edad Media había sido teocéntrica, pero el naciente

mundo moderno sería cada vez más antropocéntrico.

Creció la influencia de la ciencia empírica, cuyos

practicantes recurrían a la razón humana y los métodos

experimentales. Fue ganando fuerza la convicción

que la razón debía prevalecer por sobre el autoritarismo,

tanto religioso como político. Basándose sobre

todo en los escritos de René Descartes, filósofo y

matemático del s. XVII, se concebía al universo como

un vasto mecanismo, y a los seres vivientes como maquinarias,

por complejas que fueran. La única entidad

consciente y capaz de “conquistar” a la naturaleza, a

develar sus secretos y a explotarla para sus propios fines,

era la mente humana.

Más y más, los practicantes de la ciencia insistían

que solo se considerara como real y verdadero lo que

se podía ver, examinar y medir con los sentidos humanos.

Poco a poco, esta exitosa práctica empírica se

fue reflejando en otras actitudes. Por un lado se fue difundiendo,

sobre todo entre las élites científicas e intelectuales,

un ateísmo cada vez más explícito. Y por

otro, surgió la tendencia de identificarnos a nosotros

mismos exclusivamente con el “ego”, la mente pensante:

un agente independiente, aislado, ajeno a la naturaleza.

Pragmático y funcionalista, el sujeto moderno solía

ignorar las dimensiones menos medibles del mundo

que lo rodeaba -- y las de su propio ser.

Los impresionantes éxitos de la ciencia, y de las tecnologías

que fue generando, inspiraron otro elemento

fundamental de la cosmovisión moderna: el mito

del progreso continuo. Valiéndose de sus nuevas y

poderosas herramientas, la modernidad concibió el

sueño de construir, a partir de la razón y el esfuerzo

humano, un mundo cada vez mejor.

Para muchos, el ideal del progreso material y social

fue reemplazando a la tradicional doctrina cristiana

de la salvación; pero varios comentaristas han

observado que se alimentaba, en último caso, de profundas

energías religiosas.

El soñado progreso moderno ha pasado por interpretaciones

diversas. Para algunos, se trataba de liberarse

de la opresión política y la explotación económica.

Para muchos otros, significaba la posibilidad

de un crecimiento incesante de la prosperidad económica.

El mito moderno no quedó confinado a los países

de tradición Europea: se fue expandiendo, junto con

las redes comunicacionales y el comercio internacional,

a vastas zonas de Asia y al sur del planeta. Arrasaba

con culturas, sistemas sociales y religiones milenarias,

reemplazándolas con la promesa de un mundo

feliz del consumismo.

Para promover este llamado “sueño americano”,

han sido de una eficacia espectacular los medios masivos

de comunicación, especialmente la televisión.

Se calcula que en una creciente proporción del planeta,

un niño de cinco años ve más de diez mil avisos

comerciales por año.

Y ¡ojo! lo que ofrecen estos avisos es una cosmovisión.

Por medio de imágenes y anécdotas ingeniosamente

diseñadas, instruyen al televidente sobre su lugar

en el mundo y las cosas y actividades que le brindarán

la felicidad. Con esto, se masifican las conductas

y los valores consumistas, los cuales a su vez

aumentan la explotación de los recursos naturales,

incrementan la producción de gases invernaderos, y

acercan al planeta a puntos de no retorno ambientales.

Queda cada vez más evidente que la cosmovisión

consumista está amenazando la supervivencia

de nuestra civilización. Sin embargo, las soluciones

más publicitadas para evitar de una posible catástrofe

planetaria, tales como planes intergubernamentales

para bajar las emisiones y la esperada invención

de nuevas tecnologías milagrosas, se ofrecen sin cuestionar

las bases de nuestra economía globalizada y

nuestra cosmovisión consumista.

Frente a esta realidad, quedaría más bien una pregunta:

¿será posible que, tal vez inducido por los primeros

colapsos catastróficos, vaya emergiendo un

mito compartido, de profundo poder evocativo, capaz

de conducirnos a una reorientación radical de

nuestros valores, percepciones, e instituciones claves?

El desafío de nuestro momento es, como sabemos,

de una magnitud abrumadora. Y según los cálculos

más actuales, la mayoría de los humanos que están

viviendo en este momento serán testigos del éxito o

el fracaso de nuestra respuesta.

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